El hombre del salto
Ya no era una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de ceniza cayendo y casi de noche. Caminaba hacia el norte por los escombros y el barro y pasaban junto a él personas que corrían tapándose la cara con una toalla o cubriéndose la cabeza con una chaqueta. Iban con pañuelos apretados contra la boca. Llevaban los zapatos en la mano, una mujer con un zapato en cada mano pasó corriendo junto a él. Iban corriendo y se caían, algunos de ellos, confusos y desmañados, con los cascotes derrumbándoseles en torno, y había gente que buscaba cobijo debajo de los coches.
El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficina, folios normales con el borde cortante, pasando en vuelo rasante, revoloteando, cosas no de este mundo en el fúnebre cobertor de la mañana.
Llevaba traje y maletín. Tenía cristal en el pelo y en el rostro, cápsulas veteadas de sangre y luz. Dejó atrás un rótulo de Desayuno Especial y pasaron corriendo junto a él, policías de la ciudad y guardias de seguridad, con la mano apoyada en la culata de la pistola, para mantener estable el arma.
Las cosas de dentro estaban lejos y quietas, donde se suponía que él se encontraba. Sucedía por todas partes, en derredor suyo, un coche medio enterrado en escombros, con las ventanas reventadas y ruidos emergiendo, voces radiofónicas escarbando en las ruinas. Vio personas chorreando agua al correr, y cuerpos empapados por los sistemas de irrigación. Había zapatos descartados en la calle, bolsos y ordenadores portátiles, un hombre sentado en el bordillo tosiendo sangre. Vasos de papel llegaban en extraños rebotes.
El mundo era esto, también, figuras en las ventanas, en lo alto, a trescientos metros, cayendo al espacio libre, y la pestilencia del carburante en llamas, y el desgarrón sostenido de las sirenas en el aire. El ruido se hallaba por doquier corrían ellos, sonido estratificado que se les juntaba en torno, y él se adentraba en el ruido y se apartaba, al mismo tiempo.
Hubo otra cosa entonces, fuera de todo esto, no perteneciente a nada de esto, arriba. La vio bajar. Una camisa surgió del humo alto, una camisa que se levantaba y que flotaba a la deriva a la escasa luz y que luego volvía a caer, hacia el río.
Corrieron y a continuación se detuvieron, unos cuantos, quedaron ahí parados, balanceándose, tratando de respirar el aire ardiente, y los alaridos espasmódicos de incredulidad, las maldiciones y los gritos perdidos, y el papel amasado en el aire, contratos, currículos al vuelo, trozos intactos del mundo laboral, rápidos al viento.
Siguió caminando. Unos habían dejado de correr y permanecían quietos, otros tomaban por alguna bocacalle. Unos cuantos caminaban de espaldas, con la mirada puesta en el centro del suceso, en todas esas vidas que allí se retorcían, y las cosas seguían cayendo, objetos ardiendo, que dejaban estelas de fuego.
Vio dos mujeres llorando en su marcha atrás, mirándolo sin verlo, ambas en pantalón corto de deporte con el rostro desplomado.
Vio a unos cuantos del grupo de taichi del cercano parque, ahí de pie, con las manos extendidas más o menos a la altura del pecho, con los codos doblados, como si todo esto, incluidos ellos, pudiera ponerse en situación de expectativa.
Alguien salió de un restaurante y trató de entregarle una botella de agua. Era una mujer con máscara antipolvo y gorra de béisbol, que apartó la botella y desenroscó el tapón y luego volvió a ponerla a su alcance. ...l dejó el maletín en el suelo para cogerla, sin apenas darse cuenta de que no utilizaba el brazo izquierdo, de que había tenido que dejar el maletín en el suelo para coger la botella. Llegaron tres coches de policía por una bocacalle, en dirección al Downtown, muy de prisa, con las sirenas puestas. ...l cerró los ojos y bebió, sintiendo que el agua le recorría el cuerpo y arrastraba consigo el polvo y el hollín. La mujer lo miraba. Dijo algo que él no oyó. Le devolvió la botella y recogió el maletín. Había un regusto de sangre en aquel prolongado trago de agua.
Reanudó la marcha. Había un carro de supermercado en posición vertical y vacío. Detrás una mujer, frente a él, con cinta policial envolviéndole la cabeza y el rostro, la cinta de color amarillo que se utiliza para marcar los límites del escenario del crimen. Sus ojos eran finas arrugas blancas en una máscara brillante, y sujetaba el carro por la barra, mirando el humo.
