El dilema del Monumento
La desnudez y el vacío simbólico caracterizan la obra que Peter Eisenman consagró a los judíos asesinados de Europa. Esa ola de piedra muestra una vez más las contradicciones de cualquier representación vinculada con aquella tragedia
Publicó, entre otros libros de ensayo, El imperio de los sentimientos; Una modernidad periférica; Escenas de la vida posmoderna; Borges, un escritor en las orillas; Tiempo presente, y La ciudad vista
Peter Eisenman, uno de los soles de la galaxia arquitectónica internacional, diseñó el Monumento de los judíos asesinados de Europa , que ocupa la tierra más cara de Berlín, a orillas del Tiergarten y cerca de la Puerta de Brandeburgo. Desde el punto de vista inmobiliario es lo máximo que el Estado alemán podía ofrecer como emplazamiento.
Sobre una superficie de 19.000 metros cuadrados, equivalente a dos canchas de fútbol, se ubicaron 2711 estelas o pilares de cemento gris, de 95 centímetros de ancho por 237 centímetros de largo, con alturas que van del ras del suelo a los 4 metros, separadas por pasillos de 95 centímetros. La variación de altura de las estelas responde a una combinatoria planificada pero imperceptible; no es un laberinto pero tampoco ofrece marcadas direcciones de recorrido. Visto desde arriba, el Monumento es una serena ola de piedra.
Se inauguró en Berlín en mayo de 2005. Lo precedió una historia de debates que comenzó el mismo día de 1988 en que la periodista Lea Rosh hizo pública la iniciativa de que la Alemania unificada construyera su primer monumento nacional ¿a los judíos exterminados?. ¿Como lugar donde las nuevas generaciones pensaran el pasado?, ¿como espacio para la rememoración de millones de víctimas? La respuesta, si es que hay una respuesta, fue parte de la discusión. Inaugurado el Monumento , y aun antes, empezó un nuevo reclamo sobre el derecho a su propio monumento de otros grupos asesinados por los nazis: los Sinti-Roma, los homosexuales, los desertores, los políticos?
El Holocausto es central en la reflexión sobre otros asesinatos masivos; es único y, a la vez, permite pensar diferencias como si su singularidad se abriera para enfrentar otros sucesos. Por otra parte, el Monumento desencadenó un debate estético e ideológico, previsible desde el momento mismo en que se eligió el proyecto de Peter Eisenman y el artista Richard Serra, con el cual se comprometió Helmut Kohl, canciller de la reunificación alemana. La comisión parlamentaria y la comisión ad hoc que siguieron todo el proceso pidieron cambios y el agregado de un centro de información que no estaba previsto. Richard Serra se retiró porque quiso modificar su primera idea y Eisenman, usando el sentido común capitalista que en los estadounidenses vuelve, a veces, indiscernibles el cinismo y la ingenuidad, siguió con el proyecto (según sus dichos) porque los arquitectos están más acostumbrados que los artistas a negociar con sus clientes. Sin embargo, Eisenman se negó a proyectar el Centro de Información: "Los monumentos no transmiten explicaciones".
Contra los símbolos
En 1999, cuando ya se había decidido a favor del proyecto de Eisenman, Jürgen Habermas escribió: "Como ciudadanos de esta nación los alemanes actuales buscan una expresión simbólica para la autocomprensión política de su relación histórica esencial con Auschwitz". Y más adelante: "Una representación a través del arte es difícil, probablemente imposible. Pero para el acto que busca en este caso su expresión simbólica no existe un medio mejor que lo visual como forma abstracta del arte moderno... Cada sucedáneo de concretización conduciría, en este caso, a una abstracción falsa". La no representación es un mandato presente casi desde un comienzo en la discusión sobre qué puede hacer el arte con el Holocausto. T. W. Adorno inauguró ese debate con su rechazo a que el Holocausto encuentre imágenes en el arte, no sólo una imagen a su medida porque ninguna imagen lo es a la medida de nada, pero tampoco una imagen que estableciera una relación significativa con el asesinato de los judíos. Hasta hoy el debate continúa; films como Shoah de Claude Lanzmann y ensayos como Imágenes pese a todo de Georges Didi-Huberman todavía discuten ese dilema.
Eisenman buscó la desnudez y el vacío simbólico. "En este monumento no hay objetivo, no hay final, no hay recorrido de entrada ni de salida. La duración de una experiencia individual no garantiza una comprensión mayor, ya que la comprensión es imposible." Se niega a una falsa apariencia de figuración. En su Monumento no existe posibilidad de fundar lo que Habermas rechaza como "un nuevo mito para la República". No hay representación. Pero lo que sucede en ausencia de representación no es invariablemente el silencio meditativo. Vivimos en sociedades de abundancia simbólica donde parece irremediable que ocurra o nada o falsas concreciones, como dirían, al unísono en este caso, Habermas y Adorno.
