Estamos a salvo
La foto en la tapa lo dice. Apenas, a quienes estén atentos. Esa mujer de nombre propio y rulos que brillan al cielo, quien mira a cámara cuando alguien más también la captura en una imagen por detrás, lo muestra con antelación. Sonriente y discreta: aquí está a punto de suceder algo. Los cuentos en las páginas lo dicen. En todo el libro son diecisiete (el número asignado a la desgracia en los juegos de azar) y la autora, Camila Fabbri, tiene poco más de 30 años, cabello al hombro y domado sin recursos, tez clarita y porte recubierto en un silencio muy propio. La conocí días antes de que explotara este virus, esta última catástrofe general. En ese marco.
Ella escribe ficción y es tremenda porque sabe. Porque las cosas bien hechas duelen. En Estamos a salvo, su último libro editado por Seix Barral, el primero que publica luego de que la revista Granta la destacara entre los 25 mejores narradores en español, relata las pequeñas y posibles tragedias comunes: la familia, la vejez, la hermandad, el cuerpo, el sexo, el embarazo, la maternidad, la niñez, la enfermedad, el dinero, el deseo, el amor, lo que se tiene, lo que se va. El libro bien podría ser un grito, un ah inmenso para sacarse los temas de encima. La autora comparte. Esa es su ingenuidad.
Los relatos están escritos en primera persona, en tercera, en la primera del plural y así abarcan el universo entero. ¿Quién está a salvo? Leer a Camila es escuchar el ruido de las uñas cuando se deslizan hacia abajo contra un pizarrón, es tocar talco con los dedos, es: “Elisa parecía una nena olvidada en un changuito dentro de un supermercado eterno”, “Si supiéramos bajar el volumen de la música oiríamos puro estado de ánimo”, “Me alivia más el error”, “No todo se regenera”, “Estos cuerpos nunca están enteros”, “Es mejor negarlo hasta que de repente venga y zas, acabe con todo”, “El exceso de vida también le parecía de temer”.
“Estamos a salvo”, lanza la autora con la absoluta certidumbre de que eso no dice nunca. Pero ella lo hace igual y el gesto la define y también a su voz, humorosa, lastimada con raspones de esos que luego forman cascaritas, con la marca de quien se cae, se levanta, se cae de nuevo porque siempre se está al borde de una herida. Hasta en lo más mínimo. Los dicen los cuentos. Esa razón la impulsa y en el contexto que ella misma monta resulta una privilegiada, la persona que accede antes a la información.
Camila es la confidente del mundo y da pistas. Describe lo ordinario, pero incluye otra lectura para las personas que se atreven y logra que esa frase que dice lo que parece se vuelva una teoría que cuadra y justo en ese momento quien lee se pregunta ¿de dónde salió esta mujer? ¿Por qué lo sabe? Así es. Escribe y construye ideas que resultan en realidades o peor, en una verdad pronta a esfumarse y que por eso hay que aprovechar.
Su libro es una urgencia. Una urgencia que habla de lo natural. Eso perturba. Cada cuento arranca con una cita sacada de uno de los tantos documentales de la señal Natgeo. Uno de ellos transcurre en la puerta de un jardín de infantes. Madres, padres y adultos aguardan en la vereda a que las niñas y los niños salgan, pero se demoran y una vez que lo hacen no son quienes eran antes. En otro un hombre tiene a un yacaré de mascota en su casa y su hija invita a una amiga a jugar y ahí está el animal, que puede abrir la boca en un instante. Esto es lo que pasa. Esto es lo que puede pasar.
La última vez que vi a Camila fue en una terraza hermosa llena de luces que buscaban destacarla. Estaba junto a unas amigas queridas que leían parte de este libro y ella vestía un abrigo ancho, moderno y mullido. La vi de lejos y la pensé abrazada por un muñeco, como una niña en su adultez. En busca de alivio.