Incluso cuando todo parece perdido
Si tuviera que darle a alguien un consejo, uno solo, le diría que resguarde su paz interior. Ya sé, no me lo digan. Suena demasiado a aladeltismo espiritual. Paz interior. Justo. ¡Con esta inflación!
Sé cómo suena. Pero denme un minuto más. No hay una sola paz interior, codificada en nuestro ADN, y si no te tocó en la ruleta genética, entonces, adiós, te vas a pasar la vida sobre ascuas. No funciona así. Es muy probable que haya tantas paces interiores como personas. Es cierto que hay una sola instancia a la que llamamos paz. Pero cada uno construye la propia. La siembra, más bien. Como toda siembra, requiere tiempo, paciencia y no poca fe. La fe es una forma de paz interior, por si alguno se está preguntando cuándo pongo un poco los pies en la tierra. Es que por ahora suena precioso. Redondito. De esas cosas que uno lee, se promete, y luego posterga para siempre. Paz interior, válgame.
Solo que la paz interior requiere, igual que el sembrar, una cuota enorme de coraje. Por eso es frecuente que plantemos la primera semilla en la adversidad. Las buenas rachas no son propicias para encontrar la paz interior. En mi caso, la descubrí durante una de esas noches interminables en Campo de Mayo, cuando aguardábamos a ciegas en la antesala de una guerra incomprensible.
Me había tirado en el pasto a mirar el cielo nocturno. Se veía sobre el horizonte una bella conjunción de Saturno, Júpiter, Spica, Marte y la Luna. Más Arturo y Antares, arriba. Mi favorita, la constelación de Orión, ya no era visible a esas horas. Era consciente de que me había quedado sin nada. Ni la ropa que tenía puesta me pertenecía. La vida tampoco, porque había elegido ponerla al servicio de la Patria. La otra vida, la que uno fabrica en sus sueños y proyectos, había sido arrasada. Pero me quedaban mis estrellas. ¿Qué más?
La escritura. Eso seguía en mí. Uno no escribe a máquina o con pluma. Eso es redactar. Escribimos en ese cruce inverosímil y quimérico entre la mente y el cuerpo; escribimos como el bailarín baila inmóvil, un segundo antes de salir a escena. Esa noche, perdida cuarenta años atrás, fue la primera vez que advertí un pequeño lugar de paz en mi interior. Escribía desde los diez años. Había tardado una década en germinar, y había necesitado que me despojaran de todo para notar el brote verde, solitario y frágil en ese páramo existencial. Pero ahí estaba. Las estrellas y la escritura. Nada mal, si me quedaba poco tiempo en el mundo.
Luego, como el destino quiso que no fuera al frente, volví a la vida civil y me puse a juntar los pedazos de lo que me había quedado. Es curioso. Antes incluso de esa revelación en Campo de Mayo ya había tomado varias decisiones en la dirección correcta. Había elegido ser periodista y estudiar las letras, en lugar de la medicina o la abogacía (con todo respeto); de modo que la paz me esperaba allí donde la había dejado, el 4 de mayo de 1982, en la víspera de presentarme al cuartel. De cierta forma, a veces incluso contra los mandatos y el sentido común, uno presiente dónde podría encontrar su paz interior. Hay que prestarle oídos a esa intuición. Esa es la parte que en general requiere de mucho coraje. Así que nada de aladeltismo espiritual. Pasé penurias severas para no dejar de escribir. O para no olvidarme de las estrellas. Es lo mismo.
La felicidad es importante. La plenitud, sí, también. Pero ambas dependen del tiempo. La paz interior es ese lugar en tu alma donde el tiempo deja de discurrir irrefutable y donde sabés a ciencia cierta que tu vida, entre todas las vidas, tiene sentido. No importa por qué. Por eso es paz. Simplemente, lo sabés.
Podemos tener nuestro lugar en el mundo. Y es bueno que sea así. La paz interior es nuestro lugar en ese mundo que llevamos dentro, hecho del humus de las experiencias, para usar las palabras de Tolkien, y repleto de lugares que todavía nos queda visitar. Hay allí un pedacito de pasto en el que te tirás boca arriba a mirar las estrellas y de pronto todo cierra. Incluso cuando todo parece perdido.