Danza | Jean-Guillaume Bart. El príncipe y el maestro
El coreógrafo y bailarín estrella de la Opera de París, que estuvo en Buenos Aires para dictar una serie de clases, defiende la escuela de ballet clásico. Menciona la posibilidad de una colaboración entre el instituto de baile de aquel teatro y el Colón
"¿Cómo negarlo? Dejar de bailar fue para mí un auténtico tormento", confiesa Jean-Guillaume Bart, coreógrafo y bailarín estrella de la Ópera de París. A los 36 años, después de dedicar toda su vida a la danza, el inolvidable príncipe del Lago de los Cisnes , de Raymonda , La Bayadère , Giselle , Cascanueces y tantos otros ballets del repertorio clásico puso fin a su carrera en 2007 para recorrer un nuevo y apasionante camino de la creación: enseñar.
"Me encanta la idea de ayudar a otros bailarines a conocer su cuerpo y a no hacerlo sufrir. Me gustaría que los demás aprovechen mi experiencia y mi trayectoria", confesó a LA NACION el bailarín que recientemente estuvo en Buenos Aires, donde trabajó durante quince días con el Ballet Estable del Teatro Colón y con los alumnos del Instituto Superior de Arte de ese teatro. "Nos gustaría echar las bases de una colaboración permanente entre la escuela de danza de la Ópera de París y el Teatro Colón", comenta.
-Todos conocen su carrera de bailarín clásico pero muchos ignoran que, a la vez, usted fue coreógrafo. Aparentemente, esa fue una de sus primeras vocaciones.
-Sí, desde pequeño me sentí fascinado por la coreografía. Me encantaba escuchar la música e inventar pasos y figuras para acompañarla.
-¿Y cuándo pudo poner en práctica esa vocación en forma más profesional?
-Como coreógrafo siempre intenté defender el vocabulario clásico porque es algo que tiende a perderse en Francia, donde cada vez está menos de moda. Yo, que pertenezco a esa escuela y la disfruto plenamente, trato de transmitirla a través de clases y en mis coreografías. En todo caso, hasta el momento, solo hice coreografías para solistas de la Ópera o para escuelas. La primera vez que realmente trabajé para una gran compañía fue en Rusia, donde hice la puesta en escena de El Corsario para el teatro de Ekaterinburgo, en los Urales.
-¿Alguna vez quiso dedicarse a otra cosa que no fuera la danza?
-No. La danza es un arte extremadamente exigente. Cuando uno comienza no puede hacer otra cosa. Cuando era pequeño nunca pensé que se podía vivir de esta profesión. Pero una vez que comencé, fue para siempre. Cuando en 1983 entré en la escuela de danza de la Ópera, todo siguió su curso.
-La vida de un adolescente que quiere llegar a ser uno de los mejores en la Ópera de París no es fácil. ¿Cómo fue para usted?
-Imposible decir que nunca hubo dificultades. Pero no puedo quejarme. Y después, de todas maneras, esta carrera es mucho más fácil para los hombres que para las mujeres. Hay menos competencia. Hay muy pocos jóvenes que quieren ser bailarines clásicos, mientras que las chicas son innumerables.
-En 2000 fue nombrado bailarín estrella de la Ópera de París. ¿Cuál es la diferencia entre pertenecer al cuerpo de baile y ser la estrella?
-Hay una enorme diferencia. Cuando me convertí en bailarín estrella, fue como si cambiara de profesión. A partir de ese momento, uno está bajo los proyectores, el público viene a verlo a uno. Eso impone la obligación de aportar cosas nuevas, de desarrollar una personalidad exclusiva. En el cuerpo de ballet se está más o menos a las órdenes del grupo. Lo fundamental en esa situación es ser igual que los demás, no sobresalir. Cuando se es bailarín estrella es exactamente lo contrario.
-¿Es verdad que hubo una época en que le hacían bailar roles que usted detestaba? ¿Se puede cambiar eso?
[Risas] -Sí. Cuando se es joven bailarín estrella es difícil decidir lo que uno quiere. Con la experiencia y con la notoriedad, ese tipo de cosas se vuelven más fáciles. El bailarín estrella tiene un verdadero derecho de opinar sobre los roles que interpreta.
-¿Nunca sintió la necesidad de independizarse como sucedió con tanta gente de la Ópera de París, por ejemplo, Marie-Claude Pietragalla o Sylvie Guillem, que se fueron para seguir sus propios derroteros?
-No. Yo siempre me sentí a gusto en la Ópera. Por otra parte, desde hace unos años, el repertorio de nuestro teatro se ha diversificado considerablemente. Al mismo tiempo, yo me afirmé sobre todo en los roles clásicos. Al principio no me gustaban demasiado. Pero ahora lo reivindico, porque no todo el mundo puede hacerlo. Incluso el término "bailarín clásico" se ha vuelto peyorativo en Francia. Mi carrera estuvo marcada sobre todo por roles de príncipe y debo decir que, a veces, he visto críticas terriblemente desdeñosas por ese tipo de papel. Cuántas veces dijeron: "Oh, Jean-Guillaume Bart otra vez hace de príncipe. Es lo único que sabe hacer". Desde luego no es así. Finalmente, después de años de hacer ese tipo de papeles, uno siente que puede hacerlo cada vez mejor. ¿Por qué no? Hay otros que fueron capaces de dedicarse a la danza contemporánea mejor que yo.
