Arte moderno. Altos y bajos del nuevo MoMA
En general, la colección exhibida se ciñe a la "oficialidad" a partir del eje Picasso-Matisse
No se puede juzgar el MoMA (Museum of Modern Art) de Nueva York fuera de su contexto: se trata de la institución más importante para el arte moderno en el mundo. Como tal, está expuesta a demandas crecientes. Cada vez más público desea visitarla y se le exigen nuevos desafíos. Alberga además la colección más extraordinaria que podría haberse formado en la materia, un fenómeno que no se repite en otros períodos de la pintura, cuyas grandes piezas se reparten entre muchos museos.
¿Qué ganó y qué perdió el MoMA con la nueva construcción, estrenada en noviembre del año pasado?
El edificio conserva el espíritu ascético de su antecesor, no compite con el arte, lo cual es una gran virtud. Ganó también espacio, lo que permite exhibir más obras. Mejoró el sistema de iluminación, lo que beneficia su lucimiento. Los baños, además, están asequibles desde cualquier punto. Sin embargo, flota la sensación de que perdió personalidad, se transformó en un ámbito más impersonal. Quizás sea el precio de la relevancia.
En el sector consagrado a los clásicos del modernismo -sabiamente ubicados ahora en los últimos pisos- la muestra perdió ilación. Desde una sala determinada se pueden seguir distintos recorridos optativos. Es cierto que es una forma de distribuir la circulación del gran público. Pero a la vez se rompió una lectura del arte moderno a la cual estábamos habituados.
Si bien aumentó la cantidad de obras expuestas, es como si disminuyera el impacto. Antes, una sola obra decía más de un artista que las tres muy similares entre sí que hoy se exhiben. Faltó imaginación en la curaduría. Apenas dos sorpresas o, mejor dicho, novedades: un cuadro de Gino Severino, Síntesis visual de la guerra, y una escultura en madera de Giacometti. En lugar de sacar de sus riquísimos y atiborrados depósitos obras de artistas menos conocidos pero que hicieron su aporte a la modernidad, optaron por lo "cantado", es decir, más de lo mismo. En general, la colección exhibida se ciñe demasiado a la "oficialidad" en boga, se sigue el eje Picasso-Matisse (hay 18 obras suyas solamente en una sala)-Pollock-Rauschenberg y el recientemente incorporado Rothko; y en escultura con Brancusi y Giacometti, lo que peca de obviedad.
Pero nadie puede negar que al pararse delante del conjunto de los Gauguin y de los Van Gogh -están próximos entre sí-, o de los Klimt, en una sala contigua, se tiene la sensación de estar frente a un grupo de las telas más refinadas que se hayan pintado en los tiempos modernos.
Bajando a los pisos del arte contemporáneo, merece destacarse el aporte de Paty Cisneros, la donación de trabajos de artistas latinoamericanos (de Reveron a Ligia Clark, de Oiticica a Soto) que por primera vez ingresan en la secuencia sagrada que pontifica qué es innovador en el arte moderno, qué es lo que "debe estar" en todo museo que se precie de ser parte de la vanguardia. Sin embargo, esta valiosa contribución resulta insuficiente ante la abrumadora presencia de artistas norteamericanos (los más consagrados con varias obras cada uno, piezas además de por sí de gran porte), como si todo lo importante en el arte contemporáneo hubiera sucedido de este lado del Atlántico y al norte del Río Grande. ¿Acaso no está a pocas cuadras de allí el Whitney Museum dedicado al arte norteamericano?¿No debería el MoMA, con respecto a este período, reasumir una visión más universalista?¿Dónde está Alberto Burri?¿Dónde están Richter o Lucien Freud (la modernidad es también figurativa)?
Es verdad que Cy Tombly y Rauschenberg son genios indiscutidos, pero ¿para qué tantas obras de ellos mientras faltan las de otros artistas de su nivel? Esas ausencias tergiversan una correcta lectura de la contemporaneidad. Sobre todo cuando, desde los años 60 en adelante, es como si el arte estallara en mil caminos, lo que dificulta, también es cierto, establecer una sola secuencia. En todos los sitios del planeta han surgido talentos excepcionales. León Ferrari, con su colosal obra Civilización occidental y cristiana, y Antonio Berni, con alguno de sus extraordinarios collages, podrían estar perfectamente colgados allí. Es más, enriquecerían la muestra. Lo mismo que trabajos de brasileños -¿por qué no un Antonio Días de los años 60?-, de sudafricanos, de españoles, de australianos y de gente de tantos otros lugares. Todos ellos harían la exhibición más moderna, más diversa e imaginativa.
Quizá la escultura esté subrepresentada en las salas, lo que se compensa con el bien logrado jardín de las esculturas, pero a riesgo de que esas piezas queden relegadas en días de lluvia o tiempos de nieve.
Si bien en el anterior esquema ya estaban presentes las instalaciones y el video, en la etapa final del actual recorrido -los pisos mas bajos- la muestra permanente incluye secciones de grabado, de libros ilustrados, de fotografía, de arquitectura y de diseño de objetos, categorías que antes se podían apreciar sólo en exhibiciones temporarias. Se trata de una visión más abarcativa, no sólo la de un museo de arte moderno, sino de la modernidad. Es un proyecto tal vez ambicioso en exceso pero que tiene la virtud de abrirles la puerta a campos que dan para muchos desarrollos ulteriores, no sólo dentro del MoMA, sino para muchos nuevos museos en el mundo.
Con altos y bajos, la visita al nuevo MoMA de Nueva York no deja de ser una cita casi obligatoria para todos aquellos que amen el arte y la modernidad.
*El autor es empresario y co-presidente del Foro Iberoamérica
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