Cuando Sarmiento descubrió el Niágara
Los tres días que el escritor y político argentino pasó en las cataratas del norte, en 1847, iluminan su transición entre su desilusión europea y la esperanza norteamericana. Esta crónica sale tras las huellas de esa instancia clave en su vida intelectual
En septiembre de 1847, Domingo Faustino Sarmiento visitó las cataratas del Niágara. Se subió al Maid of the Mist, el barquito que llevaba a los turistas hasta el pie mismo de la cascada, y caminó con miedo por una cornisa con barandas de hierro, entre el lecho de piedra y la cortina de agua. "Sentía que las piernas me temblaban, y aquella sensación fiebrosa que indica que la sangre se retira de la cara", escribió Sarmiento, conmovido y excitado, en la última parte de Viajes , el libro donde cuenta los dos años que pasó, enviado por el gobierno de Chile, dando vueltas por Europa, el norte de África y América.
En septiembre de 2012, ciento sesenta y cinco años después, visité yo también las cataratas del Niágara, siguiendo los pasos de Sarmiento. Me subí, envuelto en un poncho azul de plástico, al Maid of the Mist, que todavía funciona y se llama igual. Pero no pude caminar por el desfiladero entre el lecho del río y la cascada, clausurado en 1920 tras una serie de accidentes. Sí visité, del lado canadiense, las grutas donde uno puede ver la caída del agua desde adentro. Y bajé, del lado estadounidense, en el ascensor y por las escaleritas de madera hasta donde la cascada estalla contra las rocas y se desvanece en una espuma finita y pegajosa. Pero ninguno de los dos lugares me hizo temblar las piernas o vaciarme la sangre de la cara, ni literal ni metafóricamente. Me autorretraté un par de veces con la cámara de mi teléfono y volví mojado (y algo decepcionado) al ascensor que bordea la cascada.
Sarmiento había llegado al Niágara desde Nueva York, había viajado en barco por el río Hudson hasta Albany y de ahí en tren hasta Buffalo. Estaba en Estados Unidos en la última fase de un viaje larguísimo, cuyo propósito oficial había sido estudiar los sistemas educativos de varios países, pero cuyo objetivo no oficial había sido conocer de primera mano lo que él llamaba la "civilización". Justo antes de salir de Chile, en 1845, Sarmiento había publicado Facundo y lo había subtitulado Civilización y Barbarie . En Facundo , el modelo de civilización, opuesto a la barbarie del desierto pampeano, es Europa, especialmente Francia. Pero Sarmiento no conocía Europa ni Francia (en realidad, tampoco conocía casi nada de la Argentina retratada en Facundo ). Hacia allá fue, entonces, después de parar en Montevideo y Río de Janeiro: a validar sus ideas y a validarse a sí mismo, porque su sueño también era ser reconocido en París.
En lo personal le fue bastante bien. Fue recibido por algunos de los personajes más importantes de la vida política francesa (pero no por todos) y consiguió una reseña de Facundo en la Revue des Deux Mondes , una revista de asuntos internacionales que todavía existe. Pero en lo general, a Sarmiento lo decepcionó el estado de Francia. Le pareció un país donde la mayoría de la gente estaba sucia y mal alimentada, con clases sociales demasiado separadas y estratificadas, donde la situación política era un desastre y la tecnología y la economía avanzaban demasiado despacio. El capítulo de Viajes sobre Estados Unidos está estructurado como una larga carta a Valentín Alsina, escrita en el barco que lo llevó desde La Habana de regreso hasta Santiago. Lo primero que dice es, precisamente: "Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo [...], con la mitad de mis ilusiones rotas o ajadas". Estaba hablando de Francia.
