Adelanto de libro. El estado actual de los varones
Fragmento del nuevo libro de Sergio Sinay, sobre qué les pasa a los hombres en la era del feminismo, Reflexiones sobre cómo se sienten y qué lugar consideran que ocupan
La rabia puede subsistir sin el perro que la porta y la única solución radical no es posible: matar a todos los perros. Porque el problema, después de todo, no es el perro. Es la rabia. De ahí que, pese a todas las protestas, denuncias y movimientos contra la violencia masculina ejercida sobre mujeres, esa violencia no decrece y los femicidios continúan a la orden del día. Matar a todos los hombres (Macho muerto no viola) significaría acabar con la mitad de la humanidad sin haber entendido la génesis, las raíces, la complejidad y la proyección del problema. Un genocidio basado en un malentendido que, a lo sumo, podría satisfacer durante un breve tiempo resentimientos de orígenes oscuros. Los femicidas, los abusadores, los acosadores, los violadores representan a un grupo de varones, pero de ninguna manera a todos los varones. Son los que carecen de recursos para gestionar sus emociones, los portadores activos de mandatos ancestrales enquistados en el inconsciente colectivo masculino, los que mejor representan los efectos tóxicos de esos mandatos. Son portadores de una ira brutal, que no conoce ni admite metáfora. Pero ellos no son todos los hombres.
Los modelos, mandatos y protocolos tradicionales y ancestrales de la masculinidad (la feminidad tiene por su parte los propios) mandaban, y siguen mandando, a bloquear las emociones y cualquier signo de vulnerabilidad. Esos mismos mandatos establecieron que quien aspire a ser confirmado como hombre debe ser un competidor imbatible, un guerrero feroz, un luchador impiadoso, un productor a destajo, un semental inagotable, un conquistador inconquistable. Un ganador en todos los frentes. Y debe serlo en cualquier ámbito, tanto los privados como los públicos, los íntimos como los sociales. Debe serlo a la vista de todos todo el tiempo. Quien sale al mundo con esas obligaciones no puede mostrar vulnerabilidad, no puede dejar de estar alerta, no puede perder. En ese modelo mental las emociones debilitan, abren grietas en las murallas defensivas, rasgan las armaduras. Las emociones distraen, quitan fuerzas que se necesitan para las batallas, ablandan, endulzan, provocan dudas, sacan de la asertividad, relativizan. Quien abre la caja fuerte de sus emociones y les permite circular está en peligro. Mucho más si lo hace ante otros varones, sus potenciales adversarios, enemigos o competidores. Ni hablar si eso ocurre ante mujeres o hijos, seres que, en esta concepción, son débiles y dependientes por naturaleza. Por lo tanto, doble vuelta de cadena y doble candado para resguardar esa caja fuerte. Varón bloqueado es varón (aparentemente) seguro.
Pero ocurre que, así como no se puede dejar de respirar, tampoco es posible despojarse de las emociones. Son parte constitutiva de la naturaleza humana. Se trata de energías que, al expresarse, ponen en evidencia estados de ánimo, necesidades, deseos, dolores, esperanzas, modos de estar en el mundo y de vivir las circunstancias de la existencia. Toda emoción es portadora de un mensaje que a veces resulta visible y a veces debe ser decodificado. Pero que no debe ser desoído. Somos seres emocionales que razonan, como bien lo define el psicólogo israelí Daniel Kahneman. Cuando emoción y razón actúan en equipo, complementándose, tenemos una visión más clara y profunda de nuestra interioridad y una mirada más amplia y comprensiva del mundo que habitamos. Y florece la empatía, porque solo puede ser empático (es decir, capaz de comprender y compartir la emoción del otro) quien se conecta con sus propias emociones, las experimenta y las entiende. Si, en caso contrario, la razón actúa para reprimir la emoción, se produce una disociación cuyo resultado es el bloqueo emocional, la ataraxia, eso que los filósofos epicúreos describían como un estado de tranquilidad que no es interrumpido por emociones ni sentimientos. O aparece, peor, la alexitimia, una patología caracterizada por la incapacidad de conectar la palabra con las emociones y, por lo tanto, de acceder a estas últimas. Ataraxia y alexitimia bien podrían ser consideradas como características de la masculinidad tradicional, fiel a mandatos ancestrales. El modelo de masculinidad al que responden los varones violentos, machistas, los femicidas, los abusadores, los violadores.
