"Me quiero ir del país"
En los últimos tiempos un tema se ha vuelto recurrente en los consultorios psicoanalíticos: el deseo de dejar el país. Quienes carecen de recursos y trabajo sueñan con una sociedad que los necesite y sea capaz de reconocer y retribuir su esfuerzo; también están los que poseen bienes pero están convencidos de que en otras latitudes les será más fácil y seguro conservarlos. Y finalmente los que saben que nunca abandonarán el país, pero no pueden dejar de mirar con cierta envidia a quienes pueden hacerlo.
Aunque no siempre lo dicen, todos ellos sienten miedo, tristeza y un profundo resentimiento; imaginan o conocen el dolor del desprendimiento y saben de las barreras idiomáticas y culturales que tendrán que enfrentar en sociedades que, además, no suelen sentir gran simpatía por los latinoamericanos. Sin embargo, a la hora de decidir, un solo argumento se impone sobre todos los demás: vivir con trabajo, con seguridad y con justicia; se disponen a enfrentar el miedo de partir porque anhelan vivir sin miedo.
El lugar en que hemos nacido tiene algo que se parece al primer amor, en él hemos dado nuestros primeros pasos, aprendimos las primeras palabras y absorbimos los códigos y las costumbres que nos constituyeron como seres humanos y moldearon nuestra manera de trabajar, de amar y soñar. Por eso, cada paciente que se dispone a vivir en otro país generalmente no lo hace porque quiere; lo hace porque de alguna manera se siente obligado, porque la falta de trabajo o los ingresos escasos y siempre amenazados no sólo atentan contra su calidad de vida en el aspecto material: también hieren su autoestima, destrozan el orgullo que alguna vez sintió por las cosas aprendidas. El trabajo es también una herramienta para construir y consolidar la identidad. Para amarnos a nosotros mismos necesitamos sentirnos amados y percibir que se nos necesita, que no somos intercambiables. Por eso, al tema de la emigración a menudo le sucede el tema de la desilusión y el desengaño.
Quien decide abandonar el país no es solamente porque lo agobia el presente, es porque ya no cree en su futuro. Tal vez la oleada de personas que cada día recorren los diferentes consulados constituye un nuevo síntoma de esa vieja enfermedad que ahora nos corroe con más fuerza: los argentinos no creemos en nuestra propia sociedad, no creemos en su gente y mucho menos en quienes la representan.
Y también se ha ido generando una convicción que es aún peor que la desconfianza anterior: la creencia de que la falta de justicia y control en una sociedad con riquezas dispersas, mal distribuidas y pésimamente administradas dejaba un espacio para que muchos pudieran encontrar su salvación individual.
La admiración por el hombre responsable y laborioso, el orgullo por el padre o abuelo inmigrante que había construido su casa y su vida con sus propias manos, cedió paso a la admiración por aquel que había pegado el "gran salto", por los que consiguieron un enriquecimiento rápido aunque dudoso, por los que se "avivaron" o se "apiolaron". Hoy se hace evidente que esto ha llevado a que un suelo potencialmente rico se convirtiera en un país agobiado, sin esperanzas; sin esperanzas colectivas y ahora tampoco individuales.
Nadie tiene derecho a interferir en las decisiones ajenas; algunos de los que planifican irse no se irán, otros volverán al cabo de un tiempo al descubrir que no pueden vivir lejos de sus viejos afectos y muchos se afincarán para siempre en países que a lo mejor les devolverán con creces el empeño, la fuerza y la inteligencia que desarrollen en el trabajo y la vida.
Los que se queden seguirán tratando de encontrar una solución individual que los ponga a salvo de la frustración y el resentimiento, hasta que la sociedad en su conjunto desarrolle feroces anticuerpos contra la corrupción y la falta de oportunidades. Hasta que nos demos cuenta de que este país entristecido no ha sido nunca el mejor ni es tampoco ahora el peor: es simplemente el nuestro, el único que tenemos.
Ya hay síntomas de ello.