Sarmiento, que había basado su obra maestra en la oposición de civilización y barbarie, se había quedado de golpe sin uno de los polos: fue a ver la civilización y la civilización no le gustó. ¿Qué hago ahora?, se debe de haber preguntado. ¿Dónde encuentro un modelo nuevo de civilización? Lo encontró bastante rápido, del otro lado del Atlántico, en una parada que no estaba en el itinerario inicial y a donde llegó con dinero para apenas seis semanas. Esas seis semanas, aun así, fueron suficientes. Desde 1847 hasta su muerte, en 1888, el modelo de civilización de Sarmiento ya no fue Francia sino Estados Unidos. Y en este contexto, los dos o tres días pasados en las Niagara Falls ofrecen momentos que iluminan bastante bien la transición entre desilusión europea e ilusión norteamericana.
Sarmiento llegó al Niágara considerándose "pasablemente erudito" en cataratas mundiales. Había estado en las de Tívoli, cerca de Roma ("tan bella, tan artística y tan poéticamente acompañada de recuerdos históricos"); la del Rin, en la frontera entre Suiza y Alemania; "y aquellas cien que alegran el paisaje suizo en los Alpes". A pesar de esta veteranía, Sarmiento se reconoció abrumado por las cataratas del Niágara: "Es ella sola en la Tierra, el más terrífico espectáculo", escribió, usando terrífico como los angloparlantes usan terrific . Sarmiento no sabía, por supuesto, que en la Argentina había unas cataratas aún más imponentes en el río Iguazú, abandonadas por la civilización desde hacía un siglo (tras la partida de los jesuitas) y a medio siglo todavía de ser redescubiertas para el turismo.
No me considero un experto en cataratas -ni siquiera "pasablemente erudito"-, pero sí estuve en Iguazú, cuyos saltos me parecieron más dramáticos, más espectaculares y mejores en todo que los del Niágara. Detesto normalmente la actitud del argentino que sale del país y sólo ve malas copias de Buenos Aires o de su provincia, pero en este caso es una comparación válida. Eleanor Roosevelt, que conoció ambas, llegó a Iguazú en 1944 y dijo: "¡Pobre Niágara! Al lado de esto parece la canilla de la cocina".
En el Niágara, Sarmiento se interesó por todo. Tomó notas sobre geología, sobre energía hidroeléctrica y sobre evolución cultural, casi siempre con buenas intuiciones. Se sentía tan en armonía con el entorno, después de dos semanas en Estados Unidos, que se permitió un momento de epifanía, "un sentimiento extraño" que no había experimentado, dice, ni en París. Ese sentimiento, escribió en su hotel del lado estadounidense, "era el deseo secreto de quedarme a vivir [aquí] para siempre, de hacerme yankee". ¡Hacerse yanqui! Sarmiento, el patriota exiliado, frustrado porque todavía veía lejos la caída de Rosas (faltaban cinco años), se consolaba soñando con una vidita privada y anónima en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, un área a la que llama -en otra frase pasible de ser tildada de vendepatria- "el pedazo más bello de la tierra".
Intentó entonces imaginar su nueva vida gringa: quizás abrir una fábrica de algo, ¿pero de qué? Tampoco podía dedicarse a sus profesiones favoritas (escribir y enseñar), que juzgaba imposibles "con este idioma -el castellano- que nadie necesita saber". Es una tremenda declaración de amor: tan impresionado había quedado Sarmiento con el modo de vida estadounidense -frutas frescas en los almacenes, vestidos nuevos en las chicas jóvenes, diarios matutinos en las axilas de los varones- que se imaginó a sí mismo como empresario de la madera o las tinturas y viviendo en alguna de las pequeñas "aldeas" que tanto le habían gustado.
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Sarmiento escribió sus notas desde el lado estadounidense de la cascada, entonces más desarrollado. En el lado "inglés" (antes de transformarse en canadiense, veinte años más tarde) había apenas un hotel y un museo. Hoy, sin embargo, casi toda la actividad turística está del lado canadiense. La ciudad de Niagara Falls en Estados Unidos es una cáscara, vaciada de fábricas y casi sin textura urbana, convertida, como muchas de las ciudades posindustriales de la región, en una ristra de casas tapiadas y negocios de todo por un dólar. La Niagara Falls canadiense, en cambio, se mantiene viva gracias al turismo, que llega de todo el mundo. Su calle principal, Clifton Hill, es un circo para toda la familia donde conviven los negocios que venden cigarros cubanos (prohibidos del otro lado de la frontera) con un museo del Libro Guinness de los récords , un espectáculo llamado SpongeBob Squarepants 4D , un tren fantasma, dos museos de cera (uno dedicado a personajes de ficción: Angelina Jolie como Lara Croft, Heath Ledger como El Guasón, Johnny Depp como pirata del Caribe) y tiendas de souvenirs en cada recoveco. Me hizo gracia un negocio que vendía camisetas de fútbol y se llamaba "La Copa Nostra".
