Julián Marías
Recientemente, el autor de Antropología metafísica recibió la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, la máxima condecoración civil española. Con ese motivo, se publicó Un siglo de España (Alianza Editorial), libro de homenaje al pensador, que incluye colaboraciones de destacadas personalidades culturales. De ellas, se anticipan testimonios de dos de los cuatro hijos del homenajeado
“Que por mí no quede”
Cuando mi padre tenía mi edad actual, yo tenía cuatro años, casi cinco, y acabábamos de volver de América tras uno de estancia en New Haven, Connecticut. De allí vienen mis primeros recuerdos verdaderamente nítidos, de manera que durante algún tiempo vi a mi padre con pinta de americano de 1955 o 56 (y así lo veo también siempre que quiero): un hombre con sombrero, gabardina o abrigo largos, ojos azules, el mentón partido y gafas redondas hacia atrás, con una media sonrisa en los labios y expresión invariablemente optimista, casi ufana. Veo sus pisadas sobre la nieve resbaladiza y perpetua de Nueva Inglaterra, pisadas rápidas e impacientes que solían dejar atrás fácilmente, involuntariamente, a mi madre, a mí y a mis tres hermanos. A veces mi madre, con desesperación irónica, se detenía a su vez para hacerle notar la distancia establecida y que nos estaba perdiendo. Se quedaba mirándolo divertida (como quien mira a un incorregible que le hace gracia), hasta que él retrocedía un poco e intentaba acoplarse a nuestros pasos infantiles, con muy breve éxito: siempre llegaba a todas partes adelantado, con una prisa infrecuente, la prisa del entusiasmo.
Ese entusiasmo no lo ha abandonado en esta casi entera vida mía transcurrida desde entonces, como tampoco una dosis de ingenuidad que en principio no serían nada recomendables para nadar por el mundo. Ahora que llega a los noventa años bien entero y con la confianza intacta, hay que pensar que tal vez la mezcla no da malos resultados o que acaso se trata más bien de una “disposición”, entusiasta e ingenua.
Digamos que es la de un hombre que está dispuesto a dejarse engañar, a correr ese riesgo infinitas veces antes que recelar o andarse con reservas, como si esta última actitud fuera en sí tan estéril que no valiera la pena incurrir en ella tan sólo por protegerse. No en balde su lema es “que por mí no quede”, y lo ha seguido siendo hasta hoy pese a las muchas traiciones que alguien con tal carácter inevitablemente padece, como cuando paró en la cárcel al terminar la guerra denunciado por quien había sido hasta entonces su mejor amigo, y eso no le impidió seguir creyendo en la gente, seguir dispuesto a dejarse engañar por ella. Quizá sea la única manera interesante de tener trato con los semejantes.
Yo recuerdo a mi padre trabajando siempre a grandes velocidades, si bien de muy niño no acababa de comprender su quietud ante una máquina y que permaneciera tantas horas en su despacho mientras discurría lo que para mí era la verdadera vida, con peleas en el colegio y mi madre y criadas y hermanos y mi abuela y la tita María de visita, ambas cubanas: siempre gente alborotada, casi todo es alboroto en la infancia. Los domingos por la mañana nos dedicaba un poco más de tiempo a los niños, con los que sabía tratar sólo a medias, o quizá nos lo parecía por contraste con la atención inteligente y continua de nuestra madre. Mi padre tenía un lápiz plateado con minas de cuatro colores que nos fascinaba, y los domingos se veía obligado a dibujarnos algo. Poco ducho, recuerdo haber sentido algo semejante a la piedad cuando lo veía repetir una y otra vez sus tres invariables figuras, en un color cada una: un indio con turbante, un pez y una vaca. Menos mal que el hermano mayor, Miguel, empezó pronto a dibujar magníficamente de todo, en especial aviones perfectos a los que no faltaba ni una pieza.
