El testimonio sobre las vivencias y emociones que siente una argentina que vive en el exterior al regresar de visita al país
La autora vive en España desde enero de 2020 y en esta nota retrata la experiencia de su último viaje a Buenos Aires
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PALMA DE MALLORCA.- Buenos Aires me recibió con una primavera recién inaugurada; soleada y linda como siempre, aunque bastante más sucia; sin cortes de calle ni piquetes, lo cual es una diferencia notable con respecto a viajes anteriores, y con los precios por las nubes. Casi todo es más caro que acá, una isla donde sus habitantes se quejan frecuentemente de que el costo de vivir supera al de la península.
Primera vez que viajaba sin la urgencia de la vuelta y con mi perro Totó bien cuidado, extendí mi estadía por poco más de un mes y me di un atracón de familia, amigos y colegas. No paré de recibir achuchones, como dicen acá, invitaciones e incomparables demostraciones de cariño y reconocimientos, en muchos casos inesperados y por eso doblemente reconfortantes.
Siempre energiza reencontrarnos con la argentinidad: eso de juntarnos, por ejemplo, y reanudar la conversación que dejamos pendiente tres años atrás como si nos hubiéramos visto anoche. Siempre listos para abrir las puertas, para celebrar y para improvisar un asado. Amables, ocurrentes, solidarios, mis compatriotas no permiten que la tremenda crisis que vive el país y que tan palpable se hace allá donde uno vaya, erosionen ese adn virtuoso por el cual se los reconoce en todo el mundo. Como decía una vieja publicidad, “en Europa no se consigue”. Y es lo que más se extraña, por no decir lo único, aunque primordial. Bendito WhatsApp, bendito Zoom, bendito Skype y etcéteras.
Un día, a punto de abordar el 67, me doy cuenta de que había olvidado la SUBE. Como ocurre en todas partes, pensé, subo y pago. Error. “SUBE o nada”, el conductor. “Y qué hago?”. “Ah, no sé”. “No se preocupe, señora, yo le pago”, dice la chica que estaba detrás de mí. La nobleza criolla siempre, siempre, un paso por delante de la burocracia y celebro que así sea.
Qué poco friendly esa intransigencia para un país que quiere atraer turistas. En Luxemburgo, por ejemplo, donde voy con cierta frecuencia porque mi hijo vive a 30 kilómetros, el transporte urbano es gratis para locales y turistas, mientras en Palma los lugareños no pagamos presentando la Tarjeta Ciudadana. Forasteros y/u olvidadizos pagan un ticket de cinco euros y viajan sin problema.
Casos como el de esa chica generosa son perlitas nativas que iluminan, y hay muchas más, aunque no deja de asombrarme que, con el siglo XXI tan instalado, los automovilistas sigan haciendo caso omiso al paso de cebra, infracción que alimenta la costumbre nacional de cruzar por el medio de la calle.
Es más seguro, claro, porque el que gira no respeta al peatón que está cruzando o por cruzar. Acá eso es imposible, el peatón es amo y señor siempre; si uno no lo respeta no solo te miran mal, sino que te paran y te lo dicen en la cara; la velocidad máxima en las calles es de 30 kilómetros por hora y 50 en las avenidas, y la vida transcurre al ritmo del lema “no hay prisa”. Cero estrés.
Lo que traje conmigo: una lucecita de esperanza, tenue aún, pero a la que le pongo una ficha; el abrazo de los amigos y colegas que hoy, de regreso en mi refugio mediterráneo, sabe a poco; las charlas interminables de cuatro o cinco horas; un par de kilos de más de tantas comidas a las que me invitaron y el sabor increíble de los Havanna sugar free que salieron al mercado en esos días y no pude traerme una caja porque estaban agotados en todos los locales (se los digo y acuérdense, son un viaje de ida).
Lo que me dolió: aunque sé que hay índices alentadores, los de la “macro”, que no son menores, la “micro” pega y duele, y el discurso violento –no importa de quien venga– estresa, y es innecesario. Gente dentro de los contenedores revolviendo basura, suciedad en las calles y una Corte de los Milagros que pernocta a la intemperie porteña hablan de décadas de malas políticas, de corrupción enquistada y de elecciones equivocadas.
La mayoría de la gente con la que hablé tiene hijos viviendo afuera o a punto de emigrar. Y esto es más que solo un dato. Es una realidad que nos interpela como país y como sociedad, y sorprende cuan ausente está de los debates que deberían ocupar a las elites gobernantes.
Risas, lágrimas, emoción, nostalgia, frutillas con sabor a frutilla que hacía años no probaba, encuentros con colegas que son como hermanos, siempre alrededor de una mesa. No caminaba Buenos Aires de madrugada creo que, desde los años tiernos, cuando rematar la noche en Edelweiss era un hábito casi cotidiano. Volví a sentir el sabor de la bohemia periodística que mató el celular y enterraron las redes.
Aquella vieja magia intacta, perfumada por el aroma de las florerías callejeras que, en Buenos Aires, solo en Buenos Aires creo, desafían el horario, la crisis y el deambular de los zombies con sus rosas, claveles y hasta peonias salpicados por gotas de agua pasada la medianoche. Nunca había reparado en este detalle tan poético. Como si alguien a esas horas de la madrugada necesitara un ramillete de algo para un te amo tardío o doblegar un perdón reticente.
El lila de las copas enormes de los jacarandás en octubre. El perfume de los jazmines de leche que cuelgan de los balcones en un atardecer templado que invita a pernoctar en las veredas de La Biela. O bajar por Santa Fe a la pesca de algo abierto para ese café que cierra la noche. A casi todos las crisis les ha hecho bajar las persianas temprano. Duro golpe a la nostalgia. ¿Hay algo más porteño que la Buenos Aires insomne?
Gracias a Dios, en la esquina de Riobamba resiste Babieca. Baluarte y refugio de los noctámbulos que no se van a dormir sin el café de las confesiones últimas. La primavera porteña encierra un sortilegio que reenamora. Ese que se echa en falta del otro lado del mar, cuando los versos de Borges nos llenan la cabeza de saudades.
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