:: Además de repercusiones políticas, la hazaña del 12 de abril de 1961 que convirtió al cosmonauta Yuri Gagarin en el primer ser humano en viajar al espacio tuvo reverberaciones psicológicas enormes. A 15 años de la Segunda Guerra Mundial, todo el mundo estaba convencido de que la naciente Era Espacial duraría cientos de años.
Los escritores de ciencia ficción, que hasta entonces ostentaban el monopolio de las aventuras espaciales, vivían en frenesí. Salvo uno: en 1962, cuando Cabo Cañaveral en Estados Unidos era el bullicioso centro de actividad destinado a planear un aterrizaje lunar en menos de una década, el británico J. G. Ballard predijo que aquel sitio algún día sería abandonado y que aquellos sueños expansionistas terminarían por disiparse.
"No puedes tener una Era Espacial hasta que tengas mucha gente en el espacio", señalaba en cada entrevista el autor de Crash y El Imperio del Sol. Tenía razón. En los 70, el desinterés del público comenzó a imponerse. A nadie le emocionaba ver cómo esos obeliscos blancos –los cohetes– se alzaban en el aire envueltos en nubes de humo. Años más tarde, las explosiones de los transbordadores espaciales Challenger y Columbia –y la muerte de sus tripulantes– marcaron abruptamente el fin de lo que se pensaba sería una era dorada.
Sin embargo, entre tanto pesimismo, Ballard albergaba esperanzas: "Aun así estoy seguro de que habrá una Era Espacial –dijo–, pero no lo será hasta dentro de 50, 100, 200 años, presumiblemente cuando desarrollen un nuevo medio de propulsión".
Ese momento es ahora. Presenciamos una "nueva normalidad" espacial. Los lanzamientos son ya semanales. Además del creciente interés de gobiernos por razones geopolíticas, la exploración espacial está siendo transformada por el sector privado. El nombre más fuerte es el de SpaceX. Pero también existen emprendimientos de empresas nacientes como Rocket Lab y Astra.
En 2017, el número de lanzamientos espaciales se duplicó con respecto al año anterior. Pasó de 169 a 310. Y sigue creciendo gracias a vehículos más pequeños y reutilizables –como el cohete Falcon 9– que proporcionan acceso a posibles nuevos participantes.
Los lanzamientos espaciales se han vuelto habituales también para un país en vías de desarrollo como Argentina. A fines de agosto, el satélite Saocom 1B de la Conae se sumó a la familia satelital argentina, compuesta por LuSat-1, Pehuensat-1, Mu-Sat 1, SAC-A, SAC-B, SAC-C, SAC-D/Aquarius, Arsat 1 y 2, Saocom 1A y la constelación de minisatélites de la empresa Satellogic.
Cada lanzamiento fortalece la cultura espacial del país. "El Saocom 1B está diseñado para durar siete años y es el resultado de la experiencia que se fue ganando en los proyectos anteriores", indica Raúl Kulichevsky, director ejecutivo de la agencia espacial argentina. "Nadie llega a desarrollar un satélite de este tipo sin un camino anterior de formación de recursos humanos. Los lanzamientos son la conclusión de muchos años de trabajo".
Desarrollado por Invap, la Comisión Nacional de Energía Atómica, el laboratorio GEMA de la Universidad Nacional de La Plata, la empresa VENG y otras 80 pymes, el Saocom 1B forma parte del Plan Espacial Argentino, que a pesar de las crisis recurrentes, ha logrado tener continuidad.
"Desde los 90 ha habido un gran crecimiento en el conocimiento espacial en el país", cuenta Gabriel Absi, gerente del área espacial de Invap. "Nos hemos convertido en un país exportador de satélites".
El próximo integrante de la familia satélite argentina será el Sabia-Mar (satélite argentino-brasileño para información ambiental del mar). Junto a uno idéntico que será construido por la Agencia Espacial Brasileña, observará la plataforma marina, tan rica como el agro, pero menos explotada.
El desarrollo de una misión espacial suele tomar cinco años. El ritmo está dado por el presupuesto. El camino del Sabia-Mar comenzó en 2015. "Está el 60% completado", dice Kulichevsky. "La fecha de lanzamiento está planeada para fines de 2023".
Mientras tanto, también se piensa en los satélites livianos de la serie SARE –hace años en pausa–, en el Saocom 2 –una nueva generación– y en una larga deuda: la independencia espacial argentina con el desarrollo de lanzadores como el Tronador III y un microlanzador orbital conocido como VLE (Vehículo Lanzador Espacial). "La pandemia nos complicó con los ensayos", indica Kulichevsky. "Desde Conae, se logró convencer a distintos gobiernos de que esto se podía conseguir solo si había continuidad. Todos los países lo hacen así. Ojalá la Argentina tuviera más políticas a mediano y largo plazo como el plan espacial".