Clásicos. Dicha, pasión, ebriedad Una lectura de Madame Bovary
La gran literatura siempre permite nuevas miradas. En su reconstrucción del espíritu de una de las novelas fundamentales del siglo XIX, el autor español subraya el papel que cumplen en ella el hastío, la fatalidad y el destino
Periodista y escritor español. Fue uno de los fundadores del diario El País. Es autor de Ojalá octubre y El sueño de Oslo, entre otros libros. Su blog es Mira que te lo tengo dicho
Emma Rouault era una lectora. Charles Bovary era un mal estudiante, y además torpe, y enmadrado; Charles era un infeliz, y Emma era, aún en estado bruto, un espíritu haciéndose. Su encuentro fue una explosión? para ella. De la unión iba a nacer la autodestrucción. Ella lo vio venir, y Flaubert lo contó, acaso porque, en efecto, Flaubert era ella. Dice así Flaubert en cuanto se produce aquella unión sentimentalmente improductiva de la que nació una niña, Berthe, que también sufrió la sequedad afectiva que marcaría el matrimonio:
Antes de casarse, Emma había creído estar enamorada; pero como la felicidad que esperaba de aquel amor no había hecho su aparición, pensó que se habría equivocado. Y se preguntaba intrigada qué es lo que había que entender concretamente en la vida por palabras como dicha, pasión y ebriedad que le habían parecido tan maravillosas en los libros.
En la lectura de Madame Bovary , esa reflexión que Flaubert se hace inmediatamente después del matrimonio marca la percepción del libro, que es una crónica del humor altamente variable de Emma. Ahí la nueva señora Bovary reflexiona sobre las palabras que indicaban sentimientos que ella no había conocido aún, sólo estaban en los libros. La experiencia que iba a vivir desde entonces le iba a llevar a un desconsuelo mayor, porque comenzó a comparar los sueños con la vida. La realidad no era lo que ella había soñado. Ni siquiera la realidad dramática del matrimonio tenía que ver con el sonido de las palabras con que ella había identificado la unión: "Las metáforas de prometido, esposo, amante celestial y nupcias eternas, que tan frecuentes son en los sermones, le removían dulzuras insospechadas en el fondo del alma".
Pero la vida le esperaba de otro modo; y aunque no fue capaz de disminuirle la belleza, esa vida que tomó una curva fatal en el momento en que contrajo matrimonio hizo de Emma un manojo marchito de rosas y de nervios. Venía de una pasión por la belleza que le había sido alimentada por las metáforas de los escritores. "Necesitaba poder extraer de las cosas una especie de provecho personal y rechazaba por inútil todo cuanto no contribuía al consumo fulminante de su corazón, y siendo como era de condición más sentimental que artística, prefería las emociones a los paisajes." Sus lecturas eran románticas, arrebatadas; ella estaba harta de los sonidos del campo, perseguía los sonidos del corazón; prefería lo romántico, lo sensual.
Por decirlo con palabras de santa Teresa, traídas a este tiempo por Rosa Montero, Emma Bovary estaba contaminada por la loca de la casa. "Durante seis meses, cuando tenía quince años, Emma se puso las manos perdidas con el polvo procedente de las viejas bibliotecas." Luego conoció la literatura de sir Walter Scott, que habría de regresar a su imaginación, a su vida y a la propia memoria de Flaubert, cuando reencuentra a Léon, uno de los primeros objetos de dicha, pasión y ebriedad que tuvo ante sí en los primeros tiempos de su matrimonio. Como sucede en el Quijote y acaso en toda la literatura desde la obra maestra de Cervantes, la imaginación entra en la realidad para subvertirla y arrasarla. En el caso de aquella Emma de quince años,
Le hubiera gustado vivir en alguna vieja casa solariega, como aquellas castellanas de largo corpiño que se pasaban los días bajo el trébol de las ojivas, acodadas sobre el alféizar y con la barbilla en la mano, esperando ver aparecer allá al fondo del paisaje a un caballero tocado con plumas blancas, a galope sobre un negro corcel.
Era una adolescente formada para reunirse con alguien que no fuera Charles Bovary. Cuando Charles golpea con los nudillos la puerta de la casa del padre de Emma, a quien va a curar, golpea en realidad la puerta de su desgracia, que iba a parecerle siempre vestida de dicha, y de la desdicha de Emma.
