Carcajada contra una época
ENFERMO del "mal francés", expresión eufemística por sífilis que cuadra muy bien en este caso (si se la toma también en un sentido más literal), Baudelaire viaja a Bélgica en 1864, tal vez por razones económicas, tal vez para no exhibir en su ámbito la decadencia física y el padecimiento. Permanece allí dos años, y regresa, casi agonizante, a París, donde recibe los últimos sacramentos y muere.
A lo largo de aquella estadía, el poeta concibe un libro, toma numerosos apuntes, recopila y subraya recortes periodísticos. El resultado es Pobre Bélgica , una suerte de extenso ensayo inconcluso y fragmentario (a veces repetitivo por falta de revisión), un conjunto de observaciones absolutamente exentas de impresionismo superficial, una lúcida diatriba que toma a Bélgica, más que como tema, como excusa para descargar por elevación andanadas contra las estupideces de la época. Una época que, en más de un sentido, aún perdura.
Y es acaso esa desaforada lucidez, que no pierde actualidad, la que provocó que este libro sólo se publicara entre un conjunto de obras póstumas veinte años después de la muerte de su autor, y en forma expurgada. Posteriores ediciones, cada vez más respetuosas del original, causaron el desagrado o el malentendido de escritores como Gide y Sartre. Esta traducción, revisada, prologada y anotada por Américo Cristófalo y Hugo Savino, es la primera que se realiza al castellano, siguiendo la más reciente edición francesa.
Baudelaire, también crítico de arte, fue invitado en Bruselas a dar una serie de cuatro conferencias sobre esa materia. La primera, referida a Delacroix, tuvo buena resonancia. A la segunda sólo asistieron veinte personas, y muchas fueron retirándose. La tercera y la cuarta se pronunciaron ante una sala vacía.
En "El albatros", uno de los poemas de Las flores del mal más frecuentemente recordados, Baudelaire identifica al poeta con esa ave: majestuosa en el vuelo, torpe con los pies sobre la tierra. Su mirada sobre Bélgica, que es para él un país extranjero pero no del todo, tiene más bien la agudeza (y la ferocidad) de la de un águila. Entre otros tópicos, se encarga de desmentir ciertos lugares comunes elogiosos acerca del país en cuestión: la libertad, la limpieza.
Baudelaire mira con una carcajada amarga, ácida, corrosiva a los belgas que, sostiene, se ríen de todo menos de lo verdaderamente gracioso. Encuentra grosería, falta de galantería, "desconfianza universal" (índice de "inmoralidad general"), incapacidad para la apreciación estética, mal uso del idioma francés, impiedad en materia religiosa, gregarismo ("Se piensa en montón. Es decir: no se piensa"; "Los belgas forman sociedades para encontrar una opinión... Por lo tanto, todo disidente obra de mala fe").
Al oponerse a la idea de la anexión de Bélgica a Francia ("ya tenemos suficientes tontos"), Baudelaire sugiere en cambio que no le disgustaría una razzia con el fin de llevar al Louvre las obras de arte de aquel país, que no las aprecia. Como afirman los prologuistas, hay en algún punto "una visión que sitúa motivos de crueldad, de desprecio racial. Sin embargo, no hay en el arte baudeleriano de injuriar ninguna tentación homicida. Es odio formalizado en insulto: principio verbal".