El análisis. Normas desvinculadas de la vida cotidiana
La Defensoría del Pueblo y el gobierno de la ciudad polemizan por las cifras, mientras las ONG que siguen la temática de la seguridad vial reclaman.
La única constante es la persistencia de los conductores para no respetar las leyes de tránsito. Y nada podrá alterar esa constante si quienes escriben las leyes fijan requisitos que imponen controles de imposible cumplimiento.
Hasta fines de 2011, un colectivero sufría la retención de su licencia si era sorprendido al cruzar un semáforo en rojo; durante todo 2012, sólo la perdería si, además de pasar de forma indebida, excedía la velocidad. El resultado de esa modificación normativa fue palmario, negativo: las actas se redujeron casi un ciento por ciento.
Si con las multas y sanciones accesorias se busca un efecto disuasivo, imponer reglas que favorecen al infractor resulta un contrasentido, un paso en falso en la teórica intención de reducir la siniestralidad vial y, así, proteger vidas.
Más allá de las evaluaciones de uno y las explicaciones de otro, los polémicos guarismos desnudan la insuficiencia de controles, sea por ausencia de recursos -en el caso, radares para medir la velocidad en esquinas semaforizadas- o por falta de previsión. Cualquier porteño, hoy, advierte que en las calles no abundan los inspectores de tránsito.
El legislador no puede corregir aquello que el agente no hace, pero sí puede dictar las normas de tal forma que provean al Ejecutivo de una herramienta útil y de posible y efectiva aplicación. De otra forma, las mejores intenciones, traducidas a letra legal, se convierten en normas divorciadas de la vida y las necesidades cotidianas de los ciudadanos.
lanacionar