Algunas de las personas damnificadas por el desalojo que tuvo lugar ayer en la exvilla 31 aseguran que en el predio vivían muchas víctimas de violencia de género y que no les dieron tiempo de llevarse sus pertenencias
El espacio que hasta ayer había sido ocupado por decenas de familias en el Barrio Mugica, en el área conocida como La Containera, es hoy un cementerio de casillas. A poco más de 24 horas del desalojo, todavía pueden divisarse con facilidad chapas, lonas, muebles, sillas, ropa, alfombras y juguetes. Son, en rigor, dos predios no muy extensos separados por un camino de cemento. Hoy están cercados y, en su interior, se trabaja con ritmo incesante para limpiarlos.
Alicia señala, desde el otro lado del alambrado, en dónde estaba su casilla de chapa, madera y lona. Logra divisar el guante de River, de su hijo. Marca en donde estaban las casillas de Estela, de Lorena, de Lourdes y de Miriam, algunas de las mujeres con las que entabló lazos durante los tres meses que duró la toma. El desalojo la tomó de tal manera por sorpresa, que apenas logró llevarse dos ventanitas que le habían regalado para cuando pudiera tener su casa. “Perdimos todo”, asegura.
“La mayoría somos mujeres solas, jefas de familia, que venimos escapando de situaciones de violencia de género. La Policía se manejó de manera muy violenta, no nos dieron tiempo a llevarnos nada. Ayer fuimos violentadas otra vez y por el Estado. Pero acá no vino nadie a defendernos, ni la Defensoría del Niño, la Defensoría del Pueblo o el Ministerio de las Mujeres”, denuncia.
Sin embargo, fuentes del Gobierno de la Ciudad sostuvieron en el día de ayer que el desalojo se había desarrollado de manera pacífica y que, mediante la presencia del programa Buenos Aires Presente, se estaban abordando las diferentes problemáticas de las familias.
Según estimaciones oficiales, unas cincuenta familias –compuestas en total por 152 personas– vivían en la toma. La gran mayoría eran niños. Las viviendas no contaban con baño ni con acceso a servicios básicos. Podría decirse que sus historias integran el 27% de la población argentina que habita en viviendas precarias, sin baño o en situación de hacinamiento, según un estudio reciente del Observatorio de la Deuda Social Argentina junto a la Dirección de Innovación Social del Banco de Desarrollo de América latina.
Hace unas horas, en el barrio tuvo lugar una conferencia de prensa en el que diferentes organizaciones sociales, entre ellas, la agrupación Barrios de Pie, expresó su repudio por el desalojo. Allí también se cuestionó la cifra oficial del número de damnificados. Los organizadores del encuentro sostuvieron que se trataría de 100 familias y alrededor de 250 chicos.
“Tenemos los mismos derechos”
Alicia llegó de Paraguay en febrero de 2015 buscando un futuro mejor para ella y para su hijo, que todavía vive en su país natal. “Llegué con el sueño de la casa propia. Pero enseguida me di cuenta de que no es fácil alquilar”, agrega la mujer, quien se dedica a vender comida en un espacio de 3 x 2 metros que alquila. Aquí formó pareja y tuvo tres hijos más: mellizos de 5 años y un nene de 3 años. A principios de año se separó por violencia de género. Desde ayer vive con sus hijos en su pequeño negocio.
“Las personas que vivimos acá tenemos los mismos derechos que el resto, lo que no tuvimos fueron oportunidades. A una mujer sola, jefa de familia, se le hace muy difícil trabajar, procurar una vivienda y criar a sus hijos. El Estado nos exige: que los mandemos a la escuela y un montón de cosas más. Pero tendría que apoyarnos, y yo no sentí ningún apoyo”, se lamenta.
Una de sus vecinas en la toma era Estela. Desde ayer, pasa el día en el negocio de Alicia junto a sus hijos. Todavía recuerda con mucha nitidez el día en el que fue a mirar qué era eso de la toma de la que todos hablaban y se quedó. “Alguien me dijo: ‘agarrate un pedazo de terreno’. Yo había agarrado algo chiquito, pero me dijeron: ‘agarrate más, que vos tenés varios chicos’, y agarré un poco más”, rememora la mujer de 37 años y madre de tres chicos de 8, 5 y 2 años.
La mudanza familiar no fue con alegría. “Me daba tristeza tener que llevar a mis hijos ahí. Sin baño… sin lo mínimo para vivir. Me sentía culpable por no poder darle lo que se merecen. Pero estábamos viviendo en lo de una amiga que tiene varios hijos. Éramos once viviendo en un lugar muy chico. No daba para más”, sostiene Estela.
Antes de eso, junto a José, su pareja, habían estado alquilando en diferentes lugares dentro del barrio. “En muchos lugares nos echaban porque no querían chicos. Y se nos fue haciendo cada vez más difícil”, reconoce. Hoy en día asegura que viven muy ajustados económicamente. “Mi marido se dedicaba a la construcción, pero por un problema de columna no pudo seguir trabajando. Durante un tiempo nos dedicamos a la limpieza, pero después eso se cortó. El ahora cartonea y hace changas y yo cuido a un nene. Se me hace difícil salir a trabajar porque no tengo con quién dejar a los chicos. Sería ir a trabajar para pagarle a quien los cuide”, explica.
De todo lo que perdió su familia, una de las cosas que más lamenta es el uniforme del colegio privado al que asiste su hijo mayor, pagado por su padrino. “No llegamos a llevarnos nada. Los chicos dormían y de repente los policías empezaron a arrancar las partes de la casa, los muebles, todo. Los chicos lloraban, se asustaron mucho. Les pedimos por favor por los chicos, pero ellos siguieron como si nada”, se quiebra.
El desalojo le genera una mezcla de impotencia y enojo. “La villa empezó con una usurpación así que, si vamos al caso, tendrían que echar a todos. Si vinieran con una topadora a sacar a todos los que no tienen título de propiedad, tendrían que arrasar con todo. Nosotros no pedíamos que nos regalaran nada, pedíamos pagar”, se desespera Estela.
En lo que queda del predio, se acerca Eli, una joven mujer que no quiere hablar con la prensa. Viene a ver si quedó algo en pie de lo que, hasta ayer, era su casa, y logra divisar dos sillas plásticas negras. Las pide a los gritos, junto a otras mujeres, y logra que un empleado se las dé. Alicia aprovecha y le pide el guante de su hijo.
“Estas sillas son lo único que me quedó. Acá vivía con mis tres hijos, escapando de la violencia que vivía con mi marido. Tengo cinco denuncias y nunca pasó demasiado con eso. Pasamos mucho frío acá, no fue fácil vivir así: los chicos se me enfermaban a cada rato, pero estábamos en paz”, se sincera Eli. Acto seguido se retira diciendo a quien quiera oírla: “Igual no lo van a lograr, no voy a volver con él”.