Desgarrada crónica de un fracaso
El próximo viernes, la Nueva Biblioteca Argentina LA NACION ofrecerá la novela Fuego en Casabindo, de Héctor Tizón, una trágica historia de desencanto que se desarrolla en el noroeste argentino en los albores de la Nación
Cuando apareció la primera edición de Fuego en Casabindo, en 1969, Héctor Tizón tenía cerca de 40 años y había publicado un primer libro de cuentos, A un costado de los rieles (1960). En ese momento, el modelo narrativo de mayor éxito y al mismo tiempo más prestigioso era el denominado realismo mágico que Cien años de soledad de Gabriel García Márquez había convertido en canon, aunque había antecedentes de ese modo de aproximación a la realidad latinoamericana en la obra de Miguel Angel Asturias y Elena Garro.
El realismo mágico fue una manera legítima, y tal vez necesaria, de alejarse de lo que ya comenzaba a leerse como un abuso del regionalismo y el color local en la novelística de los seguidores de Mariano Azuela, Rómulo Gallegos y Jorge Icaza, entre otros.
El problema, como siempre, no radica en sus autores más inteligentes, como el propio García Márquez, sino en la retahíla de imitadores cuya secuela más persistente es la obra de Isabel Allende. Una literatura que cree encontrar una coartada en lo milagroso para exponer su falta de imaginación, con cierta propensión a la cursilería y una indudable pobreza de recursos narrativos, nos infligió demasiados prodigios, poca calidad y casi ningún riesgo.
Desde la elegida soledad de su exilio en España y en México, y aún en la igualmente buscada marginalidad de su vida en Jujuy, Héctor Tizón decidió ubicarse por fuera del realismo mágico y de toda otra avenida principal de la literatura en lengua española.
Cuando muchos escritores de habla hispana parecían descubrir las virtudes literarias de los niños con cola de chancho, Tizón se empeñó en articular una lengua propia que surge tanto del español algo arcaico y mestizo del noroeste argentino como de su propio oído para el idioma. Con esa música austera y melancólica que parece ajustarse al ritmo del paisaje, la obra de Tizón no excluye lo insólito pero lo circunscribe al contexto, las circunstancias y la necesidad interna de cada una de sus desencantadas y conmovedoras narraciones.
Fuego en Casabindo rescata la historia de un grupo de pobladores puneños que reclamaban la devolución de sus tierras y fueron masacrados por las fuerzas del ejército de línea. En los albores de la Argentina, la gesta de esos habitantes del olvidado noroeste parece, en principio, tan irreal como inabordable.
Para hacerse cargo del episodio, Tizón recurrió a varias voces, a un tiempo no lineal, al ensueño y a lo fantástico. Pero no intentó recrear una épica colectiva, a la manera de las novelas del peruano Manuel Scorza, sino los avatares de unos pocos personajes: una mujer llamada Gertrudes, su amante, Gonzalo Dies (promotor lejano de la revuelta) y sus dos sobrinos, que pelearon esa guerra desde bandos opuestos.
Hay algo de Faulkner en la mirada de Tizón sobre los hechos que narra: una desengañada visión de la guerra como el enfrentamiento de dos causas perdidas, en cuyo ejercicio víctimas y victimarios son parejamente derrotados. Hay, también, una finísima sensibilidad –por entonces, 1969, inusitada en la literatura argentina– para captar una geografía humana, en todos los matices de sus conflictos de clase, de sexo y de culturas.
Y, sobre todo, la formulación inaugural de una obra narrativa que, treinta años más tarde, es una de las más bellas y desgarradas crónicas del inexplicable fracaso de la Argentina.