El ministro que no quería ser ministro
Para entender la renuncia de Darío Lopérfido al Ministerio de Cultura de la ciudad hay que remontarse no a su asunción de ese cargo, sino a fines de enero de 2015, cuando llegó al Teatro Colón. Se inició una nueva época para el teatro en la que se reforzó una programación más "jugada", se calmaron los conflictos gremiales y se introdujeron novedades; por ejemplo, las transmisiones en streaming o, ahora, el estreno iberoamericano de la ópera Die Soldaten, de Zimmermann. Pero vinieron las elecciones. Ganó Cambiemos y había cargos que cubrir. Podría suponerse que, para Lopérfido, esa obligación comportaba la distracción de un proyecto, el del Colón y el de OLA, que acababa de poner en acción. Él no quería dejar ese lugar: el ministro nunca quiso ser ministro. Hay ahí una clave
Un año exacto más tarde, a fines de enero, pero de 2016, la declaración de Lopérfido sobre el número de desaparecidos aceleró las cosas. Empezaron y siguieron los escraches y solicitadas. Puede ser que esos escraches erosionaran su figura y precipitaran internas. Pero sería lamentable que la razón excluyente del alejamiento de Lopérfido pasara por ahí; sentaría un precedente alarmante: la ilusión de que cualquiera que esté en desacuerdo con la opinión de un ministro tiene la facultad de hacerlo "saltar"; y, en el mismo movimiento, terminaría dando legitimidad a una metodología fascistoide de protesta.
La vuelta plena al Colón cierra un círculo, pero deja heridas.
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