Llegado el momento oyó el sonido de la segunda caída. Cruzó Canal Street y empezó a ver las cosas, por así decirlo, de otra manera. Las cosas no parecían cargadas del modo habitual, la calle empedrada, los edificios de hierro fundido. Había una ausencia fundamental en las cosas que lo rodeaban. Estaban sin terminar, sea ello lo que sea. Estaban sin ver, sea ello lo que sea, los escaparates, las plataformas de carga, las paredes rociadas de pintura. Quizá sea éste el aspecto que tienen las cosas cuando nadie las ve.
Oyó el sonido de la segunda caída, o lo percibió en el aire tembloroso, la torre norte, cayendo, un blando espanto de voces en la distancia. Era él cayendo, la torre norte.
El cielo aquí estaba más claro, y él pudo respirar más fácilmente. Tenía otras personas detrás, miles, llenando la media distancia, una muchedumbre a punto de constituirse, gente saliendo del humo. Siguió su marcha hasta verse obligado a parar. Lo golpeó rápidamente la evidencia de que no podía ir más lejos.
Intentó decirse que estaba vivo pero la idea era demasiado abstrusa para sentarse en él. No había taxis y el tráfico era escaso y a continuación apareció un viejo camión de portes, Electrical Contractor, Long Island City, y aparcó en línea y el conductor se inclinó hacia la ventana del pasajero y se puso a examinar lo que veía, un hombre incrustado de ceniza, de materia pulverizada, y le preguntó dónde quería ir. Estaba ya dentro del camión y había cerrado la puerta cuando comprendió hacía dónde se había encaminado desde el principio.
2
No fueron sólo aquellas noches y aquellos días en la cama. El sexo estaba por todas partes, al principio, en palabras, frases, gestos a medias, la más elemental insinuación de espacio modificado. Dejaba ella un libro o una revista y una pequeña pausa se establecía en torno a ambos. Esto era sexo. Iban caminando juntos por una calle y se veían en un escaparate polvoriento. Un tramo de escaleras era sexo, el modo en que se acercaba ella a la pared con él detrás muy cerca, tocar o no tocar, rozar ligeramente o apretar con fuerza, sentir que la acuciaba desde abajo, desplazando la mano alrededor del muslo, haciéndola detenerse, el modo en que se abría camino hacia arriba y alrededor, el modo en que ella le aferraba la muñeca. La inclinación que daba a sus gafas de sol cuando se volvía y lo miraba o la película de la tele cuando la mujer entra en la habitación vacía y da lo mismo que coja el teléfono o se quite la falda con tal que esté sola y ellos estén mirando. La casa que alquilaron en la playa era sexo, entrar por la noche, tras largas horas de rígida conducción, sintiendo ella las articulaciones entumecidas, y oyendo el suave jadeo de las olas al otro lado de las dunas, el choque y el deslizamiento, y ésta era la línea de separación, el sonido de ahí afuera en la oscuridad marcándole a la sangre un ritmo terrenal.
Sentada, pensaba en esto. La cabeza le derivaba hacia esto o se alejaba hacia los primeros tiempos, ocho años atrás, de esa prórroga al cabo siniestra que llamaron matrimonio. Tenía en el regazo el correo del día. Había asuntos que atender y había sucesos que acumulaban los asuntos, pero ella miraba más allá de la lámpara, la pared, donde ambos parecían proyectarse, el hombre y la mujer, incompletos los cuerpos, pero reales y resplandecientes.
Fue la postal lo que la hizo regresar, la postal que remataba el montón de facturas y correo diverso. Miró por encima el mensaje garrapateado, la consabida salutación de una amiga que se encontraba en Roma, luego miró de nuevo el anverso de la tarjeta. Era la reproducción de la portada de un poema de Shelley en doce cantos, primera edición, titulado Revolt of Islam, la rebelión del islam. Incluso así, reducida a tamaño postal, resultaba evidente que la cubierta era de bella estampa, con una R grande, iluminada, abarcando florituras de seres vivos, una cabeza de carnero y algo parecido a un pez de fantasía con colmillo y trompa. Revolt of Islam. La tarjeta era de la casa de Keats y Shelley de la Piazza di Spagna, y ella se dio cuenta ya en los primeros y tensos segundos de que la habían echado al correo un par de semanas antes. Era cuestión de simple coincidencia, o no tan simple, que esa tarjeta llegase en este preciso momento, con el título de ese libro en concreto.
