Días atrás tuve que renovar mi licencia de conducir en la Capital Federal. Como es habitual en estos casos, antes de los exámenes médicos y psicológicos de rigor hay que estar limpio de infracciones. Tenía más o menos claro que había algunas actas pendientes (todas en la ciudad de Buenos Aires), básicamente de mal estacionamiento. Un par bien labradas, otro par como consecuencia de estacionar unos minutos en la puerta de mi domicilio esperando a uno de mis hijos (y sí, justo pasó el auto con la cámara). Pero hasta ahí, nada para reclamar. Concurrí al CGP correspondiente (donde la atención fue excelente) y, paso por caja mediante, salí con el legajo purificado.
Sin embargo, la sorpresa llegó cuando, algo que desconocía, tuve que solicitar el Certificado Nacional de Antecedentes de Tránsito (Cenat) emitido por el Registro Nacional de Antecedentes de Tránsito.
Fui seguro de que no había nada pendiente, pero, como dicen por ahí, a seguro se lo llevaron preso. La empleada me pidió el DNI y tras chequear en la computadora me dijo: "Acá tiene una infracción pendiente; ya se la imprimo". Tras lo cual, y con la misma expresión de quien te vende un caramelo, me dio un papel donde se me informaba que tenía un exceso de velocidad en la ruta 8, en Pergamino, y debía pagar casi 3800 pesos.
Aun pasando por alto que no fui yo quien cometió la infracción (a la fecha del acta el auto estaba vendido) no había detalle alguno del lugar ni foto ni datos exactos sobre el exceso de velocidad en cuestión, ni la hora.
Obviamente pregunté cómo efectuar el reclamo. Y con la expresión en el rostro de la nada misma me dijo que mis únicas dos opciones eran pagar los casi 3800 pesos o ir a reclamar al tribunal. Decidí reclamar y pregunté la dirección. "Acá tiene la dirección; en Chacabuco."
Obviamente no fui a Chacabuco y el dueño del auto, bien predispuesto, pagó la infracción. Pero me quedé pensando que, tal vez, algunos funcionarios podrían estar más interesados en aumentar la recaudación que en mejorar realmente la seguridad vial.