Ensayos con la memoria voluntaria
Como la mayoría de los de mi generación descubrí la memoria gracias a Borges y a Proust. Dato delicioso: extravié uno de los tomos de En busca del tiempo perdido durante alguna mudanza remota y olvidada.
El caso es que la memoria me pareció un tema fascinante desde chico. Las lenguas clásicas me enseñaron que recordar es como ejercitar un músculo. Más se lo trabaja, mejor funciona. Pero descubrí también que me resultaba imposible registrar durante más de veinte segundos ecuaciones y fórmulas. Podía memorizar los versos de mi amado Catulo, pero ni media ecuación de la física. Sin embargo, y esto era lo realmente retorcido, si me daban el tiempo, como había comprendido los conceptos, podía deducir esas ecuaciones. Solo que en un examen no hay mucho tiempo para pensar; ¿de qué sirve un examen entonces?
En fin, aprendí también a programar en esa época, para poder verificar si la ecuación que recordaba era la correcta. Eso fue en 1975, y advertí algo extraordinario. Al tener que programarla, la ecuación se fijaba más claramente. Da para debatirlo un rato, ¿pero por qué los exámenes son como son? Por ejemplo, en una carrera de periodismo el profesor es el que pregunta. ¿No debería ser al revés? Después de todo a los periodistas nos pagan por preguntar. Para hacer buenas preguntas, además, hay que conocer el tema. ¿No sería un mejor examen si el alumno fuera el que formulara las preguntas? Les dejo la idea.
Llegué a la adolescencia con una obsesión. Estaba olvidando mi vida. A razón de un día por día. Cierto, la mente necesita olvidar. No voy a ponerme a discutir eso. Pero somos incapaces de sacar fotos con nuestra memoria. A lo mejor ese instante perdido en la Garganta del Diablo del tiempo sea insignificante para la dinámica psíquica. Pero quizás es valioso para uno. Era una época sin celulares ni cámaras de alta resolución, claro, y un día, batallando con el endemoniado paradigma verbal del griego clásico, se me ocurrió una idea. ¿Qué tal si uno pudiera fijar la atención en una escena en particular con la intención manifiesta de memorizarla para siempre?
No tenía la pretensión de que estas maquinarias blandas que somos pudieran tener la fidelidad del acetato y el bromuro. Pero, además de empezar a llevar un diario a los 14 años, que todavía perdura y que guarda miles de instantes que de otro modo se habrían extraviado, empecé a practicar esto fotografiar escenas con mi memoria. El ejercicio era simple: prestar atención, atrapar el detalle, capturar la inacabable totalidad de un instante, perder tiempo para engañar al tiempo.
Descubrí algo que los expertos saben desde hace mucho; la emoción es la gran tejedora de memorias. Recuerdo como si fuera ahora el primer beso. No todos los demás besos. Recuerdo a la perfección mi primer día en el colegio secundario, con mi camisa floreada y mi corbata estrafalaria. Y recuerdo el último día, triunfal, en Plaza San Martín, cuando quemamos todas las corbatas, estrafalarias o no, y la humareda atrajo a la policía.
No me importaban las razones o la bioquímica. Solo quería desarrollar, si acaso era posible, la habilidad de fijar escenas, sin mucha ambición; una instantánea apresurada de momentos insignificantes, pero significativos. Muchos años después tengo una pequeña y sólida colección. Un atardecer extrañamente pacífico durante el servicio militar; rojo, pacífico y con el mate cocido en un jarrito. El día que, ya grande, volví a la casa del campo, y nada era como en mi infancia, excepto el ciprés. Mi primer loto en flor. Mi primer vuelo, que fue en un planeador y en la foto están presentes el silencio, el poder y también la fragilidad del poder.
Podría seguir durante horas. Son cientos de recuerdos que de otro modo se habrían evaporado. Supuse que si, como aconsejaba Flaubert, les prestaba la suficiente atención, se me grabarían para siempre. En el momento fue una apuesta a ciegas. Pero parece haber funcionado.