El camino del hábito conduce a la pasión
Hábito y pasión son conceptos y realidades, que en principio parecen contraponerse entre sí. Al margen de consideraciones filosóficas que podrían remontarse a la ingente tradición clásica. Aristóteles incluido, ambos términos tienen connotaciones más o menos precisas, derivadas no sólo del diccionario sino también de los usos corrientes, es decir, sus acepciones más vulgares y conocidas.
Desde esta perspectiva, el hábito se identifica con las costumbres más inconscientes, proceso lento y persistente.
La pasión, en cambio, más allá del padecer latino, se asocia generalmente con una afición intensa, súbita y relampagueante, hacia algo o hacia alguien. En forma convencional se suele decir –o sobreentender–, que a la pasión le sucede... el hábito.
A la atracción súbita, carnal o espiritual (o si se quiere carnal-espiritual), le sigue la construcción de una costumbre, que acaso pueda derivar en hastío, tal y como se da, cada día con más frecuencia, en muchas relaciones humanas carentes de sólida entidad.
Una extraña combinación
La relación del hombre con el libro responde a una extraña combinación de factores que, para nosotros, se resume en una suerte de secuencia paradojal: el camino es inverso, es decir, solamente a partir del hábito se puede llegar a la cima, al arrebato, a la comunión.
La explicación de este curioso fenómeno es bastante sencilla, sin desmedro de tantas teorías críticas que medran en estos tiempos.
Nadie, que sepamos, se ha sentido conmovido por una repentina pasión hacia Balzac o una atracción fulminante por Homero. Algo similar ocurre con la obra de Borges o del relativamente lejano Cervantes.
Queremos decir que tan sólo el hábito de la lectura, costumbre en principio modesta, puede conducir a la valoración del libro y sobre todo a la activa participación del lector en lo más íntimo de sus entrañas.
Solamente un paciente acercamiento al Quijote permitirá advertir, asimilar y gustar, hasta reencontrarnos en un siglo XVII reflejo del XXI. Entonces, la Insula Barataria y el expurgo de libros –sobre todo de los buenos–, dejarán de ser invenciones descabelladas para convertirse en espejo de nuestra realidad (¡ay!) global.
Otro tanto sucederá con la lectura de Borges, cuyas “ficciones”, más acá de laberintos y sesudas indagaciones, nos alcanzan a todos, argentinos incluidos.
Si admitimos, pues, que para llegar a la pasión por la lectura debemos atravesar previamente el arduo camino del hábito, la pregunta-objeción que cabe es: ¿cómo adquirir –o mantener– el hábito de la lectura en un mundo invadido por infinidad de “imágenes” subalternas, pantallas que ocultan o desfiguran, y finalmente alientan al daltonismo?
Hace muchos años, Ortega y Gasset nos dijo: “¡Argentinos, a las cosas!” No hemos ido a las cosas y ello está a la vista. Convendría que fuéramos también a los buenos libros.
El problema es atreverse a dar el salto, iniciar –o reiniciar– un hábito cuya recompensa secreta es tal vez la pasión por él cada día más urgente entre nosotros.