El Japón, el actor y el espejo
En esta crónica de un viaje al Imperio del Sol Naciente, Luisa Valenzuela narra cómo el deslumbramiento que le causó Ise Jingu, el santuario sintoísta, y el encuentro con el intérprete de teatro Kabuki, Sakata Tojuro IV, declarado Tesoro Nacional Viviente, le revelaron la esencia espiritual de aquel país
Para LA NACION
Todo viaje es una forma especial de lectura, y ahora sé que el Japón conviene visitarlo como quien lee un libro en ese idioma: de atrás para delante. Cosa que por supuesto sólo pude descubrir al final, por eso ahora puedo resumir mi deslumbramiento en dos palabras: Ise Jingu, el gran santuario sintoísta, como una metáfora.
Tanto gran cine japonés, tanta lectura voraz: Kawabata y Tanizaki y Oé, en su momento; la nueva pasión por Murakami (Haruki, el novelista del Crónica del pájaro que da cuerda al mundo , más que Takashi Murakami, el artista pop ), tanto sushi, sake y tratados sobre budismo zen no nos preparan para algo que trasciende la sorpresa y nos transporta a una esfera diferente de la realidad, o al menos de la captación de eso que nosotros llamamos realidad. Si en el Japón quiero negar sin palabras, no lo hago sacudiendo la cabeza o el dedo índice de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, no. Cruzo en cambio los antebrazos sobre mi pecho como quien pretende cerrar su corazón. Porque las voces, los signos y hasta los gestos separan a Occidente de ese Oriente que, como el de las perlas, tiene un reflejo propio. Contados son los que hablan inglés en Japón, unos pocos hablan castellano, quizá por la similitud en la pronunciación de vocales abiertas, pero una calidez humana innata los lleva a desvivirse para darnos a entender la respuesta a nuestras simples preguntas. El ritual del intercambio de tarjetas de visita es algo efectuado a dos manos y con leve inclinación de cabeza, su lectura exige tiempo. Reglas de cortesía que pueden ser aprendidas de antemano. No así todo aquello que dichas reglas ocultan, develándolo. El Japón, del que tenemos mil imágenes, es en realidad una cebolla de invisibilidades superpuestas.
Las máscaras
Un complot entre el aristotelismo occidental y las líneas aéreas me llevó a empezar el recorrido en Tokio. Parecía lógico a pesar de ciertos resquemores por esa megalópolis, mucho más imponente de lo que puede imaginarse. Tokio me resultó una Caracas supermoderna, de lujo, y no tuve tiempo de compenetrarme de sus vastos secretos. Cumplida mi conferencia en la Universidad de Tokio, opté por dedicarles los restantes días a las máscaras: el teatro Noh y el Gran Kabuki.
Más que una obra de teatro, el ancestral Noh puede ser tomado como una forma de meditación. Suele ofrecerse en los templos en ciertas fechas sagradas, durante toda la noche y al aire libre. Para conservar ese espíritu, el escenario del moderno Teatro Nacional de Noh, en Tokio, reproduce el techo del templo y su estructura, bajo la cual se presentan los hieráticos músicos y los actores que van narrando la historia con sus mágicas voces guturales. La sala, de última generación, tiene pequeñas pantallas en el respaldo de cada asiento para que el público extranjero pueda seguir el texto en inglés, mientras en escena los actores son figuras de movimientos casi imperceptibles, que caminan como sobre patines y, con una gracia milimétrica, otorgan a las máscaras diversidad de expresiones por el simple cambio de sombras al inclinar o elevar la cabeza. He ahí una síntesis de aquello que no se ve pero está y cobra valor simbólico, como los pilares que sostienen el proscenio, hechos con cipreses de 2000 años de vida, tantos como el Noh, el arte teatral más antiguo del mundo.
En la cómoda condición de espectadora, una puede permitirse el deslumbramiento, el desconcierto, el éxtasis y hasta el tedio ocasional. La cosa se complica cuando debo cambiar de rol para acercarme al más vistoso y activo teatro Kabuki, de espléndidos trajes y rostros maquillados como máscaras, porque tengo concertado un encuentro con Sakata Tojuro IV, Tesoro Nacional Viviente, supremo actor de Kabuki. Emiko Kashikura, que como toda moderna joven japonesa siempre viste sorprendentes y bellas combinaciones de ropa europea, se ha puesto su mejor kimono de primavera para oficiar de intérprete en la entrevista. Por mi parte, he estudiado el currículo de este alto personaje y comprendo que eso de "hacerse un nombre", entre las figuras el teatro tradicional, adquiere en Japón dimensiones concretas. Este magnífico actor, que en 1994 fue nombrado Tesoro Nacional Viviente por su capacidad de revivir, renovar y transmitir un arte muy antiguo, nació como Kotaro Hayashi (el apellido siempre va delante del nombre de pila en estos casos). A medida que crecía su capacidad, los nombres se fueron sucediendo, como herencias del talento de sus antepasados. Así, fue conocido como Nakamura Senjaku y más tarde, como Nakamura Ganjiro III, sucediendo a su padre y a su abuelo. Todos los grandes actores de esta forma teatral, creada en Kioto 400 años atrás por las mujeres y que por motivos supuestamente morales pasó a ser exclusividad masculina, forman parte de un largo linaje. Pero cuando en 2005 a Ganjiro III se le confirió el honroso nombre de Sakata Tojuro IV, la tradición se vio también renovada, porque quien hoy ostenta ese nombre que por dos siglos había quedado vacante no tiene un lazo de sangre con aquél que a fines de 1600 se especializó en el estilo de Kabuki refinado y abierto a la improvisación llamado wagoto .
