La trayectoria de Vanessa Ragone, la productora detrás de escena en más de 40 películas y series, entre ellas una ganadora del Oscar
Vanessa Ragone, que participó en la realización de El secreto de sus ojos y la serie Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, dice: “Producir es hacer que las cosas pasen”
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Casi todo el mundo tiene alguna noción más o menos correcta acerca de cuál es, en una película, el papel que cumple el director, el sonidista, el iluminador o quien se ocupa de la fotografía. Sin embargo, no pasa lo mismo con la producción, un rol que, tal vez más gaseoso, huye de las definiciones tajantes. Vanessa Ragone –que produjo más de 40 películas y series nacionales, entre ellas la ganadora del Oscar El secreto de sus ojos y la exitosa serie Carmel: ¿Quién mató a María Marta?– tiene su propia definición. “Puede sonar un poco poético –se ataja–. Pero la producción, en definitiva, es hacer que las cosas pasen. O más específicamente: que una idea audiovisual se concrete”.
Ese “hacer realidad las ideas” arranca con la tarea de identificar cuáles de ellas podrían funcionar en la pantalla y convocar a la gente idónea para llevarlas a cabo, además de elegir locaciones, conseguir equipos, pedir los correspondientes permisos y, desde luego, reunir los cuantiosos recursos económicos que cualquier producción audiovisual demanda.
“Después está la manera particular en la que cada quien hace funcionar ese rol de producción. A mí no me interesa ser solamente una gestora de recursos –se explaya–. Por eso participo de los guiones, y no solamente leyendo, sino muchas veces escribiendo, o dando devoluciones muy exhaustivas; en la decisión del elenco; en la elección del equipo técnico; en el montaje, que es la parte que más me gusta; y también la distribución: a dónde va a parar eso que hiciste, cómo se comunica y cómo es que la inversión se recupera”.
Su lugar está detrás de escena, pero en el micromundo de la industria audiovisual todos la conocen a Vanessa Ragone y no solamente porque en 2010 se subió al escenario del teatro Kodak de Los Ángeles para recibir el premio de la Academia junto a Juan José Campanella. También estuvo a cargo de la producción de algunos de los últimos documentales estilo true crime estrenados en Netflix (como el mencionado Carmel, sobre el crimen de María Marta García Belsunce; o El fotógrafo y el cartero, acerca del asesinato de José Luis Cabezas), además de otras grandes realizaciones como Las viudas de los jueves, Todos tenemos un plan, La noche de 12 años y Betibú. Fue –hasta hace poco, y por dos mandatos consecutivos– presidenta de la Cámara Argentina de la Industria Cinematográfica. Y es profesora en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc), una de las mejores escuelas de cine del país.
Para cuando vamos a entrevistarla Ragone está en pleno rodaje de El tiempo de las moscas, serie que podrá verse en Netflix y es la adaptación de dos novelas de Claudia Piñeiro (la homónima El tiempo de las moscas y Tuya), con dirección de Ana Katz y Benjamín Naishtat y las actuaciones de Carla Peterson y Nancy Duplaá.
El set de exteriores funciona en el pasaje Pelufo entre Medrano y Lezica, donde el despliegue de móviles, carpas, gente, luces, cables y equipos prueba que estamos en el lugar correcto. Nos saludamos, Vanessa nos indica que la sigamos hasta un ómnibus estacionado sobre Medrano y ahí subimos, pensando que haremos la nota en algún par de asientos contiguos. Pero no: el ómnibus en cuestión es en realidad un motorhome de producción como los que las estrellas de cine tienen a disposición para sus ratos de descanso, con un sillón cama y una pequeña y primorosa mesa con dos sillas. Ahí conversaremos durante unas dos horas, empezando –como corresponde– por el principio.
–¿Cuándo y cómo fue que descubriste tu amor por el medio audiovisual?
–Crecí en Santa Fe, más precisamente en Santo Tomé, donde tuve una infancia muy divertida. Mis padres eran de la bohemia santafesina y eran amigos de gente como José María Paolantonio, Fernando Birri y Paco Urondo. Mi mamá era profesora y periodista, mi papá reportero gráfico. Así que mis primeros años de vida estuvieron llenos de música, de libros y de cine. Recuerdo la primera película que vi: mi mamá me llevó a ver una rusa en blanco y negro, Pasaron las grullas. Es una película no triste, ¡tristísima!, sobre la Segunda Guerra Mundial. Ni sé por qué fuimos a ver eso. Cuando terminé la secundaria quise estudiar Filosofía, pero la carrera no estaba ni en la Universidad del Litoral ni en la de Entre Ríos. Por esa época vi en el Cineclub Santa Fe una película de Margaret von Trotta, Las hermanas alemanas. Y me provocó una emoción tan grande, que dije: “Ah bueno, qué impresionante poder hacer algo que conmueva así a otra persona”. Un pensamiento muy de los 18 años.