-Volviendo a su trabajo como coreógrafo. ¿Cuál es su método? ¿Cuál es, por ejemplo, su relación con la música?
-Yo tengo más bien una actitud absolutamente pro Balanchine: le doy importancia a la música antes que nada. Hasta ahora no he tenido ocasión de hacer piezas narrativas, aun cuando esa es una experiencia que me tienta cada vez más. Pero es cierto que siempre tuve una relación privilegiada con la música. En general, primero trabajo en función de la música y después adapto de acuerdo con las capacidades del bailarín. En todo caso, hasta el momento, solo he tenido tiempos muy cortos de creación, lo que no me ha permitido hacer cosas diferentes.
-Usted evoca con frecuencia la estrecha relación que tuvo desde el punto de vista artístico con la bailarina y coreógrafa Florence Clerc
-Es cierto, Florence Clerc me ayudó a desdramatizar las dificultades técnicas y a liberarme desde el punto de vista artístico. Desde que la conocí y comenzó a hacerme trabajar, Florence fue alguien precioso para la evolución de mi arte. Si bien ahora ya no estamos tan en contacto en el nivel profesional, seguimos muy unidos en el terreno de la amistad.
-¿Cuáles son para usted los mejores cuerpos de ballet del mundo en la actualidad?
-Quizás no debería decirlo así, pero, sin duda, la Ópera de París. También la escuela rusa Marinski (originalmente el teatro imperial, fundado en 1784), cuya formidable escuela de ballet conservó la tradición y supo hacerla evolucionar. El Bolshoi tiene un cuerpo de ballet fabuloso. Incluso el Royal Ballet, aun cuando, desde un punto de vista técnico e individualmente, no es tan brillante como el de la Ópera.
-¿La Ópera de París evolucionó mucho desde que usted comenzó a bailar en 1989?
-Yo creo que evoluciona demasiado rápido. Creo que la Ópera de París tiene la obligación de perpetuar una tradición y ofrecerla a su público, y que su repertorio incluye cada vez con más frecuencia piezas contemporáneas, por no decir ultracontemporáneas. Yo no creo que sea precisamente esa la misión de mi teatro. Es verdad que seguimos bailando ballets clásicos. Pero, por ejemplo, hacía más de siete años que no se representaba Cascanueces . Es una lástima. Hay otros ballets del repertorio clásico que no se representan durante cinco o seis años. Cuando uno va a San Petersburgo, es posible asistir durante todo el año a los ballets del repertorio clásico. La tradición francesa tiene tendencia a desaparecer. Es una pena porque la Ópera de París cuenta, por ejemplo, con la obra dejada por Rudolf Nureyev (como director de la danza entre 1983/89 reactualizó las variaciones del repertorio clásico). Es verdad que la tradición es perpetuada por la escuela de danza, dirigida en la actualidad por Elisabeth Platel, pero me entristece ver la multiplicación de espectáculos ultracontemporáneos en nuestro teatro. Creo que hay otras compañías y otros teatros en Francia donde se podrían montar esos espectáculos.
-¿A qué bailarines admira más en la actualidad?
-Uliana Lopatkina, una maravillosa bailarina del Marinski. Svetlana Zakharova, con quien tuve la suerte de bailar. En la Ópera de París hay muchas bailarinas, pero, como son mis compañeras, prefiero no dar nombres. En cuanto a los hombres, me siento frecuentemente decepcionado por sus calidades artísticas. Los bailarines actuales se limitan con frecuencia a proezas técnicas y atléticas de gran calidad, pero suele haber una falta de vibrato que impide toda emoción. Cuando pienso en Mijail Barishnikov o Vladimir Vaissiliev, dos bailarines que me encantaban, creo que era gente que aportaba a la danza una verdadera dimensión artística. Tengo la sensación de que hoy la danza clásica se ha vuelto en muchos casos un vehículo de demostración de virtudes técnicas.
-Esta es la primera vez que viaja a Argentina, sin embargo, debe de conocer a Maximiliano Guerra y a Julio Bocca
-Naturalmente. ¿Cómo no conocer a esas dos estrellas de proyección internacional? Pero también tenemos en la Ópera una joven y muy bella bailarina argentina que se llama Camila Pagliero.
-¿Y quiénes son sus coreógrafos preferidos?
-El que más me gusta es el checo Jiri Kilyan porque, aunque es un coreógrafo contemporáneo, sus espectáculos tienen una verdadera poesía en el movimiento, contrariamente a la mayoría de los espectáculos que voy a ver. Hoy, la violencia está omnipresente: en el ballet clásico, neoclásico o contemporáneo. Ya casi no hay lugar para la poesía, para el ensueño. Kylian puede ofrecer eso.
-Usted tiene más de 35 años y acaba de dejar de bailar para dedicarse a la enseñanza. ¿Hay una edad para dejar de bailar?
-Yo dejé de bailar porque tuve serios problemas físicos, debido a una gran operación que me hicieron cuando era niño. Esas secuelas se hicieron sentir durante toda la vida y llegó un momento en que tuve que tomar la decisión de poner punto final. Decidí hacerlo en el momento en que había dejado de dar lo mejor de mí mismo. Mi preocupación fue siempre que el público no percibiera mis problemas. Creo que hay que saber cuándo detenerse, aunque sea un desgarro sentimental. Y estaría mintiendo si dijera que no lo es.
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