Carlos Fuentes. El mago y su doble
La escritora argentina evoca etapas de una amistad que tuvo como escenarios ciudades de Europa y de Estados Unidos. En todo lugar y tiempo, el mexicano desplegó una generosidad y un entusiasmo inagotables
La edad del tiempo es el título bajo el cual Carlos Fuentes va reuniendo buena parte de su vasta obra. Una paradoja más de las tantas que le gusta explorar, porque sabemos que el tiempo no tiene edad. Y parecería que Carlos Fuentes tampoco. Su obra nació madura con La región más transparente, la novela inicial que en estos meses celebra su primer medio siglo, y conserva una constante juventud hecha de sorpresas y de hallazgos. “Hombre del Renacimiento”, lo califican los críticos angloparlantes por el vasto espectro de su saber, que más allá de la literatura abarca el mundo de la política, de las artes plásticas, del cine, de la arqueología y la antropología mexicana, de la crítica literaria. Una vastísima erudición que hace pensar en el don de la ubicuidad. Como su persona, que suele estar en todas partes además de interesarse por todos los temas. Durante nuestro largo diálogo telefónico, que entabló sin el menor apuro, pensé que actúa como si tuviera un doble, porque su actividad social (en ambos sentidos de la palabra) no parecería dejarle tiempo para escribir. O para dormir. Y vino a mi memoria el cuento de Henry James, “La vida privada”, en el cual un dramaturgo de asidua presencia en los círculos intelectuales británicos tiene un íncubo o sombra que le escribe los textos tan aplaudidos. “Son dos”, dice el narrador, “uno sale, el otro se queda en casa. Uno es el genio, el otro es el burgués, y es solo al burgués a quien conocemos personalmente”. El personaje público del cuento es opaco y aburrido, en cambio a Fuentes su original inteligencia y agudeza mental nunca lo abandonan, ni siquiera en los momentos más duros de su vida. Por eso no le mencioné el cuento, aunque el espíritu de James estaba allí, latente. Más tarde, cuando reencontré una entrevista que le había hecho diez años atrás, descubrí que Carlos mismo lo había traído a colación de manera vaga, sin recordar detalles pero, como siempre, atento al tema del doble y del fantasma, vías de acceso para ver y traducir lo que está inscrito más allá de la barrera de la muerte. Y también para denunciar esa imposibilidad humana: la mismidad. Somos a la vez nosotros y el otro que dormita en la penumbra inconsciente, y en cualquier momento puede despertar de un salto para atacar a traición, y si la literatura romántica hace su agosto con amenazas semejantes, la literatura de Fuentes le confiere un estatus inquietantemente contemporáneo.
A Carlos Fuentes lo conocí en París en 1973, en casa de Fernando Botero. Silvia Lemus, su joven mujer, estaba embarazada de su primer hijo (Carlos Fuentes Lemus), ese talento precoz lamentablemente fallecido (1973-1999), pero seguía con sus programas para la televisión mexicana. Cuando los llamé como habíamos acordado, Carlos me conminó a tomar un taxi y llegar a su departamento de inmediato porque Silvia estaba entrevistando a Eugène Ionesco. Yo quería conversar con él, él me ofreció un bonus. Así siguió actuando siempre, Carlos Fuentes, con su enorme generosidad intelectual. Cuando recibió junto con García Márquez una beca del gobierno mexicano para creadores eméritos y ambos decidieron donarla, fue Fuentes quien propuso la idea de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, la misma que desde 1994 hace de Guadalajara un centro excepcional para el diálogo del subcontinente.
A lo largo de los años, mis reencuentros con Carlos y con Silvia Fuentes fueron múltiples, muy variados, memorables todos. Pero quizás el más impactante para mí fue en el 83, cuando nos invitaron a ambos a leer –en inglés por cierto– en la 92nd Street Y de Nueva York, prestigioso auditorio donde todos los lunes dos escritores de renombre presentan su obra. Siempre el segundo en leer es mucho más prestigioso que el primero, claro. No éramos amigos aún, lo había visto muy poco en esos años, solo compartíamos editor y Fuentes había sido generoso con su frase de contratapa para mi novela. Habría de descubrir aquella noche que su generosidad no conoce límites. Porque en cuanto recibimos la invitación propuso que hiciéramos algo original: escribiríamos un diálogo para recién después leer cada uno extractos de la propia obra. Me pareció un honor intimidante al máximo. Pasaron los meses sin que yo supiera nada de Fuentes, que estaba de viaje, y preferí callar. Hasta que en la última semana organizamos el texto, y ahí estaba yo, en bambalinas, espiando una sala repleta –900 butacas, entradas a buen precio– y queriendo desaparecer. Pero llegó el momento de salir a escena y hacer la presentación tal como lo acababa de proponer Fuentes: Ladies, dijo él, and Gentlemen, agregué yo, para luego decir al unísono Welcome to the North- South Dialogue. Y así largó lo que fue para mí la más maravillosa experiencia escénica, porque la energía que manaba de ese hombre me iba llegando como un espaldarazo y me izó a su altura, la de alguien que ama al público y está dispuesto a brindarle lo mejor de sí.
Y he ahí un secreto de Fuentes, pienso ahora, el ponerse en juego de cuerpo entero y con toda felicidad y dedicación: en su obra, en sus llamados al diálogo político, en sus presentaciones públicas y hasta en sus encuentros más simples y amistosos. Hay miles de ejemplos, por todo el mundo por donde pasa, de esa fuerza, ese entusiasmo intelectual.
El mismo que puso para crear la Cátedra Alfonso Reyes en el Instituto Tecnológico de Monterrey, a fin de que los egresados no solo sean los principales ingenieros y técnicos mexicanos sino que tengan además una sólida preparación humanística. Cada año, en las reuniones del consejo consultivo de la cátedra, al que tuve el orgullo de pertenecer, entrar en el auditorio del Tec junto con Fuentes era recibir una fervorosa ovación de pie. Nos reíamos mucho. En este diálogo le recordé sus dotes de actor, y pregunté sobre su experiencia al respecto. “Fue de joven pero nada serio”, me dijo, “eso sí, admiro a los actores, soy muy cinéfilo, muy teatral y muy operístico, me encanta el espectáculo”. Nadie lo pone en duda. Y cuando Teresa Costantini lo invitó a actuar en una de sus películas, Fuentes le contestó que solo aceptaría si el papel era parecido a uno de Arturo de Córdova. Resultó imposible, él era demasiado joven o demasiado viejo para el rol, no recordaba. Aunque, acotó, el tema de la edad es una simple cuestión de voluntad.
Y sí: la edad del tiempo.
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