El robo del Colegio de Navarra
En este artículo, el novelista de Los impacientes , flamante ganador del premio Biblioteca Breve de Seix Barral, evoca la figura aventurera de François Villon, el gran poeta francés del siglo XV.
ES sabido que François Villon llevó una vida agitada y que puede resumirse así: fue huérfano, bachiller, licenciado, pendenciero; abusó de burdeles y tabernas, y en 1457, en París, participó en un robo al prestigioso colegio de Navarra, hecho resonante que determinó su exilio. Durmió en bosques y granjas, conoció las cortes de Blois y de Borbón. En Orléans sufrió la prisión; en Meung, la tortura por el agua. Volvió a París, decidido a enderezar su suerte, pero ésta no quería perdonarlo y un incidente callejero produjo una condena nueva, a muerte. Hubo clemencia; Villon escribió la célebre cuarteta: "Soy François, cosa que lamento,/ nacido en París, cerca de Pontoise,/ y gracias a una soga de dos metros,/ mi cuello sabrá lo que mi culo pesa", pero su condena era el exilio de París. La cumplió y nunca volvió a saberse de él. En 1489 se publicó la primera edición de sus Obras Completas . En su Pantagruel (1532), Rabelais ya lo citaba como leyenda.
Si todavía hoy no falta nunca un lector agradecido que descubra la prodigiosa "modernidad" de François Villon, si Villon en efecto nos sigue fascinando como si hubiese escrito anteayer, es porque su poesía es el rostro de un destino. Nos fascina el hombre Villon: el estudiante, el ladrón, el tal vez asesino, el paria. Tal vez sea el primer artista de Occidente cuya obra sirve a este propósito, extraño a las literaturas antiguas, de fomentar la leyenda personal de su autor. Esta forma de poesía también tiene convenciones. Una de ellas, la iniciación del poeta. En cierto momento de su vida, el elegido cruza una línea imaginaria; de ahí en más su destino está fijado, con frecuencia para la tragedia, y siempre para la poesía.
En el caso de Villon, esta línea se sitúa en el delito que citamos al principio: el robo del colegio de Navarra. Fue entonces cuando ya no pudo, a pesar de sus esfuerzos, librarse de su aura de malhechor; desde entonces su vida y su poesía tuvieron un único tema: la existencia fuera de la ley. También en un sentido histórico, fue entonces cuando empezó a escribir. Contar el gran robo del colegio de Navarra es evocar el nacimiento de un poeta moderno y, en algún sentido, de la poesía moderna.
El lugar
Estamos, por lo tanto, en 1457. París, con sus cien mil escasos habitantes, es menos espléndida que en el recuerdo de sus poetas futuros. Las universidades (como los hospicios) son entidades de caridad. Su número es restringido; los donativos, exiguos. Los escolares ocupan cierto número de habitaciones; se alquilan las otras. Un documento del siglo XIII deplora el sentido comercial de ciertos procuradores, que no temen alojar prostitutas: inquilinas ventajosas cuya presencia permite a los estudiantes iniciarse, sin cambiar de inmueble, en el arte de pensar y en el arte de amar. A la cabeza del establecimiento se encuentra el director principal, secundado por un procurador y un vicario.
El Colegio de Navarra es el más rico (y el más vasto) de los centros de enseñanza parisinos. Enfatizan su portal las estatuas de San Luis, del rey Felipe y de la reina Juana; la hermosa capilla se eleva en medio del patio, pero los desórdenes avergüenzan al colegio. Un acta de 1460 registrará el robo de toallas y de vasos; cursos y misas ignorados; también, tenencia de armas ilícitas, danzas prohibidas, presencia de elementos extranjeros al Instituto. A ésos se los hace entrar por una puerta secreta. La puerta, abierta por los estudiantes en el muro exterior, quiere evitar a los externos la fatiga de una vuelta a la manzana; previsiblemente, se la utiliza igualmente para salir en secreto, o para dejar entrar a completos extraños. Hoy sabemos que un extraño, en particular, conocía esa puerta: Villon.
El delito
De los detalles no sabemos nada. Mejor así. Es lícito imaginar la noche, las cinco siluetas, la felicidad furtiva; también es probable que no haya habido luna. Durante varios días el robo pasa inadvertido. Por fin, el 9 de marzo de 1457, temprano a la mañana, un mensajero de la Facultad de Teología se presenta ante el comisario del Châtelet. Solicita una investigación: acaba de descubrirse un importante robo. El sargento Michel du Four se presentará en el lugar del crimen. Llega a las siete, ordena el cierre inmediato de las puertas. En la capilla lo esperan los doctores; poco amigo de palabras, Du Four va con ellos a la sacristía. Ahí están el cofre y las cuatro cerraduras forzadas. El cofre contiene una valija atada con cadenas y adornada de herrajes: sus tres cerraduras han sido también forzadas. Todos los papeles están ahí; en cambio, quinientos escudos de oro se han evaporado. De ésos, cien pertenecen al decano de la facultad; sesenta, a Laurent Poutrel, bedel de la universidad, y el resto, a la comunidad. A pedido de los doctores, Michel du Four realizará las pesquisas en casa de los funcionarios que guardan las llaves de la capilla y de la sacristía. Si bien les encuentra dinero encima, están en condiciones de rendir cuentas y por lo tanto, fuera de sospecha. Du Four aplaza su investigación, ya que debe esperar la vuelta de su jefe y consultar a los expertos.
