Política lingüística y discurso filosófico. Entre el amor y el despecho
EL MONOLINGÜISMO DEL OTRO Por Jacques Derrida(Manantial)
EN uno de sus innumerables reportajes Jacques Derrida confesó que la autobiografía era el género más cercano a la definición de su escritura. Ello puede ser verdad para alguien que se ha tomado todas las libertades vedadas a la filosofía hasta su propia revolucionaria aparición en el panorama filosófico. Derrida habla en primera persona, habla de sus memorias y de su infancia, de su cuerpo y sus relaciones con la ley y aun así su discurso continúa formando parte de ese edificio en ruinas y sobre ruinas que fue la filosofía del siglo XX.
Porque más allá de los gestos espectaculares de Derrida para nombrar su filosofía y la filosofía, en su voz se mantiene la desconfianza frente a la institución filosófica a la que, siendo parte de ella, no pertenece o, por lo menos, no pertenece del todo. Derrida hizo de su marginalidad un gesto político por el cual su no pertenencia a los lugares de distribución del poder filosófico lo constituyó al mismo tiempo en un irrecuperable para la filosofía y en el centro de toda la discusión del presente.
Ya en 1966, cuando desplegó su arsenal filosófico, el autor de Márgenes de la filosofía anunció su propósito futuro de deconstruir el edificio de la filosofía allí donde aparentemente la filosofía no había sido vista antes: en los espacios del cuerpo, en las instituciones, en los discursos literarios o en los lugares donde la filosofía se tomaba los derechos de la literatura (la metáfora, la poesía, la teatralidad del gesto). A partir de ese momento, no ha quedado tema, trivial o central, de la cultura del presente al que Derrida no le haya dedicado un momento de su reflexión. Desde los restos de Marx hasta los restos del nazismo en la cultura, desde la relación entre televisión y filosofía hasta los modos de análisis del psicoanálisis, la crítica literaria o política.
Este nuevo libro, El monolingüismo del otro , es una crítica de las intervenciones del Estado sobre el uso de la lengua o de las lenguas. Hay en Derrida, tal como lo confiesa en esta obra, motivos más que personales para que todo lo relacionado con las políticas de la lengua deba ser revisado con sospecha. Como que el que escribe es un argelino, judío, cuya infancia transcurrió durante la Segunda Guerra, aprendiendo la lengua francesa, que según el momento podría ser la del aliado o la del enemigo. El francés actuaba como lengua colonial también en los momentos en los que Francia era un país colonizado, y los judíos de Argelia habían perdido, por edicto gubernamental, no sólo su relación con la lengua sino incluso la ciudadanía. Aun en aquellos momentos, Francia reprimía todas las lenguas árabes; para no hablar del hebreo, cuyo valor estaba desprestigiado cultural, política y religiosamente.
Derrida da por sentado que todo uso de la lengua depende una política lingüística, o discute con ella, pero lo que le interesa es cómo esas políticas afectan al cuerpo, a la historia o al futuro de los hablantes. Se trata de buscar en la lengua los rasgos distintivos de una idiosincrasia nacional, colonial, etaria, de clase revisando, por ejemplo, cómo se conservan los acentos (típico rasgo de identidad grupal, pero que se pierde, a veces, en la escritura). Tal como si argumentáramos sobre los efectos que tiene sobre los hablantes rioplatenses el estudio de una lengua cuyo sistema pronominal y verbal aprendido en la escuela no coincide con el efectivamente usado en la vida diaria: vos sos, ustedes son , etcétera.
Otro campo para problematizar la filosofía y su discurso (los textos de Derrida siempre tienen un efecto envolvente: la imposibilidad de hablar sin preguntarse antes sobre las condiciones en las cuales se habla) sería la lengua o el idioma en el que se escribe filosofía: Derrida no se priva de unir a los antípodas de la reflexión filosófica alemana, Heidegger y Adorno (uno, nazi; judío el otro), coincidiendo en cuanto a las ventajas de la lengua alemana para la reflexión filosófica.
El monolingüismo del otro parte, como es previsible en el discurso del último filósofo del posestructuralismo francés, de una serie de aporías necesarias para poner en movimiento la discusión. ¿Se puede hablar una sola lengua? ¿Se puede hablar en más de una lengua? ¿Qué significa "hablar" una lengua o ser hablado por ella? Pero, sobre todo, el discurso de este libro de amor despechado a la lengua madre también sobrevuela la incontestable pregunta iluminista en dos vertientes unidas como una polaridad: ¿Cómo expresar una memoria de uno sino en la lengua que llamamos "materna", incluso cuando ella nos olvidó, nos abandonó (como el idioma francés de Derrida y su propia madre, que al final de su vida olvidó el nombre del hijo)? O, para decirlo con el discurso de la filosofía, ¿cuáles son los alcances que puede tener una crítica de la lengua en la que yo mismo hablo, en la que me expreso y que necesito para poder nombrar mi rechazo a ella misma? (117 páginas).
Ariel Schettini
(c)
La Nacion
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