Andrés Neuman: "En la era de la inmediatez, la literatura puede ejercer un contrapeso, defender otros ritmos de escucha y pensamiento"
Un anciano solitario, un hombrecito diminuto que se ha "bunkerizado en sí mismo", regresa a su casa en Tokio luego del accidente de Fukushima. Las mujeres que amó recuerdan en primera persona el pasado de este sobreviviente de otra masacre nuclear. Emergen las voces de Violet, una parisina, la primera novia del señor Watanabe; Lorrie, una periodista neoyorquina; Mariela, una traductora porteña; y Carmen, una kinesióloga madrileña. Estos relatos, o fragmentos de una vida narrados desde una perspectiva construida con emociones, cicatrices y nostalgias, se intercalan con otro relato en tercera persona.
Fractura (Alfaguara), la nueva novela de Andrés Neuman, fue calificada de "monumental", por la editora Pilar Reyes durante su presentación en Madrid. Argentino, radicado en España, el escritor se inspiró en el kintsugi japonés en el que los artesanos reconstruyen las piezas rotas de un objeto de cerámica dañado y al que, en cada grieta, en lugar de ocultar la herida, la subrayan con polvo de oro. Neuman traduce al plano literario esta técnica milenaria para hablar del dolor, de la memoria colectiva, de los desastres nucleares, del poder sublime del lenguaje y del modo en el que un extraño puede llegar a convertirse en familia.
–Demoraste casi siete años en escribir esta pieza. ¿Por qué tanta complejidad?
–Creo que las ideas necesitan reposo y sedimento. En la era de la inmediatez, que nos empuja a pronunciarnos sobre cada cosa al instante, me parece que la literatura puede ejercer de contrapeso, defender otros ritmos de escucha y pensamiento. Los personajes de Fractura hablan idiomas o dialectos diferentes, así que me llevó unos años ir encontrándoles el tono. Fue como ir sintonizando varias frecuencias. Cerraba los ojos, imaginaba que alguien me hablaba en otra lengua y que yo la traducía, superponiendo la escritura a esas voces. Eso me generó una sensación de acorde muy placentera.
–El protagonista es el "señor Watanabe", y no "Watanabe", a secas, ¿qué te genera esta criatura?
–La emoción de un abuelo remoto. Me interesaba mucho jugar con las distancias temporales. Contar las andanzas de alguien desde la juventud a la vejez. Me inquieta nuestra dificultad para imaginar historias fuertes protagonizadas por personas de cierta edad. ¿Por qué escasean las ficciones sobre ellas, si son mayoría demográfica? ¿Por qué no hay más narraciones de su cotidianidad, sus viajes, su vida amorosa? Estamos construyendo un imaginario limitado a una idea cosmética del tiempo. Como si la obsolescencia programada o el Photoshop se hubieran elevado a ideología. En algún punto, el señor Watanabe y las cuatro mujeres del libro fueron una reacción ante estas cuestiones. El apellido del personaje –aparte de muy común en Japón– es el de uno de mis poetas preferidos, el peruano José Watanabe. Eso lo convirtió en un anfibio múltiple. Alguien que anda entre distintas tierras, entre el reino de los vivos y los muertos, la poesía y la novela. Me acuerdo de aquellos versos de Watanabe sobre la extrañeza de la supervivencia: "Estaré yo solo/ y me tocaré/ y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña/sabré/ que aún no soy la montaña."
–¿Cuál fue tu experiencia en Japón? Hay una fuerte documentación de esa cultura.
–Sobre todo investigué. El cine y la literatura japonesas me fascinan desde niño. También las identidades fronterizas de los nikkei, y en general de aquellos que ponen a dialogar orillas en apariencia lejanas. Pienso en Anna Kazumi, Maximiliano Matayoshi, Alejandra Kamiya o incluso en los chicos de Japatonic, un divertido canal argentonipón de YouTube. Todos ensayan diversas modalidades de traducción, algo tan presente en nuestra cultura nacional. Según Wilcock, la Argentina es una inmensa traducción. Me gusta entenderla de esa forma. El Japón de la novela funciona entonces como una especie de isla móvil, un punto de referencia para comparar países supuestamente familiares: Argentina, España, Francia, Estados Unidos… Se trata de un lugar más bien soñado. No quería que sonara turístico. Por eso, a modo de experimento, me propuse invertir el orden tradicional de escritura. En vez de ir a los escenarios reales y transferirle mis impresiones a un alter ego, preferí partir del plano imaginario, narrar desplazamientos ficcionales que me sirvieran de antecedente. Ahora voy a viajar hasta allá siguiendo los pasos del personaje, así averiguo en quién me convierten.
–¿Escribiste primero la vida del señor Watanabe y luego los capítulos de las mujeres que amó o lo hiciste en simultáneo?
–¡Qué buena pregunta! Y apunta a una duda que a mí también me surgió. Primero fui tomando notas sobre todos los personajes a la vez, buscando que sus experiencias se cruzaran y sus identidades se influyeran entre sí. Después, por una cuestión de coherencia musical, me senté a desarrollar las voces una por una, para que no se me escaparan sus tonos. Creo que el contrapunto es uno de los grandes aprendizajes de las novelas. Además de monólogos, permite una saludable polifonía. Eso tiene un valor político que va mucho más allá de lo temático. Escribir desde puntos de vista divergentes y a veces hasta opuestos, asumir voces que a lo mejor nos refutan, supone un ejercicio de ampliación que lamentablemente no abunda por otras vías.
–¿Por qué la memoria colectiva es para vos un elemento superador de la memoria histórica?
–Más que superarla, quizá se trataría de ensancharla como categoría. Para mí una de las funciones más nobles de la literatura es conmover a los muertos y escucharlos hablar. Esa sería la base de la memoria colectiva. En su sentido institucional, digamos, la memoria histórica puede preocuparte o no, dependiendo de tus afinidades electorales. En cambio la memoria colectiva actúa todo el tiempo, te configura en lo familiar y lo social tengas las ideas que tengas. Vivimos reproduciendo o refutando los relatos que heredamos. Y el vehículo fundamental para hacerlo está en el arte. Porque no solo preserva nuestros recuerdos: los funda.
–Hay un concepto muy bello y original en Fractura y es que la gramática (y, por lo tanto, el idioma con el que te comunicás y con el que te educaron) condiciona tu memoria. Y, aún así, la comunicación entre personas de distintas culturas, es quizá más elaborada a la hora de expresar sus sentimientos con nitidez. ¿Es así?
–Ciertamente. En Fractura las relaciones afectivas se van transformando en función del lugar, el idioma o el interlocutor. Los personajes descubren que es posible iniciarse en una gramática extranjera, intuir su lógica, gracias a las equivocaciones que sus hablantes cometen en la nuestra. Quizá porque en las lenguas, igual que en el amor, los errores nos retratan con más exactitud que los aciertos.
Para agendar.
Andrés Neuman presentará Fractura hoy, a las16, en la sala Bioy Casares de La Rural.