Se pasó la vida encontrando y perdiendo la dicha, sufriendo el acoso doliente de la realidad, que ella quiso siempre ocultar debajo del velo de la literatura que había aprendido. Flaubert se detiene en esa educación sentimental, pues sin ella no se entiende cómo se desenvuelve la personalidad de Emma, una provinciana que renuncia al acomodo al que la mandan sus orígenes. Gracias, precisamente, a la desgracia de la literatura.
Algunas de sus compañeras traían al convento libros de aventuras que les habían regalado por Navidad. Tenían que esconderlos y no era fácil; los leían en el dormitorio. Emma, manoseando con delicadeza sus bellas encuadernaciones de raso, detenía los ojos fascinados sobre el nombre de aquellos autores desconocidos, muchas veces condes o vizcondes, que habían estampado su firma al final de la obra.
Flaubert subraya para avisar: esos paralelismos a los que acude y que ahí todavía son insinuaciones, definiciones del carácter al que está dedicado como escritor, serán luego los que marquen el origen de las frustraciones de la desdichada heroína. Subido en el potro desbocado de los sueños de su personaje, el propio Flaubert se viste con los ropajes del sueño, y establece aquí una encendida evocación de lo que envuelve la imaginación de Emma, a la que en este párrafo al menos suplanta abiertamente:
Y allí estaban también los sultanes con su larga pipa, desmayados junto a las cubas en brazos de las bayaderas, djiaburs, alfanjes turcos, gorros griegos, y estabais sobre todo vosotros, parajes desvaídos de regiones ditirámbicas que soléis representar al mismo tiempo palmeras y pinos con tigres a la derecha y un león a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, unas ruinas romanas en primer plano y detrás unos camellos arrodillados; y todo el conjunto enmarcado por una selva virgen muy cuidada y con un gran rayo de sol que cae perpendicularmente y entra tembloroso en el agua, donde, sobre un fondo gris acero, se destacan de trecho en trecho, como desolladuras blancas, unos cisnes nadando.
Sobre el corcel de esas metáforas, la lectura de Madame Bovary convirtió la novela en la aspiración romántica de Flaubert; ahora ya esa figuración se ha desvanecido; es una novela que proviene de una lectura del romanticismo, en el que el personaje principal se halla perturbado por esa literatura arrebatada de la que arranca, pero Flaubert usa el romanticismo tan solo para tacharlo, como Cervantes usó la novela de caballerías para destruirla.
Es la novela de una soledad que acrecienta el recuerdo de la literatura. Cuando Emma se da cuenta de que la ebriedad de la dicha está lejos del matrimonio, que éste no sirve sino para acrecentar la monotonía, que es una palabra central en la novela, la recién casada halla en el vecindario la figura romántica de las novelas que la siguen atrayendo. Es el joven Léon, que se convertiría todavía en un amor platónico, como eran los amores literarios. Dice Flaubert sobre el primer deslumbramiento adúltero de su heroína:
Pero el ansia de un cambio de situación o quizá el estímulo producido por la aparición de aquel hombre habían bastado para hacerle abrigar la ilusión de que al fin le era dado vivir aquella pasión maravillosa que hasta entonces había considerado como un pájaro grande y de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos. Y ahora no podía entrarle en la cabeza la idea de que esta tranquilidad en que vivía se correspondiese con aquella dicha que había soñado.
Dicha, sueño, esplendor, pasión. Los sustantivos son la mezcla de la que está hecha la novela, que al fin y al cabo es como una balanza en la que se pesan los sueños? hasta que pesa más la realidad, y ésta rompe el equilibrio inestable de los sueños. Emma cree estar viviendo dentro de los adjetivos del romanticismo, pero Flaubert prepara a Emma, y al lector, para que adivine el nuevo traspié de la desgracia. En efecto, alrededor de ese encuentro con Léon, en el pequeño escenario del pueblo en el que se desatan las primeras pasiones de su corazón adúltero, todo parece vivir un color nuevo, independiente del color grisáceo que Charles Bovary le da a la vida, desde que amanece hasta que acaba la monotonía del día, el silencio excepcional de un lugar en el que Emma aspira a ser definitivamente feliz. Así que
pensaba a veces que aquellos eran, sin embargo, los días más hermosos de su vida, la luna de miel, como la gente la llamaba. Para saborear sus dulzuras, seguramente habría que haber puesto el rumbo hacia esos países de nombre sonoro donde los días que siguen a la boda propician la más suave languidez.
