Fantasmas
El inquietante relato que reproducimos a continuación integra Lo inolvidable, una colección de once cuentos que acaba de ser publicada por la editorial Páginas de Espuma
lanacionarHabía leído que, allá por los siglos XVII o XVIII, los japoneses jugaban a algo llamado Hyakumonogatari Kaidankai. Se encendían cien velas en una habitación, de preferencia al caer el sol, y se contaban cien historias de fantasmas. Tras cada historia debía apagarse una vela. De este modo, cuento a cuento, la atmósfera se iba volviendo más tenebrosa e inquietante.
Cuando se lo conté a Francisca, ella propuso que hiciéramos en casa una humilde sesión. Invitamos a dos parejas muy cercanas. Compramos seis velas rojas de unos treinta centímetros de alto -como previendo que alguno fuera a extenderse en su narración- y en préstamo conseguimos, no recuerdo gracias a quién, seis candelabros enormes de esos que en vez de posarse en una mesa van directamente en el suelo, a semejanza de una lámpara de pie.
A los amigos no les avisamos nada de las velas. Les dijimos, eso sí, que al dar las doce íbamos a contar historias de fantasmas, que se trajeran un relato preparado.
Durante la cena previa, alguien tuvo la buena idea de sortear el orden de los narradores. Me alegró que me tocara ser el primero. En general no hay modo de que uno se asuste de un relato propio; lo ventajoso de abrir el fuego era que, narrado mi cuento, podría disfrutar de los otros sin ninguna interrupción.
Mi historia no la conté todo lo bien que hubiese deseado. Me equivoqué en el orden de dos episodios y, de este modo, solté un dato relevante -un elemento de sorpresa- antes de tiempo, lo que echó a perder el efecto. También en esto me ayudó ser el primero: mi error obró, de modo colectivo, como una entrada en calor. Al terminar recibí un aplauso indulgente. Entonces, me puse de pie. Apagué la primera vela de la izquierda. Todos entendieron las reglas sin que hiciera falta explicación alguna.
El segundo cuento fue uno de los dos mejores de la noche: el típico fantasma que viene a vengarse, en este caso de quien lo ha asesinado.
Acababa de apagar la segunda vela cuando vino el tercer relato, el de una casa tomada por el fantasma de su antiguo propietario, enterrado de forma indebida en el patio trasero. A mí me dio la impresión de haber oído antes el cuento, como si fuese la copia oral de algún hecho más o menos célebre. Lo mismo me pasó con el cuarto relato, aunque estuvo tan bien urdido que sentí un escalofrío en cuanto el fantasma hizo su tardía e inefable aparición.
Quedaban sólo dos velas encendidas y llegó el turno de Francisca. Yo pensaba erróneamente que, por ser ella una persona conocida, no iba a provocarme miedo. Algo análogo, en cierto aspecto, a lo difícil que es mentir mirando a los ojos de alguien muy cercano. Pero el relato de Francisca me asustó como a todos los invitados.
La sexta historia fue, sin dudas, la mejor. También ayudó bastante que quedara una sola vela encendida.
No fui enseguida a apagar la última vela. Sentí que nadie quería terminar a oscuras. Pero esto era lo que el reglamento exigía. Y era un buen final, ¿no es cierto? En ese preciso instante, después de apagar la vela, giré y tropecé con algo extraño. Primero pensé que Francisca me estaba jugando una broma con la complicidad de nuestros invitados. Dos manos, o algo así, impedían que me moviera. La oscuridad era casi total. No veía nada o, mejor dicho, creía distinguir una sombra, una especie de mancha en la penumbra, mientras que lejos resonaba una respiración monstruosamente asmática.
Creo que dije algo como: "Basta, amigos, ¡suficiente!". Me alarmó que nadie respondiera. La respiración monstruosa iba creciendo. ¿Era una risa ahogada? ¿Un estertor?
Una voz se puso a contar que cierta vez, años atrás, había jugado a este juego de las velas con cinco amigos. "Al apagarse la última luz, nos hundimos en la penumbra total", contó la voz, "y de pronto sentí que alguien me agarraba con violencia. No bien logré zafarme del abrazo y encender la luz, mis cinco amigos habían desaparecido. También las velas. Y los candelabros. Y hasta el menor rastro de la cena que, horas antes, habíamos compartido. Desde entonces han pasado veinte años. Nunca más los volví a ver. Nunca más supe de ellos. En fin, es una manera de decir. Desde entonces, en realidad, no hay una noche en que el fantasma de alguno de ellos no me visite. Ya no puedo dormir ni vivir en paz".
En cuanto calló la voz, que en cierto aspecto me sonaba familiar, los brazos (o lo que fuera) dejaron de inmovilizarme. Mi primer impulso fue el de correr a encender las luces. Mi dedo casi rozaba el interruptor cuando debí reconocer que no tenía el coraje necesario. ¿Y si con la luz descubría que estaba solo, sin el menor rastro de nada o de nadie?
* * *
Puse punto final a este relato y todo era silencio alrededor. Me incorporé. Caminaba con lentitud hacia la vela, la última vela encendida, cuando de pronto se oyó un grito:
-¡No la apagues, por favor!
En ese grito había un miedo sincero.
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