Efemérides de la ignorancia
Nos da vergüenza condenarla, como si fuera tan difícil de erradicar; para eso existen las escuelas públicas, uno de los logros más importantes y más recientes de la civilización
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La ignorancia es como el fuego. Cuanto más sopla el viento que intenta apagarla, más se propaga. Y es no menos destructiva. A su paso queda una tierra arrasada donde primero vuelven esas hierbas malas que han tolerado el desastre porque sus rizomas prehistóricos se hunden en nuestro inmenso pasado de cazadores recolectores: la superstición, el pensamiento mágico, el animismo, la adivinación, la falacia lógica y la agresión. Las primeras especies que desaparecen del ecosistema social son el espíritu crítico, la duda y la argumentación basada en pruebas diversas y confiables, porque pueden reproducirse cuantas veces se nos ocurra, y siempre darán el mismo resultado.
Sin espíritu crítico, el discurso sobreactuado y engañoso convence y cautiva. La víctima inicial es el conocimiento, al que, con uno u otro argumento, se lo ajusticia en el ágora de turno con acusaciones no solo falsas, sino también pérfidas. Les pasó a Sócrates y a Gutenberg, y pasa hoy. Cuando saber cosas está mal, lo que sigue puede ser catastrófico.
Lo dije hace exactamente tres años en mi discurso en el Congreso de la Lengua, y como de costumbre, me tildaron de exagerado. Pero no pueden decir que no lo advertí; ese discurso está publicado en los anales de la Real Academia. “Nunca pensé iba a tener que explicar en un aula de la Facultad que en español una oración comienza con una mayúscula y termina con un punto”, subrayé, en mi desesperación por demostrar que estamos asistiendo a una degradación cultural grave, y que continuamos de brazos cruzados. Sigue habiendo padres, maestros y chicos excepcionales, doy fe, ese no es el punto. El punto es que el clima de la época desprecia, con un mohín de disgusto, el conocimiento, el dato, el tecnicismo, y los aplasta con el chancletazo de “eso es muy complicado”.
Me cuenta una amiga que tuvo que usar la palabra efemérides en una clase y descubrió que nadie conocía su significado. El año pasado noté que mis alumnos ignoraban qué era la retina. En mi curso sobre internet me di cuenta, hace unos diez años, de que los alumnos no comprenden ciertos conceptos porque no saben qué es la electricidad. Desde entonces, explico qué es la electricidad. En serio.
El argumento es a menudo que no tiene sentido saber tantas cosas, porque uno puede buscarlas en internet. “Todo está en internet”, pregonan. Mi pregunta, ante este sofisma, es simple: “¿Cómo buscarías la palabra efemérides, si ni siquiera sabés que existe?”
Hay algo particularmente perverso en seguir sembrando ignorancia, porque no nos fue bien cuando el conocimiento estaba bajo siete llaves, reservado para unos pocos, fiscalizado y adecuado al relato; ni siquiera les iba bien a esos pocos. La imprenta, la alfabetización, el libro y la libre circulación de las ideas refinaron la lógica, que existía desde hacía veinte siglos, y dieron origen al Cálculo, a la mecánica clásica, a la biología, a la anatomía, a la medicina moderna y a las vacunas, gracias al gran Edward Jenner, una de las víctimas más ignominiosas del lobby de la ignorancia y la codicia, y a Louis Pasteur, de quien también se rieron. Sembrar ignorancia es perverso porque la cosecha tiene un nombre abominable. Se llama esclavitud.
Hasta el menos despabilado repetirá, como un psitaciforme, que las masas son más fáciles de controlar si no están educadas. Pero no alcanza con estos lemas conspirativos. No sirve para nada. Porque patea la pelota a un campo abstracto, porque la culpa es de todos y entonces no es de nadie. Hay que hacer algo. Mis clases, por ejemplo, arrancan siempre con media hora de preguntas incómodas. Qué es el sol. Qué es la realidad. Qué es el tiempo. De dónde viene el aire que respiramos.
Cuando termina el período lectivo, les pido a mis alumnos que juzguen el curso. De forma sistemática, y ya van más de 15 años, una de las cosas que más valoran es ese viaje de descubrimiento al que asistieron. Algunos incluso han cambiado de carrera, porque se enteraron de disciplinas de las que jamás habían oído hablar. Se ha dicho que educar no es llenar una copa, sino encender una lámpara. Muy cierto. Pero no olvidemos ese momento sublime en el que, siendo niños, nos maravillamos con un hallazgo, y luego ya no pudimos dejar de preguntar.
Eso es lo que molesta. Que preguntemos. Eso es lo que mata la ignorancia. Mata la curiosidad.
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