La arquitectura sueña con el futuro, pero también con el modesto gesto de habitar el hogar; un diálogo entre lo cotidiano y la belleza para el que no hay otra regla que la libertad creativa y el disfrute de la intimidad
Todo empezó, se supone, con el fuego, la risa, la palabra. Alguna que otra herramienta. Y unos trazos de color que una mano primordial imprimió al abrigo de una cueva. Porque fue entonces, cuando el fuego, la risa y la palabra relumbraron mejor en el cobijo, que el primer artista desplegó su gracia. Y el lugar que hasta ese momento era simple refugio comenzó la marcha hacia lo que, mucho tiempo después, se llamaría hogar.
"Una vivienda cumple el papel de ‘molde psicológico’ –escribe la periodista suiza Mona Chollet en esa maravilla que es el libro En casa–. Si son bellos y acogedores, los lugares en que vivimos tienen el poder de cimentar lo mejor que hay en nosotros".
Chollet no habla de mera decoración o inalcanzables ideales estéticos; piensa en términos de habitabilidad, de regreso a un interior –una intimidad– demasiado empobrecido a expensas del vendaval exterior que es la vida en las redes, los apremios de la velocidad, la severa restricción de vivir en pos de la agenda.
Feminista y a mucha honra, Chollet reivindica un adjetivo sospechado de cursi: hogareño. Podría pensarse que se llevaría muy bien con varios de los arquitectos mencionados en este suplemento.
Los arquitectos diseñan casas, vaya obviedad. Pero también las habitan, y habitar un lugar –sigamos en la senda de Chollet– no es lo mismo que vivir en él.
Los arquitectos diseñan casas, vaya obviedad. Pero también las habitan, y habitar un lugar no es lo mismo que vivir en él
Arquitecto, pintor, urbanista, escultor y teórico, el suizo Le Corbusier, aquel que aseguraba que la arquitectura "es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes reunidos bajo la luz", atisbó un arte de construir espacios con el que, además, pretendía construir futuro. Plasmó sus ideas en superficies deslumbrantes, amplias, limpias, deudoras del espíritu de la modernidad y sus más desarrollados recursos. Y eligió, para el último tramo de su vida, un hogar de impronta muy diferente a la de las grandes obras que lo hicieron célebre.
En Francia se la conoce como el "cabanon", y es una cabaña minúscula, sobria, exquisitamente funcional. Una casa de equipaje liviano, sumergida en el cielo de la Costa Azul, rodeada de verde y cercana al mar que Le Corbusier amaba y en el que cada día, hasta el final, se sumergía para un gozoso chapuzón.
Otro emblema de la arquitectura moderna, el argentino Amancio Williams, se crio en una casona de estilo clásico, rebosante de los detalles que él y su generación aspiraban a dejar atrás. Pero, aunque sus creaciones estuvieron muy lejos de ese estilo, jamás renegó de la casa de infancia; incluso volvió a ella de adulto y allí, entre sus ambientes elegantes, soñó los proyectos con los que, como Le Corbusier, aspiraba a allanar el camino hacia el porvenir.
Puede haber escuelas arquitectónicas, estilos, pautas estéticas. Pero no hay reglas para habitar el lugar propio. Se trata de un arte cotidiano, pequeño, continuo. Conocido por aquel que reserva un espacio de tiempo y un rincón del hogar para detenerse en el lento degustar de un té recién hecho. Conocido también por los grandes urbanistas, los perseguidores de utopías que, a la hora de decir "hogar" podían inclinarse por la textura suave de la madera de una pequeña casa en el sur de Francia, o por la piedra París de una señorial casona de Belgrano.
Conocer la casa en la que vivió un arquitecto permite acceder no solo a la atmósfera que, intuimos, podría rodearlo a la hora de crear, sino también a los secretos de su particular modo de habitar la intimidad. En distintas partes del mundo, las casas museo de arquitectos abren las puertas a esa experiencia doble: así ocurre con la casa estudio de Frank Lloyd Wright en Chicago, la de Luis Barragán en Ciudad de México, la que compartieron Gerrit Rietveld y Truus Schröder-Schrader en Utrecht, Holanda. Hay, por cierto, muchas más. Y en todas el cuidado patrimonial se une a la chispa –quizás un módico juego de voyeur– de ver qué hacían todos ellos a la hora de construir un hogar.
En la Argentina, territorio de grandes arquitectos y urbanistas, no falta genio pero sí el mínimo cuidado que todo patrimonio artístico demanda. De buena parte de las casas que habitaron las grandes figuras de la arquitectura local solo queda el recuerdo, y no todas sus grandes obras reciben el cuidado que debieran. Si habitar es un arte estrechamente ligado a las delicadezas del cuidado, aún nos queda camino para habitar ese otro hogar que es el acervo cultural colectivo.
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