El grito que todo silencia
Solamente algunos escritores pueden cercar lo indecible. Acabo de leer a uno de ellos, y releí a otro, una mujer. La novela Una voz a través de una nube (Alpha Decay), del inglés Denton Welch (1915-1948), me hizo recordar la nouvelle Gutural (Alción) de la argentina Estela dos Santos (1940-2003).
Los dos autores describen la dura vida de hospital, así como el dolor físico y moral de los protagonistas. Lo hacen en primera persona. A pesar de que esos personajes pasan por experiencias semejantes, el modo de contarlas es muy distinto. Welch no viola la sintaxis, se vale de la racionalidad del lenguaje para iluminar la irracionalidad de la enfermedad y la muerte. Dos Santos emplea el fluir de la conciencia, pasa de la primera a la tercera persona, la narradora se desdobla; lo irracional se encarna literal y literariamente en el cuerpo mutilado.
Ambos narradores escribieron obras basadas en hechos autobiográficos, pero el cuento de Dos Santos es de una crudeza, por momentos, insoportable: en esas pocas páginas, la tortura disuelve el yo.
Maurice, el protagonista, de Welch, su álter ego, es un estudiante de arte que es arrollado por un automóvil mientras, en bicicleta, se dirigía a la casa de un tío. Los primeros capítulos describen el sufrimiento sin atenuantes, así como el maltrato y la despersonalización con que el personal (médicos, enfermeras, encargados de limpieza) trata a los pacientes. Además, está el encierro impuesto por la atención y la dependencia casi absoluta de quienes los cuidan. Estos se hallan revestidos de autoridad suficiente, más aún, necesaria, para convertir a las personas en “casos” sometidos a un protocolo.
Cada cuerpo de cada cama puede ser desnudado y exhibido a los ocupantes de las otras camas. Las distracciones son tanto un cigarrillo como un ataque de epilepsia. Welch es piadoso con el lector y con Maurice: dota a éste de un nombre, de parientes, le da treguas.
Cuando se produce la muerte de un internado, la agitación de la agonía es seguida por el silencio y, más tarde, por la vuelta a la rutina. Dice Welch: “Una sábana cubría la cara del muerto […] En lugar de considerar aquella ocultación de las circunstancias, como una forma de hipocresía y engaño, la tomé por lo que era realmente, un esfuerzo desesperado por hacer de la vida algo soportable y cuerdo”.
Estela dos Santos se ciñe al dolor y la marginalidad de los enfermos. Nada la aparta del horror. Nadie tiene nombre en su cuento. La identidad ha desaparecido en el hospital. Las camas son amparo y condena. Nunca se sabe por qué razón la protagonista está internada; tampoco por qué y de qué la operan. Los médicos, las enfermeras, las visitas reales o frutos de la fiebre, son otra forma de dolor, fastidio, castigo que el cuerpo se inflige a sí mismo. Las palabras, si las hubiera en ese hospital, son sinónimos del padecimiento, la locura y la muerte. La autora logra que el lector atisbe el dolor puro, absoluto, con palabras que cercan y acorralan algo que nunca podrán decirse con suficiente intensidad. Sólo el grito que anule todo otro sonido podría estar a la altura de esa ordalía sin Dios ni causa.
Cuando la mujer sin nombre va a dejar el hospital, recupera frágilmente su humanidad, llega a sentir una nostalgia anticipada de ese lugar, mira a las cuarenta camas numeradas que la contemplan, lloran, la saludan, y se dice: “Me reconozco en cada una. En cuarenta. En las baldosas, en el cielorraso, en las dos filas de camas, en la blanca quietud, en los treinta pedazos de cielo de las ventanas. Alzada en otros brazos un contacto dulce caliente recogido que no vale unas monedas. Ningún contacto las vale. No puedo despedirme de mí ni con un balbuceo”.
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