Eso fue todo, un momento perdido en el viernes de aquella semana que duró una vida, tres días después de los aviones.
Le dijo a su madre:
-Parecía imposible, como regresado del otro mundo, ahí estaba, en la puerta. Qué suerte que Justin estuviera aquí contigo. Porque habría sido horrible para él ver a su padre así. Cubierto de hollín gris, de pies a cabeza, no sé, como de humo, ahí parado, con sangre en la cara y en la ropa.
-Hicimos un puzle, un puzle de animales, caballos en un campo.
El piso de su madre no quedaba lejos de la Quinta Avenida, con cuadros en las paredes, trabajosamente distribuidos en el espacio, y pequeñas piezas de bronce en los veladores y estanterías. Hoy, el salón se encontraba en situación de grato desorden. Los juguetes y los juegos de Justin estaban desperdigados por el suelo, echando a perder la calidad intemporal de la habitación, y ello resultaba agradable, pensó Lianne, porque, de otro modo, resultaba difícil no susurrar en un ambiente así.
-No sabía qué hacer. No funcionaba el teléfono. Acabamos yendo a pie al hospital. Pasito a pasito, como quien lleva a un niño pequeño.
-Pero, antes que nada, ¿por qué estaba en tu casa?
-No lo sé.
-¿Por qué no fue directamente a un hospital? Por ahí, a alguno del Downtown. ¿Por qué no fue a casa de alguien conocido?
Alguien conocido significaba una amiguita, una pulla inevitable, tenía que hacerlo, era más fuerte que ella.
-No lo sé.
-No lo habéis hablado. ¿Dónde está ahora?
-Está bien. Puede olvidarse de los médicos, por el momento.
-¿De qué habéis hablado?
-No tiene ningún problema de mayor consideración, no físico, al menos.
-¿De qué habéis hablado?
Su madre, Nina Bartos, había enseñado en universidades de California y Nueva York y llevaba dos años retirada, la Profesora Fulana de Tal de Esto y Aquello, como dijo Keith en una ocasión. Estaba pálida y flaca, su madre, en periodo de recuperación tras haber pasado por el quirófano para que le pusieran una rodilla nueva. Estaba por fin decididamente vieja. Era lo que quería, al parecer, estar vieja y cansada, aceptar la ancianidad, acatar la ancianidad, arroparse con ella. Los bastones, las medicinas, las cabezaditas de por la tarde, las dietas restringidas, las citas con los médicos.
-No tenemos nada de qué hablar, en este preciso momento. ...l lo que tiene que hacer es mantenerse alejado de todo, incluidas las conversaciones.
-Reservado que es.
-Ya conoces a Keith.
-En eso siempre lo he admirado. Da la impresión de que hay en él algo más profundo que el sedentarismo, el esquí o la baraja. Pero ¿qué podrá ser?
-La escalada. No te olvides de la escalada.
-Y tú ibas con él. Se me había olvidado, en efecto.
Su madre se removió en el sillón, con los pies apoyados en el escabel a juego, a esas horas, aún en bata, muriéndose por un cigarrillo.
-Me gusta su reserva, o como quieras llamarla -dijo-. Pero ten cuidado.
-La reserva es contigo, o era, en las contadas ocasiones en que hubo comunicación de hecho.
-Ten cuidado. Ha corrido un grave riesgo, lo sé. Tenía amigos allí. También lo sé -dijo su madre-. Pero si dejas que la comprensión y la buena voluntad te afecten el juicio
Estaban las conversaciones con amigos y antiguos colegas sobre la sustitución de rodilla, de cadera, sobre las atrocidades de la memoria a corto plazo y el seguro médico a largo plazo. Todo ello era tan ajeno a la noción que Lianne tenía de su madre, que lo atribuía a un elemento de representación teatral. Nina trataba de acomodarse a los verdaderos abusos de los años convirtiéndolos en una función teatral, otorgándose cierto grado de distancia irónica.
-Y Justin. De nuevo con un padre en casa.
-El chico está bien. ¿Quién sabe cómo es el chico? Está bien, ha vuelto al colegio -dijo-. Ya han abierto de nuevo.
-Pero tú estás preocupada. Lo sé. Te encanta alimentar tu miedo.
