El retorno de un poeta
Al acercarse al perfil y la obra de Enrique Banchs (1888-1968), el lector siente una desazón única: la pregunta acerca de la causa que puede llevar a un poeta al silencio. Banchs, que salió al ruedo literario en los años del modernismo con Las barcas (1907) inmediatamente seguido por El libro de los elogios (1908) y El cascabel del halcón (1909), culminó su ciclo poético en 1911 con La urna , el libro que acaba de ser reeditado.
Este cierre, en exceso prematuro, más allá de las contribuciones esporádicas de sus poemas, tapó al escritor y dejó en primer plano al funcionario de la cultura, aquel que comenzó su actividad pública en la controvertida década del 30 de la mano de Carlos Ibarguren, participando en la inauguración de la Academia Argentina de Letras (1931) y que en 1938 ocupó la presidencia de la SADE.
Por ello, que ahora retornen sus versos mediante una edición bien cuidada de Proa, con la expresividad sutil de Carlos Alonso en Cuatro estudios para un retrato del poeta -y con la incorporación de las correcciones que realizó el mismo Banchs tras 1911 y un breve prólogo de Angel J. Battistessa- parece responder a un intento de recolocación ya no en los sillones sino en los asientos de la literatura argentina. Acto más que necesario de Ôjusticia poética´, para que Enrique Banchs pueda ser abordado, en forma íntegra, como el escritor que fue.
En La urna (su poemario más depurado de artificio) entraron, con exactitud, ni más ni menos que cien votos al amor -un amor ya feliz, ya imposible, ya ejemplar- amonedados en forma de prolijos sonetos. Son poemas que veneran una naturaleza próxima a la de San Francisco de Asís, frente a la cual el yo se presenta como "tu admirado hermano", naturaleza de lunas y de aguas, de piedras y de otros crepúsculos del jardín.
Del depósito de un español de época, con voces como "rebramar", "prístino" o "imbricado", surge un llanto viril, surge una danza con lo fugitivo y con lo esquivo o surge, por ejemplo, la visión de las manos "arbitradoras". Arbitrio primordial no sólo de la vida endeble y sopesada sino sobre todo de esa otra gran urna, el cuerpo. "¡Oh, cuerpo mío, casa silenciosa!" -se quejará admirativo-.
Si la urna es la caja adonde van a dar los restos del amor quebrado (y los versos de ese amor), la urna es también el mundo, la inmensidad de la naturaleza irreemplazable, el corazón del que canta, como el grillo de uno de sus poemas ("En una antigua urna cantó un grillo"). Y, más aún, la urna es el cuerpo depositario de todos los predicados del dolor o el anhelo, así como la que espera al cuerpo acabado: la urna funeraria de una muerte segura que se interroga en cada soledad y se anticipa en cada despedida.
Todos estos sentidos se cruzan vitalmente en el libro de Banchs, una urna que se propone perder el ornato, urna que acaso previó su último canto, porque nos es dado leer que aquel poeta excesivamente joven guardó allí su última decisión. Urna para cerrar frente al público una escritura, para darle fin.