Emma iba a seguir soñando, enturbiada aún, y gozosamente entonces, por las herencias del vocabulario romántico, pero en casa se consolida el peso muerto, la identidad borrosa de la monotonía, Charles Bovary. "La conversación de Charles -relata Flaubert, que acompaña a Emma en su ensañamiento con "el pobre hombre", como lo llama a veces- era plana como la acera de una calle, y los lugares comunes de todo el mundo, vestidos con su ropaje más vulgar, desfilaban por ella sin lograr suscitar emoción, risa ni ilusiones." Charles "no sabía nadar, ni esgrima, ni manejar una pistola". No sentía curiosidad. No se reía. Emma tampoco se reía, pero que no se riera Emma era el reflejo de la estolidez del marido. El enfado de Flaubert es la desgracia de Emma.
En el edificio de Flaubert se van viendo los cimientos del adulterio; el narrador proclama su antipatía por Charles, la escritura va paralela al disgusto que el propio lector siente ante la ineficacia sentimental, e incluso urbana, del marido, que se limita, en el ejercicio de la relación sentimental, a cumplir lo más monótono del contrato. Para que el cuadro adquiera la dimensión de la tragedia familiar, Flaubert dibuja el entrometimiento de la madre de Charles como un elemento más de la creciente irritación de Emma, que ya es una mujer en otro mundo. Y en concreto en el mundo aún nebuloso de Léon, que la ronda con todas las reservas a las que le obliga el universo pacato en el que viven. La reacción luego sería más violenta, o más decidida, pero cuando Flaubert acompaña a su personaje a la pendiente, no se sabe si hacia abajo o hacia arriba, es cuando Emma se hace la pregunta de la que vendrían todas las respuestas: "-¡Ay, Señor! ¿Para qué me habré casado?".
Dice Flaubert: "Pero la vida de ella era fría como una buhardilla con tragaluz al norte y donde el hastío, araña silenciosa, tejía su tela en la penumbra por todos los rincones de su corazón". El contraste con la vida anterior a su matrimonio, cuando todo era posible, hace de esa expresión, el hastío, araña silenciosa, una metáfora para la que no hay salida.
Pero la habría. "Un acontecimiento extraordinario vino a llover sobre su vida." Un personaje como aquellos que estaban en los libros de sir Walter Scott iba a invitar al matrimonio Bovary a un lugar de ensueño; la arquitectura allí adquiere una dimensión nueva; se pasaba de las aburridas casas del pueblo a la dimensión mayor de los castillos o los palacios, y así la vida halla, en el contraste entre lo pequeño y lo grande, como una calidad mayor, que a ella la deslumbra y que a él, a Charles, lo empequeñece aún más. Esa entrada en el palacio es para Emma un punto y final en la creencia de que la vida era lo otro y no aquello que ya constituía la mediocre residencia de la araña del hastío.
El gran gourmet que fue Flaubert describe el ambiente, pero describe también la comida; esa insinuación metafórica es un nuevo contraste entre los contrastes que advierte Emma, y el narrador lo resalta como una comparación irresistible para la deslumbrada heroína:
Las patas rojas de las langostas sobresalían de las fuentes; las frutas se escalonaban en cestitos sobre un fondo de hojas; las codornices estaban presentadas con sus plumas, subía un vaho humeante, y el maestresala con calzón corto, medias de seda y chorrera pasaba entre los hombros de los comensales los platos ya trinchados, con el aire grave de un juez, y a golpe de cucharón iba sacando el trozo que cada cual elegía, para servírselo. Sobre la gran estufa de porcelana con ribetes de cobre, una estatua de mujer con vestido cerrado hasta la barbilla contemplaba inmóvil aquella habitación llena de gente.
La traducción es de Carmen Martín Gaite (y la edición que manejo es la de Tusquets, en su colección de Bolsillo); es una excelente traducción, a la que de vez en cuando, además, Carmen añade comentarios de su cosecha. Pero esta descripción en concreto es soberbia; la traductora, en este caso, va llevándonos por la exuberante manera de mirar de Flaubert para ofrecernos en su plenitud el ámbito dinámico, cinematográfico, de su mirada. Ese maestresala pasando las viandas sobre los hombros de los comensales es un hallazgo fílmico que convierte la escena en la razón sublime del deslumbramiento que le faltaba a Emma Bovary para decidir que, en efecto, era una desgraciada en aquella casa plomiza en la que habitaba la araña del hastío.