–¿Y al final pudiste estudiar cine?
–No existían carreras de cine en Santa Fe, así que decidí venir a Buenos Aires para probar suerte en el ingreso al Centro Experimental de Realización Cinematográfica, que ahora es la Enerc. Era complicado: un año de curso de ingreso, 900 nos postulábamos y 16 ingresaban. Hice el ingreso mientras vivía en una pensión y trabajaba en un videoclub, a fin de año di el final oral y me volví a Santa Fe a esperar los resultados. Y como un mes después, vía carta membretada, me avisaron que había quedado. Fue algo fantástico. Un “plot point” total. (NdeR: un plot point es, en guion, ese acontecimiento importante que cambia el curso de una historia).
–¿Qué te dejaron esos años de estudio?
–Mi camada fue espectacular. Estaba Julia Solomonoff, directora extraordinaria; estaba Mariela Yeregui, una de las más grandes artistas experimentales de videoarte; estaba Fernando Martín Peña, que hasta hoy es el más importante docente y divulgador de cine. El gran plan era ir los fines de semana a su casa a ver sus “latas”, tipo películas mudas de los años 20 que nos encantaban. Pero también teníamos oportunidad de conectarnos con alumnos de camadas anteriores o con los nuevos que ingresaban, ahí había gente como Lucrecia Martel o Andy Fogwill.
–¿En la escuela te perfilabas ya para el lado de la producción?
–A mí lo que me fascinaba era el mundo del documental. Un poco por haber tenido padres periodistas y por los vínculos que tuve con la escuela documentalista de Santa Fe, pero sobre todo por los profesores que teníamos: gente como Humberto Ríos, un tipo con un compromiso extraordinario, o Carlos Echeverría, que estaba haciendo los documentales más interesantes de la Argentina y formaba parte del equipo de Edición Plus, un formato documental norteamericano que salía por Telefé y era una locura. Así que me puse a hacer documentales, todos de producción autogestiva. Uno fue Vértigos, que hicimos con Mariela Yeregui sobre Alejandra Pizarnik.
–¿Y de qué vivías durante todo ese tiempo de estudio y producción independiente?
–Era secretaria en una inmobiliaria a la que toda la vida le voy a agradecer haberme dado laburo. Hasta que en un momento hicimos con unos compañeros un documental sobre el Chaco salteño. Se llamó Cuando se tarda la luna y se me ocurrió llevarle un VHS a Roberto Vaca, que entonces conducía en Canal 7, con Otelo Borroni, Historias de la argentina secreta. Tuve que insistir, pero al final se lo dejaron. Le escribí una nota y unos días más tarde me llama Roberto y me dice: “Este documental no tiene nada que ver con lo que nosotros hacemos. Pero igual me parece muy interesante, así que lo vamos a pasar”. Y el documental se pudo ver en la tele. Un tiempo después empecé a trabajar en el programa como directora y realizadora: fue mi primer trabajo formal vinculado a la actividad audiovisual.
–¿Y cuándo empezaste a ser productora?
–Al hacer documentales te das cuenta de que entre dirigir y producir hay un borde muy cercano, así que empecé a ser mi propia productora. También trabajé con Carmen Guarini y Marcelo Céspedes en Cineojo, ahí comencé como asistente y pasé después a producir proyectos más grandes, como fue el caso del documental Tinta Roja. Hice locaciones con Alejandro Agresti, fui asistente de producción de Pino Solanas. En un momento vino Julia Solomonoff y me dijo: “¿Vane, no me querés producir un corto?”. Y yo ya sabía más o menos cómo era: había que juntar recursos y saber usarlos. A medida que fui haciendo cada vez más cosas como directora-productora me di cuenta de que tenía algunas características que ayudaban: soy muy ordenada, muy metódica y muy respetuosa de los demás. Y tengo creatividad en el aspecto productivo, porque a veces hace falta unir una idea con el interés de alguien, una empresa, una fundación o quién sea. Esas uniones siempre me han surgido fácilmente en la cabeza. Al fin y al cabo, generar vínculos también es producir.
–¿Cómo llegaste a tener tu propia productora?
