El chico que nunca soñó que podía llegar tan lejos
Seguramente ya todo ha sido dicho respecto de Walt Disney. Sobre todo en estos días en los que el almanaque informa que han pasado cien años exactos desde que vio la luz el creador de aquel bichito de los guantes imprescindibles, el pantalón rojo sujeto por dos grandes botones y las orejas negras y redondas que, según el ángulo desde el que se las mire, evocan el perfil de los viejos proyectores de cine.
Por eso no vamos a hablar de él como el papá de la criatura que nació como Mickey Mouse, fue Miki Kuchi en Japón, Topolino en Italia, Muse Pigg en Suecia y aquí simplemente el Ratón Mickey. Ni del Disney que es tan indiscutido rey del espectáculo familiar contemporáneo. Ni del creador de los parques temáticos, ni del que fue maliciosamente señalado como informante del FBI ni del que generó debates cada vez que alguna truculencia de sus fábulas hacía llorar a los espectadores.
Ya todo el mundo sabe de su impresionante cosecha de premios (entre ellos 48 Oscar y siete Emmy) y recuerda también que no ha habido lista de personajes influyentes del siglo XX que haya prescindido de su nombre. Y se comprende. Por eso, porque los datos de su vida artística y de su consagración pública están muy frescos, quisimos ir más atrás. A los orígenes, a descubrir al chico que fue Walter Elias Disney.
Manzanas y fraternidad
Y parece que todo comenzó en el plácido ambiente de Marceline, Missouri, donde el tío Robert había comprado una pequeña propiedad y donde los Disney buscaron refugio cuando consideraron que el barrio de Chicago en el que habían vivido durante algunos años se había vuelto, además de anárquico y estridente, bastante peligroso.
Era una casa pequeña, rodeada de cedros, sauces llorones, arces plateados y manzanos que en el primer otoño –Walt tenía poco más de 4 años– se cargaron de frutos. El chico recordaría siempre el tamaño de las rojas manzanas, pero más todavía el espíritu comunitario que reinaba entre familiares, amigos, vecinos y visitantes, sobre todo en tiempos de cosecha.
No tenía, por su edad, demasiadas obligaciones; mucho menos su hermanita Ruth, dos años menor que él y necesaria compañera de juegos, ya que los otros tres varones eran ya adolescentes y debían trabajar duro para ayudar a sus padres. Parece que fue ella el primer testigo de sus habilidades para el dibujo, sólo que a falta de lápices y papeles, al pequeño Walt se le ocurrió ejercitarlas en el granero con una negra y pegajosa brea. El disgusto paterno y la consiguiente penitencia deben de haber sido mayúsculos porque el episodio siempre le volvía a la cabeza como el único mal rato pasado en esos cinco años de inocente felicidad.
Otra mujer, su tía política Margaret –la dueña de casa–, estimuló tempranamente sus inclinaciones estéticas. Era ella quien le traía las coloridas tabletas de pasta que él usaba como lápices, y quien posaba para retratos que eran –recordaba Disney– invariablemente festejados como obras maestras.
El otro costado de su vocación –el de relator de historias– se manifestaba, por ahora, como encandilado oyente de los cuentos de familia –todos, desde la abuela Disney hasta el tío Mike, mecánico de los ferrocarriles, circulaban frecuentemente por la casa–, y, sobre todo, de las memorias de Erastus Taylor, un veterano combatiente que se hizo su amigo y le contó infinidad de anécdotas de los tiempos de la Guerra de Secesión.
La tercera manifestación clara de las tendencias artísticas de Walt –la vinculada con el espectáculo– se produjo algo más tarde, cuando sorprendió a sus maestros con la memorización de un famoso discurso de Abraham Lincoln, el “Gesttysburg Adress”. El chico se había presentado en la escuela caracterizado como el prócer y el entusiasmo de sus profesores fue tanto que ahí mismo debió emprender una minigira por todas las aulas del establecimiento para que el alumnado entero asistiera a la representación del hecho histórico.
Personificar a Lincoln no fue una ocurrencia fortuita. A Walt lo fascinaba tanto la representación que estudiaba cada detalle de los films de Chaplin para aprender a actuar, lo que puso en práctica con un amigo, Walt Pfeiffer, con quien preparó una serie de pequeños sketches para participar en competencias de aficionados. Por otro lado, no paraba de garabatear figuras de su invención o adaptaciones propias de tiras cómicas, como la de Maggie and Jiggs, muy popular por aquellos años. Y ya obtenía modestos éxitos: desde los 7 años había empezado a vender sus dibujitos entre los vecinos por algunas monedas.
Por fin, a los 14 años –después de una experiencia muy rica en lo personal, pero muy exigua en lo financiero como vendedor de diarios, golosinas y gaseosas en el Santa Fe Railroad–, empezó a estudiar arte. Primero en Kansas City, después en Chicago. Pero, muchacho al fin, lo que quería era ser soldado y combatir en la guerra que se libraba en Europa. No hubo caso, era demasiado joven. Tampoco habría conseguido ingresar como voluntario en la Cruz Roja si no hubiera mentido acerca de su edad. Pero lo logró, fue chofer de ambulancia y se dice que la suya estaba cubierta por sus dibujos.
Probablemente, tal ocurrencia forme parte de la leyenda, pero lo que sí se sabe es que por entonces logró sus primeros triunfos económicos pintando con los marrones y verdes del camuflaje cascos que después deformaba y aporreaba hasta dejarlos convertidos en despojos de la guerra, una mercadería irresistible para norteamericanos en busca de souvenirs.
Walt Disney acababa de descubrir su espíritu empresarial. Tenía apenas 18 años cuando regresó a Estados Unidos y ya se sentía preparado para ganarse la vida como artista. No le faltaba fe, pero seguramente no habrá soñado que podía llegar tan lejos.