Quedaban muy lejos de ella la dicha, la pasión y la ebriedad, y sin embargo ahí estaba la posibilidad, delante de ella, en el castillo fascinante de un fascinante marqués, estaban todas las posibilidades abiertas, incluida la posibilidad de la dicha, y por tanto de la pasión. El ambiente al que se enfrentó y con el que confrontó su inmediato pasado barría toda mediocridad de los rostros.
Emma ha ido buscando las raíces de su actitud, que están en los sueños literarios, y advierte que no es sólo su imaginación la que cree que otro mundo es posible; ese viaje al lujo, a la belleza y a la perfección va a cambiar su percepción de sí misma: no es que a ella se le antojara que todo podía ser mejor, es que era mejor.
Y el recuerdo de aquel baile vino a convertirse para Emma en una especie de quehacer. Siempre que llegaba un miércoles, se decía, al despertar: "Hace ocho días..., hace quince..., hace tres semanas estaba yo allí, ¡ay!". Hasta que poco a poco olvidó el aire de las contradanzas, dejó de ver con nitidez las libreas y las estancias y muchos detalles se le esfumaron. Pero la añoranza persistía.
La añoranza. A Emma le perturbó primero el deseo, luego la búsqueda de la dicha. Y ahora, después de ese encuentro con el lujo, a sus sentimientos contrariados se sumaba la añoranza. Se había abierto ante ella el mundo, y el mundo iba a ser París. Como no podía alcanzarlo, se compró un mapa
y allí, con la punta del dedo sobre el mapa, hacía excursiones por la gran ciudad. Subía por los bulevares arriba, se paraba en todas las esquinas, en las encrucijadas de las calles, delante de los rectángulos blancos que representaban los edificios. Acababa cerrando los párpados porque se le cansaban los ojos, pero aun en el seno de aquella penumbra veía oscilar a merced del viento la llama de gas de las farolas y oía cómo se desplegaban con gran estruendo los estribos de las carrozas al detenerse delante del pórtico de los teatros.
El regreso de Emma a la literatura tiene acompañantes ilustres, que Flaubert atrae también para atenuar la tentación romántica que podría envolver la percepción literaria de las influencias que padece, o disfruta, su heroína. Los escritores a los que acude Emma para darle a París la dimensión que busca son Eugène Sue, Honoré de Balzac y George Sand, en los que la señora Bovary "buscaba satisfacciones imaginarias para sus íntimos anhelos". Y continúa Flaubert:
Hasta a la mesa iba con el libro y no dejaba de volver las páginas, mientras Charles comía y le dirigía la palabra. Con todas sus lecturas le volvía a la cabeza el recuerdo del vizconde y establecía comparaciones entre él y los personajes de ficción. Pero poco a poco el círculo en cuyo centro aparecía siempre él se fue ensanchando en torno suyo, y aquella aureola que le rodeaba se fue separando de su rostro para arrojar luz sobre otros sueños.
Flaubert la crea para que sea un ente de ficción pero rabiosamente humano, pero deja que la lectura la convierta en un ser rabiosamente humano que poco a poco a poco deviene en una figura literaria. Como en el Quijote , la lectura convierte a Emma en una soñadora que, además, ha tenido la fortuna, o la desgracia, pues en Madame Bovary la fortuna suele ser desgracia al mismo tiempo, de comprobar que el mundo de los sueños puede ser, y es, el mundo de la realidad. Y la realidad que traslada la literatura, además, proviene de la felicidad de los escritores, cree ella: "Ellos, los escritores, eran pródigos como reyes y estaban llenos de ideales ambiciosos y de fantásticos delirios". Emma deliraba ante la existencia real de lo que se imaginaba, "era una existencia por encima de lo corriente, entre el cielo y la tierra, metida en las tormentas, algo sublime".
Pero a ella sólo le pasaba la añoranza, o nada. El contraste, acuciado por la literatura, la convertía en un ser decepcionado que no alcanzaba pasión ni recordando; y el porvenir, "el porvenir era un pasillo completamente negro, con una puerta bien cerrada al fondo". De nuevo, pues, el hastío, "el peso del hastío, más agobiante que nunca".
