Bicentenario de Giacomo Leopardi. El perfume del desierto
El gran poeta de los Cantos es una de las figuras más altas del romanticismo europeo. Su obra marcó la literatura italiana y es admirada hasta tal punto por sus compatriotas que cualquiera de ellos puede recitar de memoria "El infinito". En esta página, el autor de El olivo y el acebuche evoca la vida de Leopardi.
"ERA de escasa estatura, flaco y agobiado, de color blanco tirando a pálido, de cabeza grande, frente cuadrangular y ancha, ojos celestes y lánguidos, nariz perfilada, rasgos delicadísimos, de pronunciación un tanto apagada y sonrisa inefable y casi celestial". Este es el retrato físico que traza de Giacomo Leopardi, en el libro de memorias Sette anni di sodalizio con Giacomo Leopardi , Antonio Ranieri, quien llevó a su amigo a Nápoles, su ciudad, donde el poeta murió a los 39 años. Hay otros retratos de Leopardi trazados por personas que lo conocieron y frecuentaron. Trivial, si no desagradable, entre tantos, el de August von Platen, quien, escapando de Alemania y en viaje a Sicilia, al llegar a Nápoles vio al poeta. "La primera impresión de Leopardi, que Ranieri me presentó el mismo día en que nos conocimos, es del todo horrible cuando uno se lo ha pintado según sus poemas. Es pequeño y jorobado, tiene el rostro pálido y doliente... y acentúa esta mala impresión su modo de vivir, porque hace del día noche y viceversa".
Extraño encuentro entre dos poetas líricos cuyos destinos marcaban las últimas horas (von Platen moriría poco después en Siracusa). Uno, el alemán, cristalizado en la contemplación amorosa de la Belleza, en el mito de la condición griega mediterránea ya desaparecida, que detiene la mirada en la superficie de la realidad, en la máscara. El otro, Leopardi, a quien, más que la deformidad física y los tormentos de la enfermedad, lo aniquilan, en aquella última etapa de Nápoles, el dolor sin remedio, la infinita desesperación que ya ni consoladores recuerdos ni ilusiones podían mitigar.
Leopardi había proyectado la mirada más allá de todo límite, más allá de la finitud del tiempo y del espacio, más allá de la cultura y la filosofía. Había visto en el impasible y eterno movimiento del universo la desgarradora insignificancia de la vida, la horrible nada de la existencia humana. No sospechó von Platen que aquel "horrible jorobado", en aquellos días, en Torre del Greco, en las laderas del Vesuvio, estaba componiendo sus últimos "cantos", su más alto mensaje lírico, antes del final y del silencio: " Il tramonto della luna " y " La ginestra o il fiore del deserto ".
Giacomo Leopardi había nacido en junio de 1798, en Recanati, un pueblo de las Marcas, entonces parte del Estado Pontificio, bajo el dominio del Papado. Un pueblo situado en una colina, frente al mar Adriático. Hijo del conde Monaldo y de Adelaide Antici, su infancia transcurrió en un austero palacio construido en los alrededores del pueblo, en un atormentado momento histórico. Dos años antes, las tropas francesas habían invadido -y esto pareció un insoportable sacrilegio- el Estado Pontificio. Por Recanati había pasado incluso Napoleón, el "bribón" que había trastrocado el orden político y difundido por aquellas tranquilas regiones el germen del jacobinismo, la mala planta de la revolución.
Cuando los partidarios del Papa y los "sanfedisti" (los soldados del antirrepublicano Ejército de la Santa Fe) de las Marcas recobraron el poder, la reacción fue dura y los viejos poderes se hicieron más férreos e intolerantes. El conde Monaldo Leopardi, que se jactaba de la antiquísima tradición familiar de fidelidad a la Iglesia, era el portaestandarte de esa reacción, el más convencido defensor del poder temporal de la sacra majestad del Pontífice y de la nobleza. Su esposa, Adelaide, controlaba, en el asfixiante seno familiar, la observancia de las más cerradas y mortificantes prácticas religiosas y, al mismo tiempo, la conducción económica de la casa, el saneamiento, con privaciones y sacrificios impuestos a los hijos, del patrimonio familiar que el marido imprevisor e inepto había reducido. Era ella quien dirigía servidumbre, hijos y marido, un Monaldo débil que ocultaba su dependencia en el apego a las formas y las apariencias.
