Famosos y anónimos en la sociedad del espectáculo. Figurar o morir
EL FACTOR FAMA Por Mercedes Odina y Gabriel Halevi (Anagrama)-164 páginas-($18)
EN la primera gran revolución mediática de Occidente, Erasmo supo aprovechar el poder de difusión masiva de la imprenta de Gutenberg para acompañar su obra filosófica con el encanto de sus retratos minuciosamente escogidos y corregidos por él mismo. En ese sentido, había aprendido que la fama en la que se empeñó -lo que luego se llamó "deseo de automitologización"- necesitaba de un complemento de cercanía visual con los seres anónimos que lo admiraban.
Esa relación de distancia-cercanía entre Erasmo y el pueblo corriente permitía la preservación de una esfera cultural autónoma y un estatuto social jerárquico, más o menos indiscutido. Pero la posterior mercantilización de los llamados "mundos de vida" en la sociedad burguesa y la irrupción, más tarde, de las nuevas tele-tecnologías modificaron ese orden tradicional.
En este ensayo -finalista del XXVI Premio Anagrama-, Mercedes Odina y Gabriel Halevi se preocupan insistentemente por resaltar que aquellas honduras metafísicas sobre las que se fundaba la celebridad, en la sociedad del espectáculo desaparecen. El delirio de grandeza que genera ahora lo que llaman "la industria de la fama" -una fábrica de dinero cuyas leyes se remontan a los orígenes de Hollywood y cuyos métodos publicitarios remiten a ciertas prácticas discursivas del nazismo- está tallado a la medida de los deseos de utilidad y ascenso social de la clase media: su producto es un éxito de talla media.
Lo que Heidegger denominó el Man , el impersonal que rinde culto a la banalidad media, está hoy representado en el hombre-audiencia, y en ese sueño suyo de aparecer a cualquier precio, aunque más no sea por un breve momento, del lado de la imagen, para sentirse plenamente reconocido como existente, como singular. Es decir, sentirse a la vez diferenciado e integrado. Las actuales estrellas mediáticas de todo tipo parecen ya íconos construidos con ese mismo material de lo corriente, lo que las hace o fugaces o demasiado familiares. Podría pensarse que esa sensación de familiaridad que producen los nuevos privilegiados trabajaría en beneficio de la democratización de las experiencias sociales, pero lo cierto es que la industria de los famosos restituye -de manera banal y averiándolo- el antiguo ámbito del culto al héroe.
Quizás no represente un importante ejemplo de crítica cultural este ensayo sobre el factor fama -a tono con el nuevo periodismo americano de opinión del estilo Vanity Fair - que escribieron a cuatro manos una corresponsal de la Televisión Española en los Estados Unidos y un pintor reconocido que vive en ese país desde hace treinta años. Pero en tanto reflexión espantada de la sociedad del espectáculo y de esa nueva fauna exclusiva que se multiplica bajo sus leyes, aporta una serie divertida y a veces asombrosa de relatos, aunque a la hora de los conceptos, muchos bien elegidos, algunos de éstos se fatigan, se repiten, dejando en descubierto cierta dificultad en la trama del texto. Por otra parte, parece contradictorio que quienes se han propuesto advertir sobre el peligro de naufragio de la memoria colectiva en el magma de la trivialidad -reservándose así un espacio relevante de saber- arrastren cada tanto a la fuerza ciertas citas filosóficas demasiado usadas -como la de Hanna Arendt acerca de la banalidad del mal- trivializándolas.
Los últimos capítulos del libro restablecen el placer de las primeras páginas, que en parte se pierde a mitad del camino.Esa extraña pareja que forman famoso y anónimo queda muy bien explicada en este tramo a través de la justificación de Alí Agca por haberle disparado al Papa: "Disparé porque quería dejar mi huella en el mundo". Vampirismo o ritual caníbal, el que ejerce sobre el famoso el personaje anónimo.
El deseo de reconocimiento social -la aspiración de todos a la mirada del otro, que nos confirme en la existencia y por lo tanto nos complete- muchas veces opera por sustitución. En el fenómeno de la sociedad del espectáculo, ese deseo se vuelve excesivamente conflictivo. El personaje famoso en que el anónimo se busca no conserva ahora ese aura de originalidad que lo haría un modelo venerable o execrable, pero siempre escindido. El de ahora es un ser demasiado cercano, un doble en cuanto a apetitos y méritos que, montado en la pura apariencia, produce sobre todo envidia. La crisis comunitaria que provoca sería, pues, una crisis luciferina que para los autores explicaría cierta clase de crímenes cometidos por anónimos para experimentar el reconocimiento y, acaso, también explique algunos destinos trágicos, ligados al sacrificio. Como el de Diana de Gales, que había servido con tanta devoción a la causa de los famosos y al voyerismo del hombre-audiencia, fotografiada primero entre los hambrientos de la India, luego en los asientos vip del funeral de Versace y por último, entregando en comunión su cuerpo cazado, a los ojos voraces del mundo.