LAS MUJERES DE SUS VIDAS
¿Carecen estos varones de sentimientos, están privados de emociones? Por supuesto que no, desde el momento en que son humanos. Que los bloqueen, repriman y nieguen no significa que carezcan de ellos. ¿Qué hacen, entonces, con esos sentimientos y esas emociones? Los filtran y expresan a través del único conducto emocional “legalmente” permitido en el espectro tradicional de la masculinidad. La ira. Un varón enojado, furioso, iracundo, rabioso, colérico es un individuo de cuya masculinidad nadie dudará jamás. Un hombre tomado por esa emoción es siempre un hombre. No hay sospecha de debilidad allí. Se vuelve temible, habría que pensarlo dos veces antes de enfrentarlo, es un volcán en erupción que escupe testosterona hirviente. La ira es la emoción oficial del varón, la autorizada a través de los mensajes que recibió mientras crecía y veía actuar a otros hombres, de los que tomaría modelos de comportamiento. Esta única dimensión emocional es la válvula de escape para todas las otras emociones que lo habitan y que buscan y necesitan canales de expresión.
Lo cierto es que las emociones mal gestionadas, mal digeridas y reprimidas intoxican a las personas, a sus vínculos y a su entorno. La ausencia de modelos funcionales de gestión de las emociones provistos por otros varones (padres, familiares cercanos, adultos mayores desde distintos roles y funciones) convirtió a generaciones enteras de varones, con las excepciones del caso, en analfabetos emocionales dependientes en ese rubro de las mujeres (madres, hermanas, novias, esposas, amantes). En la vivencia cotidiana tuvieron más contacto con la emocionalidad femenina que con la propia. Vieron a las mujeres cercanas llorar, entristecerse, dudar, temer, alegrarse de manera espontánea y, en general, expresar esas emociones sin pudores. Lo “natural” fue que, durante su crecimiento y desarrollo emocional, tuvieran más interacción con sus madres, hermanas, abuelas, maestras, niñeras y tías que con sus padres, y que fueran ellas a menudo sus confidentes, confesoras o consejeras. Tal dependencia, como todas las dependencias, fue generadora de un resentimiento soterrado, encubierto bajo formas anómalas y a menudo patológicas de “amor”. Ese resentimiento es una bomba de tiempo que a menudo, y por motivos diversos, estalla como violencia física o verbal.
De modo, entonces, que el miedo se expresa como rabia, la tristeza aparece como bronca, la duda se manifiesta como ira, la vergüenza se disfraza de cólera, la impotencia se traduce en violencia. Ante todo eso, es posible y probable que los demás le teman, que se alejen de él (aun sus seres más queridos y aquellos de los que más necesita), que, en definitiva, quede solo mientras nadie entiende el porqué de su reacción. Pero su masculinidad estará a salvo, no habrá razón alguna para ponerla en cuestión. El médico y psicoterapeuta estadounidense Jed Diamond definió este estado de los varones como Síndrome del Hombre Irritable (SHI). Lo define como “un estado de hipersensibilidad, ansiedad, frustración y enfado que se produce en los hombres y que se asocia con cambios bioquímicos, fluctuaciones hormonales, estrés y pérdida de la identidad masculina” [El Síndrome del Hombre Irritable, Amat Editorial, Barcelona, 2006].
Diamond, quien creó y conduce el programa de salud Men Alive, dirigido a varones, encuentra cuatro emociones como componentes básicos del SHI. Una de ellas es la hipersensibilidad (estar permanentemente al borde de la explosión por cualquier motivo), otra es la ansiedad (incertidumbre y miedo no confesados ante situaciones reales o imaginarias que se viven como amenazantes), la tercera es la frustración (sensación permanente de no conseguir los resultados exigidos o autoexigidos, lo que se vive como derrota) y la cuarta es el enojo (emoción compleja que puede presentarse de manera vociferante o silenciosa, fuerte sentimiento de disgusto u hostilidad que puede terminar en violencia, agresión o suicidio).
