Son 8 millones pero sus realidades siguen siendo invisibles. Las estadísticas sobre la cantidad de chicos pobres en el país, relevadas por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, golpean fuerte y preocupan. Pero siguen siendo solo números sin rostro humano. Nadie conoce sus miradas, sus miedos, sus gestos ni cuáles son sus sueños.
Eso es precisamente lo que buscó el proyecto Hambre de Futuro durante este año: darle voz a los que pasan sus infancias en los rincones más vulnerables, conocer cómo es su día a día. Y a través de sus ojos, mostrar que la pobreza tiene mucho más que ver con la falta de oportunidades que con el dinero que sus padres tienen en el bolsillo.
Un equipo periodístico de LA NACION recorrió el país para encontrarse con historias conmovedoras, como la de Camila Romero, una adolescente de 13 años que vive en el paraje Piruaj Bajo, en Santiago del Estero, la provincia que tiene el mayor índice de vulnerabilidad de pobreza infantil.
Para ella es normal ir al baño al monte, usar varias horas de su día a ir a buscar agua, ser la encargada de alimentar a los chanchos o tener que soportar el calor sin ventilador porque no llega el tendido eléctrico. Para ella –y para estos 8 millones– es cotidiano trabajar mucho en las tareas de la casa, que no les festejen el cumpleaños o no tener libros en su casa. Eso es lo que hay.
Este escenario se repite en la mayoría de las zonas rurales. Poblaciones que están aisladas de todos los servicios y sin presencia del Estado, niños que tienen que migrar para poder tener un futuro mejor y hacinarse en las grandes ciudades, campos que se quedan sin fuerza joven para sacarlos adelante. En el momento económico actual, todas estas variables se profundizan y los tiempos de respuesta, se estiran.
Durante la entrevista, la primera que tuvo en su vida, Cami pidió tres deseos: construir un baño de material, instalar un panel solar y darle una silla de ruedas a su bisabuela que no puede caminar. Gracias a la repercusión que tuvo en la audiencia su relato, pudo conseguir todo esto y otras mejoras para su pueblo. Todos los demás niños que no salen en el diario, siguen esperando.
Son tantos los derechos que tienen vulnerados estos chicos que sus posibilidades de romper con la exclusión estructural a la que vienen sometidos por varias generaciones, son casi nulas. "Es más fácil levantar la lapicera que el hacha", dijo en la nota Ubaldina, la mamá de Cami, para explicar que la educación es la única vía de escape en estos contextos extremos. Los padres – analfabetos o con primaria incompleta – saben que los números y las letras son las que van a permitir a sus hijos escaparle al trabajo pesado del monte o del campo.
Cami sueña con ser veterinaria y atender en su paraje. No quiere perder sus raíces ni su cultura. No se resigna a creer que su destino está hipotecado por la falta de políticas públicas o una educación deficiente. Ella pone el esfuerzo pero ansía, como todos los niños, que le den las herramientas necesarias para forjar su propio camino. Y dejar, algún día, de ser pobre.