En un temprano reportaje de 1998, cuando todavía se estaba discutiendo la aceptación del proyecto pero Eisenman parecía convencido de que el canciller Helmut Kohl iba a apoyarlo, el arquitecto afirmó: "Mi proyecto es antisimbólico. El Monumento trata de alejarse de los tradicionales para dar un lugar a la experiencia de sus visitantes por medio de una experiencia del propio cuerpo". Será antisimbólico porque "los símbolos, que son fáciles de entender, reducen el monumento a producto de consumo. El monumento no deberá hacer posible una catarsis... y si transmite un mensaje, debe ser el que los símbolos no son posibles".
Lo que Eisenman buscó en su proyecto está en el corazón del credo moderno: el rechazo a una comunicación que, a través de explicaciones directas, incorpore el Holocausto a una línea de tiempo, justamente porque ese acontecimiento queda fuera de todo tiempo y marca en el tiempo su cesura. Ese programa debería acompañar al monumento como si fuera el manual de su teoría, advirtiéndole al visitante: has llegado hasta aquí para realizar una experiencia con tu cuerpo donde te perderás en un campo de estelas fuera de medida; y éstas no son estelas funerarias, son sólo bloques de cemento que no simbolizan ser tumbas, y que sería mejor que no interpretaras como tumbas. Un conjunto de interdicciones.
Mientras se estaba construyendo el Monumento estalló el affaire Degussa. La pintura antigrafiti con la que se revestía las estelas era fabricada por una empresa del mismo grupo económico que la que había producido el gas Zyklon usado en las cámaras de exterminio. Una historia de nunca acabar donde el camino pasa por un tembladeral y el pasado vuelve no como fantasma sino como empresa industrial. Degussa, a pesar de las protestas, continuó pintando las estelas. Difícil simbolizar esta trama que persiste y que también ha cambiado radicalmente a lo largo de sesenta años. En un monumento sin símbolos, la irrupción del nombre Degussa ocupó el lugar de una representación del pasado en el presente.
No tomar sol en traje de baño
El Monumento tiene instrucciones de uso. Meticulosamente se ha insertado una lápida entre las estelas con cinco indicaciones numeradas: sólo puede ser recorrido a pie y a ritmo de marcha (descartadas las bicicletas, los patines o el jogging ); como el visitante lo recorre "según su cuenta y riesgo" (es preciso evitar los juicios al Estado), se le advierte que no siempre son visibles las intersecciones entre pasillos; se le informa también que está prohibido hacer ruido, llamar a alguien en voz alta (la desaparición de los visitantes tras los pilares más altos pone esta tentación en el espíritu de todo el mundo), usar instrumentos musicales o aparatos de sonido, excepto aquellos cuyo volumen sólo alcance al oído de su portador; pasear perros o apoyar bicicletas o motos contra las estelas; fumar, hacer asados (se hacen muchos en el Tiergarten vecino) y consumir bebidas alcohólicas; ensuciar las estelas por cualquier medio; acostarse o treparse a ellas, saltar de una en otra y, finalmente, usarlas "para tomar sol en traje de baño".
Las instrucciones de uso son mucho más detalladas que las de cualquier monumento (no recuerdo indicaciones tan precisas en los campos de concentración accesibles ni en los museos, ni en el emplazamiento soviético de Treptow Park, ni junto a las decenas de pequeños recordatorios que hay en Berlín) y algo dicen sobre el éxito de la no simbolización buscada por Eisenman. Resistente a lo simbólico, sin placas ni nombres ni imágenes, el Monumento no tiene medios para impedir usos y costumbres profanos: sentarse a tomar una cerveza o fumarse un cigarrillo, saltar de un bloque a otro, acostarse un rato, correr carreritas, jugar a las escondidas. Las prohibiciones que acompañan al Monumento son una consecuencia de su austeridad simbólica.
El proyecto de Eisenman se resiste a simbolizar nada, aunque el tamaño de gran cantidad de las estelas se asemeje al de una tumba y los pilares verticales parezcan las piedras rectangulares sobre las que se escriben los epitafios. Un cementerio que no quiere ser cementerio, cuyo autor ha negado enfáticamente cada vez que se le ha sugerido que el Monumento parezca un cementerio. Y muchos visitantes acuerdan sin saberlo con Eisenman; por eso se conducen como difícilmente se conducirían en un cementerio: la adolescente que trata de posar como modelo de publicidad, asoma la cabeza y curva el cuello para que su madre la fotografíe pegada a las aristas de cemento gris. La madre, a mi lado, le dice: "Inclina más la cabeza, así tu pelo llega a tocar el piso". Y la chica, como no podría ser menos, obedece.
Un mes después de su inauguración, el diario Die Zeit informaba sobre el éxito del Monumento que habían visitado 12.000 personas por día y todos los taxistas de Berlín ya reconocían como el "Holo". El artículo terminaba con una pregunta pesimista: "Los gobiernos le cedieron el sentido al pueblo y ¿el pueblo toma su helado?" Eisenman buscaba una muda experiencia sublime. Pero la ciudad deglute lo que se le tira adentro. Esto tampoco significa que el Monumento a los judíos asesinados de Europa debió ser un gesto figurativo, retro y pesadamente cargado de símbolos. La contradicción es insuperable.