La tarde del 10 vuelve, acompañado de nueve cerrajeros. Los expertos se atarean en torno al cofre y la valija; las distintas cerraduras, concluyen, han sido abiertas mediante ganchos. En cuanto a la cerradura de la puerta de la sacristía, al ser insuficientes las ganzúas, la han roto a golpes de palanca. Esto deja suponer que los ladrones conocían bien la puerta, que habría resistido durante horas todo intento de quebrarla con martillos y cinceles. Por esa misma razón, no puede excluirse la hipótesis de un lazo entre los malhechores y los internos del Instituto.
Encontrar a los culpables es tarea que excede en mucho los recursos de estos detectives contemporáneos de Mehmed II, de Juana de Arco, de las últimas cruzadas. Los malhechores pueden sentirse a salvo. En todo caso, Du Four, prototipo del policía medieval, no estaba destinado a hallarlos. Como si la suerte quisiera mostrar, también aquí, que una era diferente comienza, será la entrada en juego de un tercero la que cambie las cosas.
El candor del padre Marchand
Ese tercero es un monje rubicundo, jovial, hasta entonces inocente de toda ocupación detectivesca. El primer sábado después de Pascua, el padre Pierre Marchand ha dejado su parroquia de Paray (de la diócesis de Chartres) por París, donde asuntos anodinos lo reclaman. Al día siguiente, en una taberna del Petit Pont, lo distrae la conversación de dos vecinos de mesa: un bachiller y un cura. El bachiller, de nombre Guy, bebe comunicativa cerveza; el relato de sus aventuras no se hace esperar. Marchand, impasible, escucha. El otro, envalentonado, asegura haber frecuentado la cárcel de la Oficialidad. Marchand inquiere las causas de esa estadía. Ah, exclama Guy, quieren oír historias; a él, tan luego, hablarle de ganzúas...
Para el padre Marchand es la señal de alarma. Ignora el robo del colegio de Navarra; sabe en cambio de otro robo, perpetrado en la celda de un monje agustino. Acaso no se lo propone al principio: quizás tarda en entender que el azar le ha impuesto ese oficio de espía. Durante varias semanas escuchará con paciencia, con disimulo, con malicia, la charla del bachiller Guy. Con premeditada torpeza lo interroga sobre las ganzúas, el modo de usarlas y de conseguirlas. Pide por fin ver una. El bachiller Guy declara haber tirado la suya al Sena. Ante el entusiasmo de Marchand (que parece deseoso de iniciarse en tan lucrativo oficio), se dan cita para el día siguiente. Le presentan a algunos compañeros; en la catedral de Notre-Dame se ocultan otros ladrones y los visitan también. Son menos expansivos que Guy. Éste, incorregible, admite haber salido hace muy poco de la cárcel: la fianza que lo sacó pertenecía a un monje agustino. Marchand disimula su alegría; pide saber más. El otro prodiga los detalles, la buscada distracción del monje, los quinientos escudos robados sin contar la platería. Y no olvida tampoco el robo del colegio de Navarra. Todos los nombres infames son confiados a Marchand: Colin de Cayeux, el Pequeño Jean y Dam Nicolas, un monje de Picardía. Y el último de ellos, su amigo, su mentor: François Villon, de París.
La fuga
El 17 de mayo de 1457, el comisario del Châtelet ordena la captura de los hombres denunciados por Marchand. Un año más tarde (un lento año medieval, de pesquisas medievales), el incorregible Guy Tabarie es entregado a la Oficialidad. Al principio niega todo; una vaga promesa de indulgencia y su memoria mejora; una precisión sobre el funcionamiento del potro de tortura y se vuelve infalible. Guy Tabarie va a salir otra vez bajo fianza. Los otros caerán de a poco. Colin de Cayeux irá al patíbulo.
Ninguno de los personajes de esta historia conoce su propio e íntimo papel en ella: Pierre Marchand cree ser un sacerdote curioso y no sabe que será el descubridor de un robo; tampoco sabe que será el modelo de incontables detectives y en particular de uno, cura como él, nacido siglos más tarde en la imaginación de un enemigo inglés: el padre Brown. Tampoco los anónimos redactores de las actas que nos dieron estos hechos saben que son, acaso, inventores de una convención literaria cara al género policial. El bachiller Guy cree ser un admirable sinvergüenza y no sabe que será Judas. François Villon cree iniciar una vida errante y desdichada y no sabe que ya se está salvando. No puede saber, todavía, que ese robo, esa torpe denuncia y ese exilio serán cantados por él, un día, en baladas y rondós inolvidables . No sospecha la gloria póstuma, las reediciones, las tesis de doctorado; ignora que quinientos cuarenta y tres años más tarde, en un continente aún desconocido, entre gente que no existe, esas desdichas harán que su nombre se repita. De momento, se despide de París y se da a la fuga.
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