–Siempre fui muy independiente, me gusta ser la que toma las decisiones. Si me equivoco, el error es mío. Pero prefiero equivocarme en mi ley antes que pasarle las responsabilidades a otro. Eso me llevó a ser la dueña de mis empresas. Una la fundé muy rápido, se llama Zona Audiovisual y es una sociedad pequeña con la que en 2001 produjimos Hermanas, de Julia Solomonoff. Fue una película complicadísima, porque sucedía en Houston y se convirtió en algo hecho acá en un country de Monte Grande. Y funcionó. Se transformó en una película hermosa y ambiciosa que hoy se puede ver en Netflix. Y después, en 2006, nació la productora Haddock Films.
–¿Cómo fue que empezó tu relación con la gente de Netflix?
–Mi vínculo con Netflix fue lindo y progresivo. Empezamos con una película que era una cooperación entre institutos de cine: La noche de doce años, sobre los años de encierro de Pepe Mujica. Faltaba una parte de financiamiento, así que nuestros coproductores de España hablaron con personas de contenido de Netflix de América Latina. Les interesó, pusieron un adelanto en la distribución y ahora tienen la película en la plataforma por una cantidad equis de años. Ese fue el primer contacto y la verdad que nos fue muy bien. Después vino Alejandro Hartmann con la idea de Carmel, un proyecto que jamás se hubiera podido hacer antes de que las plataformas se interesaran, porque un documental nunca iba a poder reunir los recursos económicos para esa cantidad de entrevistas y reconstrucciones. Ahí tomamos contacto con el equipo de contenidos documentales de Netflix en Estados Unidos, les pitcheamos el proyecto y se interesaron. Conseguimos poder hacerlo como quisimos, se estrenó y fue un exitazo. Y después vino El fotógrafo y el cartero, sobre el crimen de José Luis Cabezas, que hicimos también con Hartmann.
–¿Cambiaron las plataformas la manera de producir?
–Lo que pasa con el documental es que tenía unos condicionamientos económicos muy fuertes. No sé si mucha gente comprende lo profundamente que un documental puede afectar a una sociedad si es visto por una masa crítica de gente. Y eso es lo que hace Netflix: poner una historia en boca de todo el mundo, lo que para el género resulta extraordinario. No digo que antes no se hicieran cosas buenísimas. Pero a la hora de tener un impacto en la sociedad y modificar la realidad, que es lo que en el fondo los documentalistas buscamos, la capacidad de penetración de las plataformas no la tiene nadie.
–¿Y las narraciones en sí? ¿Siguen por ejemplo el mandato del algoritmo respecto de “a los cinco minutos tiene que pasar tal cosa”?
–Eso es fantasía. Cierta vez un gran productor francés dijo esto: “el contenido que producís está directamente vinculado a la fuente de dinero que usás para producirlo”. Alguien que pone plata para tu película algún interés tiene y en algo va a condicionar. Condiciones hay siempre, y de hecho no tener plata también condiciona. Antes de Netflix trabajé con Disney, con Warner, con Fox. Y en todos los casos algún tipo de condición hubo. Si querés hacer una película grande y te la financia una distribuidora internacional, probablemente te diga: “me gustaría que haya actores conocidos”. Tal vez hasta te pase el nombre de los actores con los que quiere que trabajes, y vos dirás sí o no. Son modelos de producción y formas genuinas de conseguir dinero. Pero no es que te dan unos millones y te dicen: “Hacé lo que se te cante”, justamente por eso es tan difícil lograr que te produzca una plataforma. Ahora bien: eso no quiere decir que esté todo digitado. Hace años que vengo haciendo ficción y documental con Netflix, y lo que tengo con ellos son diálogos con personas inteligentes, sensibles y capaces que entienden lo que la plataforma necesita y saben lo que funciona. Por supuesto que miran los guiones, el material del día, los cortes. No serían buenos productores si no lo hicieran. Pero aparte: si te dijeran que si a los cinco minutos de la película no pasa equis cosa la gente la deja, eso es un dato. ¿Vos querés que la gente la deje? No. Entonces tal vez hacés que lo que pasaba en el minuto seis pase en el cuatro. No perdiste mucho, y ganás espectadores. Siempre que me digan algo que me ayude a captar espectadores, lo escucho. Después podemos discutir si va a o no con la historia. Pero lo escucho.
–Fuiste muy crítica de esta gestión del Incaa y estuviste este año dos veces en el Congreso exponiendo contra la Ley Ómnibus. ¿Qué problemas ves?