Ya tenía Emma Bovary todos los elementos de su suerte, y de su mala suerte, al alcance de la vista. Y la dicha, que le llegó, envuelta en el aroma adúltero y romántico de las novelas que leía, fue al tiempo una daga, una extraordinaria explosión de júbilo, y también un proceso terrible de intriga y de cinismo. Hasta que llegó ese episodio que la llevó al placer y luego a la locura, todo ello en medio de la ambición frustrada de la aventura, la araña del hastío subía por las paredes de la casa, y se manifestaba con una histeria de la que Charles era la sombra y la víctima, sobre todo en esas escenas sombrías de la vida doméstica, donde aparece la araña como un mal augurio. Dice Flaubert:
Toda la amargura de la existencia le parecía que se la servían en el plato, y le subían del fondo del alma, con el humo de la sopa, otras tantas vaharadas de desaliento. Charles se eternizaba comiendo; ella mordisqueba unas avellanas o se entretenía, apoyada en un codo, haciendo rayas en el hule con la punta del cuchillo.
Es una novela sobre el hastío, no cabe duda; y Flaubert lo describe con la maestría del que seguramente lo ha sufrido. Pero es también una novela sobre la fatalidad, es decir, sobre la voluntad del destino de tapiar los caminos de la felicidad. La felicidad no existe, es bien sabido, o acaso es tan solo un instante, pero Emma la busca con la terquedad de una soñadora, o de una lectora. Y está tan curiosa por verla aparecer, que la toca, y cree tocarla para siempre, en el rostro, en la mirada, en el tacto de un terrateniente, Rodolphe, que parece colmarla. Al tiempo que viene la dicha, regresa la desdicha, en forma de endeudamientos, habladurías, secretos y riesgos... hasta que, como dice Pablo Neruda, las cosas se rompen, y la ruptura trae consigo más desgracias áun. De pronto, Emma pierde al amor con el que quiere emprender el largo viaje hacia la dicha, es víctima del horroroso sistema que convierte al hombre en un cínico, y enloquece. La locura es su destino, pues en cierto modo viene de ella; pero ya es el silencio el que la acompaña como la araña; la araña del hastío ya ha tejido del todo su tela. Rodolphe la ha engañado; en el entramado que Flaubert crea para convertir a Emma en un símbolo de la capacidad que tiene el destino para convertirse en un paisaje yermo, es indispensable, sin embargo, que regrese el primer atisbo de belleza en la vida.
Y regresa precisamente mientras Emma busca reconciliarse, otra vez, con la belleza de los sueños literarios, mientras ve una ópera en Rouen. Allí está Léon, ahí recupera el aliento de lo que pudo ser, ahí hay otra vez un enamorado... ¿Qué va a suceder?
Madame Bovary es una construcción perfecta, una agobiante explicación literaria de lo que hace que el sueño de la dicha se convierta en desdicha: ahí tenemos a una mujer a la que la búsqueda de la belleza la convierte en una luchadora solitaria contra la araña del hastío. Ella ha aprendido en los libros que la belleza existe, que está a su alcance, y vive la pasión y su ruptura. Sin embargo, la desilusión siempre está disponible, como la araña del hastío. En las escenas más fulgurantes de la novela, cuando Emma y Rodolphe entablan su primer diálogo de amor mientras se va desarrollando la feria comercial del pequeño pueblo, Emma pregunta: "-Pero ¿es que la dicha se llega a encontrar?". Y el terrateniente que ya la tenía en sus brazos le respondió: "-Sí, algún día se tiene que encontrar".
Ella le creyó, como creía en los libros. Y como pasa en la vida, su insistente llamada a los sueños para que fuesen reales se esfumó por los huecos que dejaba abiertos la araña del hastío para que entrara por ellos el ansia destructiva con que la fatalidad se enfrenta a la belleza y la convierte en la incontrovertible máscara de la muerte.
adnJUAN LASCANO
(La Plata, 1947) Dibujante y pintor autodidacta, es uno de los artistas realistas más reconocidos del país. Se destaca por el manejo de la luz en sus óleos, acuarelas y pinturas al temple de bodegones, desnudos y paisajes de Bariloche, donde reside
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