La entrevista
Con Sakata Tojuro IV nos entendimos con la mirada, con algún gesto. Una comunicación extraverbal y feliz. ¿Dónde está el núcleo de su identidad?, creí querer saber antes de conocerlo. Y no terminaba de abrir la boca cuando me percataba de la banalidad del planteo en un sistema budista de pensamiento.
Todo ubica a este destacado personaje en las fronteras de la identidad tal como la concebimos nosotros: nació en 1932, un 31 de diciembre, al borde del cambio de año, fecha sumamente importante en Japón; fue rebautizado en múltiples ocasiones a lo largo de su carrera, es decir que asumió identidades ajenas hasta alcanzar la del gran maestro del teatro Kabuki. Fue nombrado Tesoro Nacional Viviente. Se especializa en papeles de onnagata , absolutamente femeninos, pero interpreta también personajes masculinos ( tachiyaku ), versatilidad muy poco frecuente en actores japoneses. Como si eso fuera poco, horas antes del encuentro supe de una particularidad semántica: en japonés, el pronombre "yo" varía según el emisor, no es la misma palabra la que usará una mujer o un hombre, un niño o un adulto, o una persona de menor jerarquía, al referirse a sí mismo. Entonces ¿dónde está la verdadera identidad, la esencia de este actor excepcional? ¿Qué "yo" usa cuando habla de sí en la vida cotidiana, quién es Tojuro Sakata IV, el Nakamura de tantos primeros nombres, aquel Hayashi Kotaro niño?
Voy tratando de verbalizar las preguntas con cuidado, porque de golpe recuerdo mis lecturas al respecto y sé que para el budista el yo no está en parte alguna, así como la esencia del carro no está en las ruedas, ni en los tirantes, ni en la plataforma, ni en ningún otro elemento que constituye el carro. Y el carro somos nosotros. ¿Transportamos qué? ¿El alma? No. El alma no existe para al budismo, somos apenas una chispa de conciencia.
Pero la mayoría de los japoneses son budistas y sintoístas, indistintamente. Ayako Saitou, profesora de literatura latinoamericana, traductora, me dijo que ella nació budista, se casó sintoísta y morirá budista, de acuerdo con los ritos para cada etapa. Así, el escritor Hisayasu Nakagwa, en su libro Introducción a la cultura japonesa, cuenta que las cenizas de su padre están enterradas mitad en un templo zen y mitad en un santuario sintoísta. Es quizá integrando fronteras como mejor se conserva la tradición.
Tojuro Sakata IV, con una placidez que emana de su fuero más íntimo, sonríe ante mis preguntas, dice encontrarlas interesantes. El actor que desde joven rompió con la rígida tradición del Kabuki de Tokio, más guerrero, para asumir el estilo depurado de Kioto, hoy se siente renacido. Se siente libre reviviendo el estilo kamigata heredado junto con el venerable y antiguo nombre al que sólo lo une una herencia espiritual. Y a una nueva pregunta responde que no es la burda imitación de una mujer lo que interpreta el onnagata , sino la búsqueda de la esencia de la feminidad que está en el fondo de cada ser humano. Descendiente de grandes actores de Kabuki, durante su juventud el Japón estaba en guerra y él quería ser soldado, olvidar el teatro. Pero encontró su verdadero destino gracias a un mecenas, Tetsuji Takechi, que supo ver su talento, lo apoyó y estimuló desde un principio. Y hoy se ha convertido en Tesoro Viviente, no en héroe de guerra. Confiesa que en su hogar nunca se habla de teatro Kabuki y sin embargo, sus hijos y nietos han seguido la tradición. ¿Correrá por la sangre?. En una de las obras iniciales, él actuó de enamorado de su propio padre, famoso onnagata; ahora los roles se invierten al actuar con su hijo.