El doctor Diamond sabe de qué habla. Con enorme coraje confiesa en su libro que su propio padecimiento de SHI, el cual lo llevó a estudiarlo, estuvo a punto de destruirlo a él y a su familia. “Cuando estaba en mis momentos de mayor irritabilidad era también cuando más infeliz y bajo de ánimo me sentía”, según cuenta. “El corazón me pesaba. Mis sentimientos y pensamientos giraban hacia adentro, en una espiral sin fin de dudas e infelicidad. A pesar de que solía aparentar que no pasaba nada, en mi interior me sentía frustrado, infeliz y desesperado”. Una conmovedora descripción de lo que ocurre en el interior de las fortalezas blindadas, pretendidamente a prueba de emociones, que una masa crítica de varones construye para cumplir con el modelo masculino que la sociedad validó, y continúa validando, como el único aceptable en ámbitos decisivos, influyentes y determinantes. Atrapados en su propio bunker psíquico, sin haber aprendido a gestionar el amplio abanico de las emociones humanas, un grupo grande e importante de varones emerge de allí a fuerza de violencia y de golpes, enceguecidos y furibundos, trenzándose a cada paso en brutales riñas con otros varones o embistiendo contra las mujeres. Asesinándolas cuando ellas se niegan a ser el objeto a su disposición (doméstica, sexual, laboral) que se les prometió y aseguró que serían. Los violadores, los femicidas, los golpeadores no nacen, se hacen. Si nacieran se solucionaría matándolos en la cuna o apenas comenzaran a andar por el mundo. Posiblemente es la idea que orienta la consigna Macho muerto no viola. Consigna que solo puede nacer de otro tipo, también tóxico, de analfabetismo emocional.
FIERAS ENJAULADAS
Jed Diamond, tras años de trabajo con varones portadores del SHI y consigo mismo, sabe que la sanación no es automática, que toda transformación real es un proceso que exige descender al lodazal más oscuro y nauseabundo y que solo desde allí se puede iniciar la alquimia de la transformación. El camino para recorrer va de la irritabilidad al amor, asegura. Y se aprende a amar siendo amado. Demasiados varones y mujeres nos lastimamos continua y mutuamente por haber carecido de ese aprendizaje, y esa ignorancia nos convierte en víctimas y victimarios. Claro que tiene que haber sanción para los femicidas, los golpeadores, los violentos. Es una cuestión elemental de justicia, porque donde no hay justicia no hay reparación y donde no hay reparación no hay sanación. Mientras se imparte esa justicia es fundamental que haya educación amorosa, que nos las impartamos entre todos en los lugares que compartimos, donde convivimos, donde soñamos, donde hacemos el amor, donde creamos, incluso donde atravesamos nuestros dolores. Una educación en la cual cada uno, cada una, debe ser maestro del otro, de la otra. Una educación cuyos frutos van a tardar mucho tiempo, acaso generaciones, en aparecer. Porque llevó mucho tiempo y muchas generaciones construir el extendido analfabetismo amoroso que hoy nos enfrenta y nos lastima.
Vuelvo a decirlo. Los varones violentos, furibundos, los que matan y golpean no representan a todos los hombres, y ni siquiera son la mayoría de nosotros. Pero son los más visibles, los más dañinos. Además, a la luz del vigoroso despertar de las mujeres, se sienten a su vez acosados, arrinconados como la fiera rabiosa que, como único escape, salta sobre el cuello de aquellos a quienes ve como sus enemigos, en especial la mujer más cercana, la más conocida, la que alguna vez dijo amar. Esto no es una justificación, por si alguien no entendió lo que vengo exponiendo. Es la explicación de una conducta. Y no está expuesta desde atrás de un vidrio, como lo haría un observador externo. Soy varón, he nacido y me he criado en esta sociedad, he mamado de esta cultura, conozco de cerca a estos y a otros varones, he convivido con ellos, he trabajado con ellos en mi exploración de los pliegues más profundos y complejos de la masculinidad. Los he escuchado, me he trenzado con varios. Me han sacado de las casillas y algunos, en ciertos momentos, también me han conmovido, me hicieron comprender que ellos son las partes más brutales y sombrías, la expresión trágica, no trabajada, no tallada, de la agresividad que todos llevamos dentro.
Sin agresividad, entendida como decisión para emprender una tarea o enfrentarse a una dificultad, no hay vida. Si un bebé carece de agresividad no atraviesa el canal de parto. Sin ella no se abren túneles en las montañas para comunicar comunidades aisladas, no se elevan catedrales, no se apagan incendios, no se rescatan vidas en peligro, no se explora el espacio, no se embalsan aguas que podrían inundarlo todo, no se hace el amor, no se abren pimpollos, no se elevan los árboles para buscar la luz. La agresividad es una energía que nos constituye. Otra cosa es la violencia. La violencia es la agresividad que no encontró canales fecundantes. En lugar de crear, destruye. Entre agresividad masculina y violencia masculina hay un abismo de distancia. Los varones violentos expresan de una manera distorsionada un aspecto natural de la masculinidad. Pero no representan a todos los hombres. Hay otros grupos, y creo que es importante describirlos y conocerlos, sobre todo en estos tiempos de juicios generalizadores, de escraches fáciles, de pensamiento simplificado y plano, de fanatismos y fundamentalismos, de pensamiento “correcto” y autoritario.