Alta Fidelidad: Retrato de David Bowie con bermudas
En los 60, León Ferrari (1920-2013) realizó una obra memorable. Él, que no sabía pintar, abarcó toda la superficie de un lienzo escribiendo cómo sería el cuadro que le hubiera gustado poder pintar. Fue una de las piezas más destacadas de la serie llamada "cuadros escritos" y hoy es considerada una obra pionera del conceptualismo latinoamericano. Bien, siguiendo a León, aquel viejo punk de melena encanecida y suaves modales a mí me hubiera gustado tener el don de la pintura, al menos del dibujo, para llevar a cabo un retrato de David Bowie en bermudas color caqui, camisa y un cigarrillo light colgándole de la mano. Lo hubiera pintado así como lo vi en el vestuario del estadio Ibirapuera de San Pablo, en noviembre de 1997, antes de que viniera por segunda (y última) vez a Buenos Aires para tocar su nuevo disco Earthling, uno que lo mostraba subiéndose al tren de los raros peinados nuevos de la electrónica. Este jueves Bowie hubiera cumplido 73 años, quien sabe si lo hubiéramos encontrado activo en la música pop tratando de situarse en la frontera de lo nuevo (si Bowie viviera sería una app). ¿Hubiera podido? Tal como se dieron las cosas, todo parece indicar que su propia muerte, en coincidencia con la salida de un álbum inescrutable como "Blackstar", fue la mejor manera de llevar a cabo una promesa que hizo en voz alta aquella vez en San Pablo: "Prefiero morirme antes que convertirme en un clásico".
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Hubiera querido poder pintar a Bowie en bermudas color caqui (en noviembre de 1997 los celulares no eran cámaras de fotos) porque razones extrañas hicieron imposible que guardara para el futuro, para ahora mismo, su voz, que me resultaba, ahí en el vestuario, increíblemente parecida a la del actor irlandés Pierce Brosnan. Había probado el grabador antes de salir del hotel y funcionaba perfecto. Esperé a Bowie una hora en ese lugar que apestaba de olor a amoníaco y volví a hacer la prueba, todo bien. Pero debió haber sido un fenómeno del magnetismo lo que hizo que a los pocos minutos de empezar a hacerle preguntas a David Bowie, el grabador, uno de minicasettes, se detuviera. La estrella, el alienígena al que ahora enfrentaba face to face, registró mi ansiedad y preguntó si algo andaba mal con la máquina. Le dije que sí y me lo pidió para revisar el portapilas. Ahí podría haber ejecutado otra pintura: el retrato de David Bowie como un técnico electrónico. Por unos minutos que parecieron eternos (las estrellas nos brindan un instante de su eternidad) tuve frente a mí a Bowie con el cigarrillo light colgándole de la comisura del labio como tantas veces había visto en el colegio industrial a los profesores de electrotecnia fumando frente a un televisor desarmado en el taller. Bowie devolvió el grabador funcionando hasta que, ops, otra vez la energía o vaya a saber qué detuvo su motorcito. Elegí seguir adelante poniendo en práctica un consejo sabio del sabio Rafael Squirru. "No grabes ni tomes nota: escuchá y prestá mucha atención a cómo te dicen las cosas. Luego estarás más libre para escribir y la libertad en la escritura es lo más importante". Entonces nunca tuve en un minicasette la voz de David Bowie pero sí el recuerdo imborrable de haber visto al hombre que fue Ziggy Stardust, Aladdin Sane o el Duque Blanco en bermudas color caqui, zapatillas, una camisa larga, un ojo como desviado, dientes desparejos y amarillentos, un cigarrillo light atrás del otro. Y si pudiera lo hubiera dibujado apenas salí electrizado de ese vestuario al que Bowie definió con una palabra cuando llegó del hotel Maksoud Plaza y pidió un café negro para empezar la entrevista. Bowie dijo entonces, mirando alrededor, "terrific" que en inglés puede significar "terrorífico" o "fabuloso". Si hubiera podido pintar, al fin, el retrato de David Bowie en bermudas le hubiera puesto así: Terrífico.