Por el lado de mi padre no había nadie, no había familia, ni abuelos ni tíos ni primos ni nada, a veces llegaba a parecer un intruso en las reuniones. Se lo notaba más a gusto con sus propias tertulias intelectuales, que aún mantiene un día a la semana en su casa, domésticas herederas, supongo, de aquellas célebres de Revista de Occidente, de las cuales lo recuerdo volviendo en algunas épocas dos veces al día (uno se pregunta qué se ha hecho del tiempo que se estiraba, sin duda nos ha abandonado). Hablador generoso e infatigable, siempre le he envidiado su formación tan sólida como no la tiene nadie nacido bajo el franquismo ni luego: yo lo he visto siempre leer en latín al filósofo Suárez y en griego a Aristóteles, en alemán a Heidegger y en inglés y francés, respectivamente, a sus favoritos Conan Doyle y Simenon (adora la novela policiaca, y cada vez que voy a Francia le busco los pocos libros de Maigret que aún le faltan: no se sacia, lo relee continuamente, como a Dumas). Desde niños mis hermanos y yo nos acostumbramos a tener en casa una enciclopedia andante en forma de padre que respondía breve, pero satisfactoriamente, a preguntas de historia, literatura, filosofía, arte, ciencias y cualquier otra disciplina. En cuanto a las dudas lingüísticas, era más de fiar mi madre, pero ella murió para su desesperación y, a falta de la garantía primera, yo aún recurro a su faceta de diccionario cuando alguna vacilación me surge. Le debo mucho como escritor, y no solamente las consultas.
No recuerdo que me haya puesto nunca la mano encima, y a fe mía que hice barrabasadas durante la infancia. O tal vez sí, una vez, aunque mi recuerdo es vago y dudoso: solicitada su intervención material por mi madre ante algún desmán excesivo, me debió de dar una azotaina con tan poca convicción y tanto optimismo en su ánimo que decidí no portarme nunca más tan fatal para no volver a ponerlo en semejante compromiso contrario a su naturaleza. Es un hombre enérgico pero muy afable.
Cuando he vivido fuera de España y no he tenido más remedio que recordarlo, su imagen predominante ha sido sin gafas leyendo, con sus ojos azules bien visibles y la “cara de alemán” que, según decía mi madre, se le pone al quitárselas. Sentado en su sillón, a la noche, perfectamente vestido con traje y corbata aunque ya no vaya a salir de casa, leyendo con entusiasmo, el mismo que pone en todo lo demás que hace.
Así lo veo y así lo recuerdo. Y yo sé que, mientras lee, está pensando, quizá en algo que escribirá mañana.
El último libro del autor es Tu rostro mañana (Fiebre y lanza).
“Mi padre es filósofo”
Por Alvaro Marías
Esta era la frase que yo espetaba ya con tres o cuatro años, cuando en el colegio me preguntaban qué era mi padre. Lo decía henchido de orgullo como un pavo y lo prefería, instintivamente, a la opción descafeinada que él mismo me había brindado: “Di, si no, que soy escritor”. Sabía que eso no era cosa corriente, sabía que mi padre no era corriente -muchos señores vetustos, que podían ser mis abuelos, me repetían obsesivamente “no sabes qué padres tienes”-, y comenzaba a vislumbrar que, teniendo sus ventajas, no iba ser tan fácil ser hijo de un padre tan poco corriente, de un padre que no conducía, que no nadaba, que no se compraría una televisión, que viajaba constantemente al extranjero cuando no era habitual, que no tenía sueldo, que no iba a la oficina, que estaba en contra de Franco -y lo que era peor, todo el mundo lo sabía-, que no castigaba a sus hijos pero que no compraba bicicletas por las buenas notas, que era capaz de dejar resbalar su mirada por encima de unas cuantas matrículas de honor para conceder un “no está mal; podría estar mejor”. Un padre que no me iba a reír las gracias -al menos en mi presencia-, que no se iba a dejar influir por sus hijos -gran peligro de la clase intelectual- como no se dejaba influir por apenas ningún agente externo, se tratase de la filosofía o de la política de moda, o de las idolatrías de las generaciones más jóvenes (durante años creí que de lo único de que había convencido a mi padre en mi vida era de que cambiara de marca de vino, y ahora dudo hasta de eso). Un padre que me iba a dejar, mejor dicho, me iba a obligar, a hacer lo que me diera la gana, que no iba a darme pretextos para eludir mi propio destino o mi propia vocación: que no me iba a poner fácil el no llegar a ser yo mismo. Que ni siquiera iba a poner cara de espanto si le salía ¡un hijo flautista! Ante tan cruda coyuntura, tan sólo me dijo: “Si lo llegas a hacer muy bien, hasta con la cosa más rara -¡vaya si él lo sabía!- conseguirás ganarte la vida; lo malo es si lo haces sólo regular”.