El conde halló su desquite, acaso contra la ignorancia de la mujer, en el estudio, en la erudición. Y formó la biblioteca, la famosa biblioteca de los Leopardi. A los libros heredados añadió otros, hasta llenar cuatro salas del palacio, libros recogidos aquí y allá, en conventos y bibliotecas de canónigos, una mezcolanza de libros útiles e inútiles. En ese laberinto se formó Giacomo, junto con los hermanos Carlo y Paolina, con preceptores inverosímiles, inadecuados. El niño, de muy precoz inteligencia, prodigiosa memoria y extraordinaria sensibilidad, recorrió todos los meandros de la biblioteca, supo salir sagazmente de las oscuras sinuosidades de la erudición inútil y paralizante, en las cuales se había perdido el padre, para alcanzar la luz clara de la cultura, el sol de la poesía.
Leyó " tous les livres ", aprendió solo, además del francés y el español, el griego y el hebreo. Los clásicos griegos y latinos fueron objeto de un "estudio insensato y desesperado" y lo llevaron a la sublime ciencia de las palabras, la filología, pero comprometieron para siempre su salud, lo volvieron frágil como una plantita privada de oxígeno, marchitada antes de florecer. Sus únicas evasiones, en aquel pueblo retrógrado y odiado, el "natal borgo selvaggio", eran los paseos por el jardín, el espectáculo de la placita que se abría ante el palacio, con casas de gente humilde, y la visión de muchachas del pueblo, como aquella Teresa Fattorini que murió tísica y le inspiró el canto "A Silvia".
De esas miradas a la vida nacían sus fantasmas femeninos, las ilusiones de la juventud; nacía el amor por la naturaleza, por la blanca luna, símbolo dulce y púdico de perdón, de quietud. La colina, detrás de la casa, y el seto llevarán al poeta a la meditación, al primero, más profundo y famoso canto, en el cual se despliega su "pensamiento poetizante". En "El infinito", Leopardi atraviesa las regiones de la filosofía, el conocimiento, la memoria de todo canto para alcanzar la tierra originaria de la inocencia y lo primigenio, donde florece la más genuina poesía. Transpone en "El infinito" todos los confines, se sumerge en los "ilimitados espacios", en los "sobrehumanos / silencios y profundísima calma", en la nada de la cual provenimos y en la cual nos disolvemos.
"Estaba horrorizado de hallarme en medio de la nada, nada yo mismo. Me parecía que me ahogaba, considerando y sintiendo que todo es nada, sólida nada", anota, cuando toda ilusión se ha desvanecido y el pesimismo es más agudo, en el Zibaldone , libro del alma, diario inmenso, libro sapiencial, tratado filosófico, lingüístico, histórico, social; incesante y agobiadora interrogación. El anacoreta, el asceta, martirizado prisionero de la biblioteca, de los funestos progenitores, del palacio, del pueblo, entra en el más negro nihilismo, anhela el suicidio. Escapa por fin de aquella prisión para entrar en la gran prisión del mundo. Reside en Roma, Bolonia, Pisa y Florencia. Conoce a poetas, literatos, filólogos. Solitario y extranjero en el mundo, en la vida, se ve obligado a frecuentar salones y academias.
En Florencia, la capital del ducado más liberal de entonces, se vincula con patriotas napolitanos exiliados después de la revolución jacobina de 1799. Allí encuentra a su compañero Antonio Ranieri. Juntos llegan a Nápoles, ese caos, ese magma de vitalidad y miseria, de alegría y violencia, esa gran madre del Mediterráneo sobre la cual se estaba abatiendo el ala negra del cólera. Allí, en su refugio en las laderas del volcán, se pone la luna "y se decolora el mundo". Allí, en la oscuridad y en el desierto de todo, sobre el infecundo manto de lava petrificada, brota, sumo don a los mortales, "la perfumada retama". Tú, flor gentil -dice- que "elevas al cielo un perfume de dulcísimo aroma que al desierto consuela". Milagrosamente florece, sobre el desierto del mundo, la poesía. La poesía inmortal de Leopardi.