–Si el Incaa no financia determinado tipo de películas, esas películas ya no se van a hacer, porque las plataformas, que tienen otro objetivo, no van a ocupar ese lugar. Y las nuevas voces no van a aparecer. Si buscamos a la próxima Lucrecia Martel, una de las directoras que más nos ha representado en el mundo, difícilmente surja, salvo que hablemos de un millonario que se pague sus propios proyectos. Pero esas películas “de festivales” son las que hacen crecer un lenguaje y generan nuevas voces. Si vos ves el primer corto de Lucrecia, Rey muerto, si el Incaa no se lo hubiera producido seguramente nunca lo hubiera hecho. O el primer corto de Bruno Stagnaro, o el de Damián Szifron. Todos tuvieron una primera posibilidad a partir de unos recursos ínfimos que les dio el Estado argentino, y lo que le devolvieron no tiene proporción en dinero, en reconocimiento, en estar en el mundo. En todos los países, incluyendo Estados Unidos, hay un fomento de la industria audiovisual, porque implica una actividad costosa que a la sociedad le devuelve un montón generando movimiento, trabajo, impuestos, ventas internacionales y actividades conexas. Y cada vez que una película no tiene participación del Incaa es una película extranjera, aunque se filme acá.
–¿Y hasta ahora cómo era?
–Jorge Coscia dijo una vez en una reunión con productores: “Ustedes no pueden pretender que el Instituto les pague el ciento por ciento de su financiación. Esto es solo un apoyo inicial”. Yo lo entendí clarísimamente y lo que toda mi vida hice fue gestionar recursos conectados. Sabés que a partir del Incaa podés tener una parte de dinero, al terminar la película y después de cumplir una cantidad enorme de requisitos. Pero con eso le hablás a un coproductor internacional y le decís: “Yo quiero hacer esta película argentina…”.
–¿El secreto de sus ojos te parece una película española?
–Por supuesto que no. Pero económicamente hablando, es una película española. Porque en la coproducción el 60 por ciento de la plata lo puso España y el 40, Argentina. Sin embargo, es una película argentina. Y al Oscar lo tenemos en la Argentina.
–Hablemos del Oscar, ¿cómo fue todo el proceso?
–Todo empezó cuando me dijeron “Mirate este guion de Juan”. Llegué a casa y me lo leí en una noche. Me dio una emoción que no me voy a olvidar nunca. Y me dije: “Si un guion que estoy leyendo como productora, pensando cuánto va a costar, me hace caer las lágrimas, esto va a ser una bomba”. Ya sabíamos que iban a estar Ricardo Darín y Soledad Villamil. Después vi todo el proceso de caracterización que Juan hizo con Guillermo Francella. Y Juan, que es un grandísimo director de actores, logró esa especie de sinfonía mágica. Hicimos el plano secuencia de la cancha que fue una maravilla que solo él era capaz de imaginar.
–¿Cómo fue cuando llegó la nominación?
–Nos dio una especie de locura. Recuerdo esos días como un delirio de viajes en avión, los premios Goya, hacerme un vestido con Pablo Ramírez. Algo que me daba risa, y a la vez unos nervios bárbaros. Allá éramos una banda de argentinos haciendo barullo en Sunset Boulevard. Hay muchos eventos en la Academia alrededor del Oscar, entonces pasaban cosas como que te cruzabas a Meryl Streep y te preguntaba por tu película.
–¿Y el día de la ceremonia?
–A las 15 te venían a buscar con una limusine, todo estaba pautadísimo: a las cuatro llegabas, tenías que hacer la alfombra roja y las entrevistas. Ricardo y Soledad no habían podido ir. Entonces lo llamé a Guillermo y le dije: “¿Querés venir?”, y él me respondió: “¡Obvio!”. Pero ese día a él y a mí nos habían dado unos asientos alejadísimos del escenario, y entonces se fastidió y quería irse al hotel. “Ni loco te vas –le dije–, porque vamos a ganar y vamos a subir a recibir ese premio”. Así que nos ubicamos en nuestros lugares arriba de todo en el teatro, y lo que hicimos fue empezar a bajar cuando faltaba poco para que presentaran el premio a la Mejor Película Extranjera. Y era un lío, porque estaba todo lleno de seguridad y ni él ni yo hablamos inglés, así que como pudimos nos fuimos haciendo entender con los guardias de cada piso. Guillermo les negociaba, y al final logramos quedarnos paraditos en la puerta de donde estaban las plateas. Juan estaba ahí con su mujer, y cuando nos nombraron salimos corriendo, nos entregaron el premio (Quentin) Tarantino y Pedro Almodóvar. Al otro día era mi cumpleaños. Y cuando volvíamos a la Argentina, desde la cabina anunciaron que en el vuelo viajaban los ganadores del Oscar y todo el avión nos aplaudió. Una experiencia de esas que se viven una vez en la vida.
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