Viendo el lado gringo más próspero y el canadiense apenas nacido, Sarmiento ensayó una explicación sobre el origen del desarrollo de ambos países. Mirando ambas Niagara Falls, Sarmiento dice que la razón de la riqueza de Estados Unidos no podía ser "la raza sajona", porque las poblaciones de ambas ciudades eran indistinguibles. La diferencia estaba, más bien, en lo que ahora llamamos instituciones y que para Sarmiento abarcaba desde el sistema de gobierno, de propiedad de la tierra, de libertad religiosa hasta la educación universal. Lo más revelador de esta idea de Sarmiento, para mí, es que escapa a la tentación, muy de moda a mediados y fines del siglo XIX, de ensayar argumentos raciales o de sangre para explicar la fortuna o el fracaso de los pueblos. Como le gustaba estar al tanto de los avances "científicos", podría haber caído en alguna de las modas deterministas de la época. Afortunadamente (para él), no lo hizo. Incluso con el gaucho, Sarmiento creía que el problema era cultural, no étnico: pensaba que al gaucho se lo podía bajar del caballo, vestir de levita, llevar a la ciudad y enseñarle a disfrutar de la ópera.
De los muchos lectores y biógrafos de Sarmiento, el único que le prestó especial atención a la parada en el Niágara fue David Viñas, que le dedicó varias páginas en De Sarmiento a Dios , su libro sobre viajeros argentinos a Estados Unidos. Viñas, que tenía una intensa relación de amor-odio con Sarmiento, se entusiasma con las cataratas casi tanto como el sanjuanino. No por las cascadas en sí, sino por lo que le permite decir sobre el autor de Facundo . Para Viñas, Sarmiento es un positivista (o, en su particular jerga, un "victoriano") ingenuo y reprimido, que se excita tanto en el Niágara que necesita anotar decenas de cifras y estadísticas para conjurar lo salvaje dentro de lo civilizado. "[Apela] a las estadísticas para lograr tranquilizarse. Si las matemáticas prometían estabilidad, a la naturaleza había que traducirla en números", escribe.
Sarmiento, en efecto, anotaba todo: en Viajes nos enteramos de la altura de los saltos ("165 pies"), de la velocidad de los rápidos cercanos, del "espesor de la masa de agua", y nos enteramos de todo esto en medidas del sistema métrico anglosajón, que es el que se usaba todavía en la Argentina. (El propio Sarmiento, veinte años más tarde, adoptaría en su presidencia el sistema decimal.) Hay, como dice Viñas, un montón de datos que parecen innecesarios. Pero Sarmiento ya venía anotando cifras a lo loco desde su llegada a Estados Unidos, donde efectivamente se le había despertado el ímpetu positivista. A Europa la había criticado con metáforas, pero a Estados Unidos lo elogiaba con números.
Pero Viñas es injusto con Sarmiento, en este punto y en general cuando escribe sobre su paseo norteamericano. Primero porque lo ideologiza hasta un punto que parece absurdo. Esta frase, escrita a mediados de los años 90, es una extrapolación demasiado rebuscada: "Al pretender científicamente anexar ?lo salvaje', [Sarmiento] recapitula un saber análogo a la concentración del capital". Pero Sarmiento no pretendía anexar nada: su descripción del Niágara es tan metafórico-romántica como positivista-racional. Sí se puede decir que oscila entre ambos estados de ánimo (el afiebrado y el taquígrafo), pero es injusto sostener que la única reacción de Sarmiento es la del disciplinador. Sarmiento iba de un estado al otro, y esa oscilación es, por otra parte, una de las razones que lo mantienen contemporáneo: los actuales narradores de no ficción todavía usan esa mezcla de lírica, datos y primera persona para escribir sus crónicas.