¿Cómo se alcanza la esencia del personaje hasta el punto de ser otro, cambiar de edad, de género, de tiempo, como exige el Gran Kabuki? ¿Es algo que se adueña de uno, como un espíritu que aparece cuando se hace el vacío dentro de sí?, pregunto. Plegando con toda delicadeza una mano sobre la otra, Tojuro habla de cierta vez cuando lo convocaron a un gran templo para personificar al monje Saicho, el sagrado difusor del budismo en Japón. Sintió entonces que era una responsabilidad que lo superaba, pero llegado el momento, los resquemores desaparecieron y de alguna manera logró ser el monje Saicho, no personificarlo. Son aprendizajes del cuerpo, quizá, que entran en acción impidiendo que la mente se inmiscuya con sus preconceptos y temores. Este excelso actor y bailarín se niega a encasillarse en las imposiciones de su disciplina, confiesa haber aprendido de los grandes actores del teatro Noh el movimiento que surge desde las caderas bajas, y la respiración, de quienes manipulan los muñecos del teatro Bunraku del cual han surgido muchas de las ancestrales piezas de Kabuki.
Sutiles puntos de contacto fui entreviendo entre el Japón y los sistemas de pensamiento de nuestros pueblos originarios. No alcancé a comentarlo con Tojuro Sakata IV, pero quizá él lo intuya y por eso mismo desea viajar a nuestra América para brindarnos su arte. Y volver como actor y con toda su compañía a Buenos Aires, ciudad que visitó el año último como simple acompañante de su esposa, Chikage Oogi, entonces presidenta del Senado de su país pero también ex actriz, madre de una nueva generación de actores de Kabuki.
El secreto de Ise Jingu
Además de los famosos templos budistas, cada ciudad japonesa tiene numeroso santuarios y altares sintoístas, todos espléndidos y vivos, donde acuden centenares de fieles a depositar sus ofrendas y a expresar sus deseos. Espacios sagrados, radiantes con sus torii rojos, esos arcos de entrada que en Inari se vuelven incontables para formar un túnel de cuatro kilómetros de largo que trepan la montaña hasta el altar principal. Con frecuencia, zorros guardianes custodian las entradas a los diversos templos que configuran el sistema de cada santuario, con fachadas del preciso color naranja que aleja a los demonios.
Ise Jingu es, en cambio, la austeridad misma, como si fuera el zen del sintoísmo. Consagrado a la diosa del Sol Amaterasu Omikami , es el más sagrado de los santuarios y vela por la felicidad de todo el país. Situado en medio de un majestuoso bosque de cedros y alcanforeros gigantes, cada uno de los templos que lo constituyen se encuentra oculto tras altas empalizadas. Siguiendo la costumbre, en el sanctasanctórum la deidad está representada por un espejo. Un espejo enfundado, en este caso, que nadie ha visto en los últimos dos mil años, cuando la princesa Yamatohime no Mikoto lo trasladó al sitio actual tras la muerte del undécimo emperador Suinin. Sólo la familia imperial, supuestos descendientes de la diosa, tiene derecho a mirarlo o mirarse en él, pero hasta ahora nadie lo ha intentado. A medida que una funda de brocado se desgasta con el correr del tiempo, se le superpone otra, y el espejo está ya cubierto por una espesísima capa de sedas. Hasta aquí la parte "borgeana" del santuario.
Otro aspecto de su misterio me recuerda el cuento "Las dos Numancias" de Carlos Fuentes, pero claro, éstas son occidentales referencias literarias ante algo infinitamente más concreto aunque también abstracto. La tradición exige que cada veinte años hasta el último altar sea destruido y reconstruido utilizando maderas nuevas. Cada templo es desplazado ora al este, ora al oeste, respetando el camino del sol (de la diosa Sol). El 2014 verá la próxima reconstrucción. Santuarios lejanos recibirán la madera usada, los nuevos templos idénticos a los primigenios serán levantados a la antigua usanza, sin clavos, respetando todas las reglas y ceremonias. Los tres sacerdotes-hacheros se están purificando desde ya y aprendiendo los métodos tradicionales de corte de los añosos árboles, así como los gestos sagrados para obtener permiso de los dioses del bosque. Y cuando cada edificio esté reconstruido, en lo profundo de la noche se llevará a cabo la gran ceremonia secreta del traslado de los objetos rituales y los tesoros del templo a sus nuevas moradas. Algún miembro de la familia imperial quizá esté presente, pero sólo el Emperador tiene derecho a ver el espejo de la Diosa, aunque ninguno desde el comienzo de nuestra era ha tenido la curiosidad o quizá la valentía de rasgar el velo, es decir, desenvolver las sucesivas capas de seda. Quizá el espejo ya no esté, puede haberse desintegrado con el paso de los siglos. Qué importa. El intocado símbolo perdurará para siempre.
Así se va entendiendo aquello que no tiene por qué ser entendido por la reflexión sino captado de golpe, como un satori , al igual que la idea de identidad, tan rígida en Occidente, que en Oriente parecería diluirse y desconfigurarse superponiendo estratos. Y nuevos nombres honoríficos, hasta alcanzar una forma de la esencia.
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