-¿Qué será lo próximo que pase? ¿No te haces esa pregunta? No sólo el mes que viene. En los años venideros.
-Nada es lo próximo. No hay próximo. Esto era lo próximo. Hace ocho años, pusieron una bomba en una de las torres. Nadie se preguntó qué sería lo próximo. Esto era lo próximo. Cuando hay que tener miedo es cuando no hay motivo para tenerlo. Demasiado tarde, ahora.
Lianne permanecía junto a la ventana.
-Pero cuando cayeron las torres.
-Me consta.
-Cuando ocurrió esto.
-Me consta.
-Creí que había muerto.
-Yo también -dijo Nina-. Tanta gente mirando.
-Pensando "está muerto, está muerto".
-Me consta.
-Viendo cómo se venían abajo esos edificios.
-Primero uno, luego el otro. Me consta -dijo su madre.
Tenía un surtido de bastones para elegir y a veces, en las horas desactivadas y los días lluviosos, subía la cuesta de su calle hasta el Museo Metropolitano y miraba cuadros. Miraba tres o cuatro cuadros en una hora y media. Miraba lo indefectible. Le gustaban las salas grandes, los viejos maestros, lo que de modo indefectible apresaba los ojos y la mente, la memoria y la identidad. Luego volvía a su casa a leer. Leía y se dormía.
-Ni que decir tiene que el niño es una bendición, pero, por lo demás, lo sabes mucho mejor que yo, casarte con ese hombre fue un tremendo error, y tú lo quisiste, andabas buscándotelo. Querías vivir de una manera determinada, pasase lo que pasase. Querías una cosa determinada y pensaste en Keith.
-¿Qué quería?
-Pensaste que Keith te llevaría a ella.
-¿Qué quería?
-Sentirte peligrosamente viva. Era una característica que tenías asociada con tu padre. Pero no era el caso. Tu padre, en el fondo, era un hombre cauteloso. Y tu hijo es un chico guapo y sensible -dijo-. Pero, por lo demás
De veras que le gustaba este salón, a Lianne, cuando estaba arreglado al máximo, sin los juegos ni los juguetes por ahí tirados. Su madre sólo llevaba unos años viviendo en esta casa y Lianne tendía a verla con ojos de visitante, un espacio serenamente dueño de sí mismo, de manera que no importaba si resulta un poco intimidatorio. Lo que más le gustaba eran las dos naturalezas muertas de la pared norte, obras de Giorgio Morandi, pintor que su madre había estudiado y sobre el que había escrito. Eran grupos de botellas, jarras, latas de galletas, nada más, pero había algo en las pinceladas que encerraba un misterio innombrable, para Lianne, o en los bordes irregulares de los floreros y jarrones, una especie de registro interno, humano y oscuro, alejado de la luz y el color de los cuadros. Natura morta. Era como si en italiano sonase con más fuerza de la necesaria, algo de mal agüero, incluso, pero de estas cosas nunca había hablado con su madre. Que los significados latentes se revuelvan y se retuerzan al viento, libres de toda observación autoritaria.
-De niña te encantaba preguntar. Siempre escarbando. Pero siempre eran las cosas equivocadas las que te despertaban la curiosidad.
-Eran cosas mías, no tuyas.
-Keith necesitaba una mujer que lamentase lo que hiciera con él. Es su estilo, conseguir que una mujer haga algo de lo que tenga que arrepentirse. Y lo que tú hiciste no fue cosa de una noche ni de un fin de semana. ...l estaba hecho para los fines de semana. Lo que hiciste
-No es el momento.
-Te casaste de veras con él.
-Y luego lo eché de mi lado. Tenía objeciones muy fuertes, que se habían ido creando con el tiempo. Lo que tú le objetas es muy distinto. No es ningún erudito, no es artista. No pinta, no escribe poesía. Si lo hiciera, le pasaría por alto todo lo demás. Sería un artista desaforado. Tendría derecho a comportarse inenarrablemente. Dime una cosa.
-Esta vez tienes más que perder. El respeto por ti misma. Piénsalo.
-Dime una cosa. ¿Qué pintores tienen derecho a comportarse de un modo más inenarrable, los figurativos o los abstractos?
Se oyó el zumbador y su madre se acercó al interfono a escuchar el aviso del portero. Lianne supo de antemano quién era. Subía Martin, el amante de su madre.