Además, Viñas lo cita mal. Le parece especialmente reveladora, por ejemplo, la frase "Esta cascada vale millones", que atribuye a Sarmiento, porque revela el flamante espíritu utilitario y comercial del sanjuanino en Estados Unidos: es decir, considerar los negocios por encima de la naturaleza. Pero en Viajes se lee claramente que quien dice esa frase es un gringo que viaja con Sarmiento en barco a través del lago Ontario y a la que el propio Sarmiento reacciona un poco disgustado, anotando: "Yo creo que los yankees están celosos de la cascada y que la van a ocupar, como ocupan y pueblan los bosques". Bastante lejos del espíritu atribuido por Viñas.
En mi visita a las cataratas, enfrentado al dilema de las estadísticas, tuve un problema parecido. Después de leer a Sarmiento y a Viñas sobre Sarmiento, me cruzaba con datos oficiales sobre el Niágara y no sabía si anotarlos, porque temía que fueran irrelevantes o burgueses. Una tarde, en las paredes del ascensor de un paseo llamado " Journey Behind the Falls " ("Travesía detrás de la cascada"), me encontré con un montón de cifras sobre las cataratas. ¿Debo anotarlas? ¿Tiene sentido anotar cuántos millones de litros caen por segundo? Dudé unos segundos. Pero anoté: "154 millones de litros por segundo; 57 metros de altura promedio". Me sentí un poco como Sarmiento, recurriendo a los números para ilustrar las cataratas, e imaginé el dedo agitado de Viñas a mis espaldas, acusándome de positivista y neoliberal.
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Las cataratas del Niágara están a mitad de camino entre el lago Erie y el lago Ontario. Como los lagos están a alturas distintas, el agua del río en algún momento tiene que caer. Hace millones de años, ese salto estaba cerca de la desembocadura en el lago Ontario, pero la fuerza de la erosión lo ha corrido unos 17 kilómetros, cada vez más hacia arriba del río. Este dato le pareció fascinante a Sarmiento, que hacía poco había descubierto la geología y la paleontología (en Viajes también escribe sobre dinosaurios, a los que llama "mastodontes"), dos ciencias recién nacidas. "La catarata ha ido, pues, cambiando de lugar, o más propiamente hablando, va lentamente en marcha hacia el lago Erie, ¡adonde llegará algún día!", escribió Sarmiento, que nunca tuvo miedo a los signos de exclamación.
En estas cosas pensaba un día, todavía en el Niágara, cuando vi en un mapa que las cataratas se habían movido otros cien metros entre la visita de Sarmiento y la mía. Incluso la forma de la cascada del lado canadiense -plana en 1850; más parecida ahora a una herradura- había cambiado. Esta revelación me pareció extraordinaria. A mí, que había ido a las cataratas del Niágara a buscar rastros de Sarmiento y había encontrado pocos, o casi ninguno, el impacto visible de la erosión -la cascada antes estaba allá; ahora está acá-, me permitió ver el paso del tiempo de una manera física y muscular.
Del Niágara, Sarmiento viajó a Montreal y a Boston, donde conoció a Horace Mann, el fundador del sistema de educación pública de Massachusetts y de quien tomó muchas de sus ideas sobre educación. Después, acompañado por su amigo chileno Santiago Arcos, pasó por Filadelfia, Washington y Cincinatti y se subió a un vapor en el que bajó por el Mississippi hasta Nueva Orleans, donde empezó el viaje final hasta Santiago. Volvía cambiado y eufórico, con un nuevo modelo para sus ideas, que tendría una influencia enorme en el futuro de la Argentina, empezando por los debates para la Constitución de 1853. Empezó la carta-libro a Alsina: "Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior -escribió, todavía obnubilado-. Una especie de disparate que choca a la primera vista [...], pero es un disparate grande y noble, sublime a veces". Como si estuviera describiendo las cataratas.