Manuscrito. Al encuentro del Principito
La lluvia no es del todo bienvenida los días de vacaciones en la playa, no si la estadía es de una semana y el plan de veraneo incluye niños. Pero a veces las cosas pueden ser distintas y el mal tiempo dar paso a una experiencia fuera de programa, inesperada. Un día de esos, cuando ya habían pasado varias horas de repiqueteo incesante sobre la gran pileta del jardín –qué redundancia el bautismo sobre el agua, que genera cierta hipnosis: las gotas caen y el eco de la circunferencia sobre la superficie pareciera abrirse, del centro hacia el borde, al ritmo de la música–, agarró un buzo, lápiz y papel, y avisó que no la esperásemos para merendar, que tenía algo que “investigar”. Se fue por los pasillos del hotel, subió las escaleras del ala más antigua del edificio, se metió en la cocina, preguntó a las mujeres de la limpieza, se asomó a la recepción y de vuelta sacó una foto del tablero donde cuelgan las llaves: 10, 11 y 13; R, S y T. “Faltan puertas, no están por ninguna parte”, concluyó. La pregunta por el cuarto 51 no tardó en llegar.
La histórica habitación del primer piso que ocupó Antoine de Saint-Exupéry cuando se alojó en el Viejo Hotel Ostende se conserva como entonces. Está abierta a los huéspedes que quieran conocerla y a turistas curiosos que se acercan con tiempo para que los acompañen en el paseo espontáneo. De tanto verla en más de veinte años de huésped se pueden recordar las manchas que dibuja el despintado verdoso sobre el hierro del armazón de la cama, a la altura del respaldar con los cisnes; más escenográfica, la disposición de una silla de madera con esterilla y la mesa de luz, a un lado; del otro, un mueble con espejo donde apoyar la bacha y el antiguo jarrón de porcelana. Pero en la infancia los recuerdos se construyen a repetición y cuando el tiro es corto –es decir: los años, pocos, once en este caso– puede que la memoria no haya grabado tan claramente una visita sobre la otra a ese cuarto sobrio, pequeño, con olor a mar, que balconea en un lateral. “¿Vamos a verlo?”.
Loco de los médanos, cuando el aviador aterrizó en las arenas de la costa argentina había cumplido los 29. Volvió dos años más tarde, en 1930. Faltaba más de una década todavía para que escribiera su obra cumbre –de hecho, El principito se publicó poco antes de la muerte del francés en 1944–. No conoció el éxito ni la devoción que su hombrecito rubio, la rosa, el zorro y el asteroide B612 generarían en todo el mundo. Sin embargo, la tradición oral menciona unas anotaciones sobre una hoja con membrete del Viejo Hotel y hace pensar que ya tenía la historia en la cabeza. ¿Podrían ser esos apuntes un eslabón perdido de la muestra que llegó en estos días a Francia como un evento extraordinario?
Por primera vez el manuscrito original y las acuarelas de Saint-Exupéry están en un museo de París. La exposición Al encuentro del Principito, que reúne más de 600 de objetos del autor entre bocetos, fotos, poemas y correspondencias, se abren con el encanto de un tesoro literario. El francés escribió su novela corta –uno de los libros más vendidos y traducidos de la historia– entre junio y noviembre de 1942 en Nueva York, y desde entonces el manuscrito no salió de los Estados Unidos. Se lo había dejado a su amiga Silvia Hamilton antes de abordar un avión por última vez en su vida. Fue ella quien lo vendió a la Morgan Library & Museum en los años ‘60, la institución que ahora lo prestó al Museo de las Artes Decorativas francés.
Aventureros a otra escala, amigos y familiares traen de sus excursiones trasatlánticas nuevas piezas para la memorabilia doméstica dedicada a Le petit prince. Ediciones en diferentes idiomas, tazas, agendas, troquelados, figuras de resina, bolsos con reproducciones de sus pinturas, postales, imanes. La tienda del museo en casa acaba de recibir su último ejemplar: una libreta edición limitada que salió de Italia a Estados Unidos antes de aterrizar en la Argentina. Todas rutas que Saint-Exupéry conocía muy bien.
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