Cantos de experiencia
Damián Crubellati y Tomás Fracchia, amigos entre sí y creadores de un arte sin veleidades empresariales, presentan trabajos tan ineludibles como estimulantes
Dos artistas con varias horas de taller en su haber iluminan el mundo del trabajo, el conflictivo paisaje urbano y el oficio del pintor con una mirada laica y al mismo tiempo trascendente. En Sara García Uriburu, la galería situada en un pasaje privado de la calle Uruguay, Tomás Fracchia (Buenos Aires, 1964) expone obras de los últimos seis años. Cultor de la pintura al natural, rápida y diligente, del estudio de las formas y del efecto de la luz en la superficie de las cosas, instaló en la sala paisajes, vistas metropolitanas (desde la esquina de Carlos Calvo y Defensa), retratos y autorretratos. Hay además interiores de sus talleres en la ciudad y en Villa Ruiz, en los que la luz aparece proyectada con una expresión sobrenatural y definida. En Pintores escondidos , una de las grandes obras, una paleta monocroma domina una escena velada por la complicidad entre dos artistas, desafío sesgado a una concepción glamorosa e irritante del "mundo del arte". Un retrato en que un personaje de espaldas se adentra en el camino –obra de años anteriores concluida con un solo trazo amarillo para la muestra– parece reivindicar una tradición bohemia del arte nacional. En los paisajes (imaginarios o entrevistos en un film de Herzog o en un viaje a Traslasierra), el esgrafiado en los volúmenes de los cielos o de la espesura del monte cordobés, casi virados a la abstracción, en un movimiento negativo sobre el óleo, aligera y resuelve la composición. Con la consigna de "pintar lo que se ve", Fracchia devuelve autenticidad y dimensión temporal a su práctica.
En El Serpa Arte, espacio de exhibición fundado por cuatro pintores, Damián Crubellati (Buenos Aires, 1968) expone el lado B de su obra. Trabajos de la década de 1990 y otros recientes –como las tres esculturas con visos ceremoniales o sagrados hechas en madera de plátano y en piedra– compendian veinte años de investigación y creación pictóricas. Distribuidas en dos salas, según predomine en las obras la temática o la técnica, son la competencia y la sensibilidad artísticas las que pronto se imponen. Tanto en su serie de colectivos y de subtes atestados –con personajes reconocibles y otros fugados de leyendas– como en las naturalezas muertas que cuentan historias de amistad o de supervivencia en el exterior ( Hucha , de 1996, fue terminada con las monedas inservibles que le arrojaban los transeúntes parisinos cuando él hacía dibujos callejeros a contrarreloj); en la atmósfera de Taller familia o en la impactante crónica en imagen Que se vayan todos , obra ejemplar de 2001 compuesta en el fragor de la protesta popular, Crubellati ajusta potencia visual, testimonio y emoción. Considerado ya un maestro en la ejecución de técnicas tradicionales como el temple al huevo y el dorado a la hoja, también reformula procedimientos de la pintura medieval. En El hombre y las gárgolas , el cromatismo simbólico desviado y el cambio de dimensiones según la importancia del personaje representado (en este caso, ni un santo ni una Virgen, sino un hombre común y corriente acosado por el mal) producen nuevos e inquietantes significados. Herramientas , un trabajo en lápiz que Crubellati concluyó luego de la construcción de su casa, resume y comparte una poética personal similar a la de un canto de experiencia: el taller del artista es el mundo.