Y es que uno de los rasgos dominantes de su personalidad es la impermeabilidad, su asombrosa capacidad de resistencia. Sin ella sería incomprensible su trayectoria. Mi madre -su gran complementaria, en sentido noventayochista- solía hablar de su “epidermis de elefante”, gracias a la cual ha logrado sobrevivir sin que ninguna de las dos Españas le helara el corazón, sin perder la alegría, el optimismo y hasta una inexplicable dosis de ingenuidad. Lo que para cualquier humano habría sido insoportable, no ha logrado restarle un minuto de alegría. Con qué santa paciencia, con qué elegancia ha sobrellevado el pasar en veinticuatro horas de ser considerado -a menudo por los que habían cambiado la camisa azul por la rosa roja, el brazo en alto por el puño cerrado- como un izquierdista peligroso a ser tratado como un señorón de derechas trasnochado, mientras él seguía imperturbable su faena adelante, sin enmendarse y sin mirarse la ropa, como los buenos toreros. A finales del franquismo un crítico sevillano comparó el valor de mi padre, a la hora de decir lo que entonces nadie se atrevía a decir, con el de Juan Belmonte cuando agarró a un toro de Miura, el cuerno por la mazorca. A él le gustó la comparación. Y es que, al margen de otras virtudes, mi padre es -rara avis entre la clase intelectual- un hombre extremadamente valiente, que considera que “una cierta dosis de valor” es condición imprescindible para vivir con dignidad. Con ochenta años, al volver un domingo de misa, un navajero intentó robarle la cartera. Ni qué decir tiene que no se la robó; el ratero debe de acordarse aún de tan bravío anciano. El que hasta hace muy pocos años, bien pasados los ochenta, mantuviera un ritmo de trabajo extenuador, y fuera capaz de marchar camino de las Américas, él solo, con un calendario de trabajo que derrotaría a un joven y un maletón a cuestas que baldaría a cualquiera, es un buen reflejo de su temple humano. Contadas veces he visto a mi padre enfermo -su capacidad para no acatarrarse cuando toda la familia moquea es irritante-; jamás cansado; nunca agobiado por el trabajo ni apresurado por el ritmo de vida -es tan ordenado en el tiempo como desordenado en el espacio-; rara vez desanimado, no digamos deprimido.
No se piense, a raíz de lo dicho, en un “superhombre”, rígido ni obsesivo; menos aún en un intelectual engolado ni arrogante. Sí en un hombre infatigable y tenaz hasta la testarudez, que hace honor a su sangre aragonesa. Ha sido mi padre siempre hombre cordial, fiel hasta la muerte a sus principios, a sus ideas, a sus maestros -su fidelidad y respeto hacia Ortega creo que es algo único en la historia cultural española- y a sus muchos y excelentes amigos. Su veracidad extrema, su necesidad de decir las verdades contra viento y marea -”por mí que no quede”, es su lema-, lo ha llevado a traspasar mil veces los límites de la diplomacia y de la prudencia, pero nunca los de la elegancia, la generosidad y la bondad.
Es mi padre un hombre sencillo que gusta de la comida llana -churros para el desayuno, cocido madrileño, berenjenas rebozadas,bacalao, chocolate oscuro, son sus preferencias gastronómicas-, un ciudadano del mundo sin nada de cosmopolita, un europeo de españa para el que, como para Ortega, “la gran delicia es rodar por los caminitos de Castilla”. Es también un filósofo con los pies en el suelo, carente de la menor sombra de pedantería, que se pirra por el cine, que tiene más orgullo como fotógrafo que como pensador, al que entusiasma la poesia -aún es capaz de recitar centenares de versos en cuatro o cinco lenguas-, la novela, las novelas policiacas -¡Simenon!-, que no se pierde un museo o una iglesia, que lee infatigablemente por el mero placer de leer, con su ojo único de clarividencia ciclópea, hundido durante horas en su sillón de orejas. Es un hombre al que le interesan muy poco las cosas y mucho las personas: sus amigos y sus muchas y espléndidas amigas -la tertulia de los domingos, las largas caminatas sorianas o toledanas han sido los principales escenarios de su vida de gran conversador-. Un hombre que, a pesar de su asombroso ritmo de trabajo, no ha regateado el tiempo para degustar el pulso de la vida; para salvaguardar lo más valioso de ella, la intimidad; para vivir una vida con holgura, real, una vida irrenunciablemente humana. Decía Ortega que “la filosofía no sirve para nada... solamente para vivir”. La filosofía de Julián Marías -la filosofía de la razón vital- le ha servido para vivir una vida que es, en cierto modo, su gran obra de arte.
Su gran premio, infinitamente más valioso para él que aquellos “oficiales”, que recibe con tanta gratitud como escepticismo, es la creencia de que su pensamiento puede orientar a otras vidas -individuales y colectivas- para que lleguen a ser plenamente eso: vidas humanas.
lanacionar