La convicción del ideal socialista
AÑOS INTERESANTES Por Eric Hobsbawm-(Crítica)-Trad.: Juan Rabasseda-Gascón-416 páginas-($ 32)
Eric Hobsbawm es uno de los historiadores profesionales más conocidos fuera del círculo académico. Vivió durante los "años interesantes" del siglo XX, pudo seguirlos de cerca y ahora escribe su autobiografía. No es una novela de aventuras -nunca tuvo papeles protagónicos- pero ofrece pistas invalorables para comprender su obra de historiador.
Hobsbawm es un historiador singular, muy lejos del especialista erudito. Con La era de la revolución -lo siguieron La era del capital y La era del Imperio - inició en 1962 un vasto proyecto de explicación del siglo XIX "largo", entre 1760 y 1914, que incluía en una sola mirada a Europa, el mundo industrial y su periferia colonial. No es común una perspectiva tan amplia, como tampoco lo es su capacidad para relacionar y articular fenómenos tan diversos como la revolución industrial, el romanticismo, el pietismo, el positivismo y la revolución democrática: esa "historia total" que los historiadores franceses proclamaban por entonces, a la que Hobsbawm permaneció fiel. Se ha convertido en un historiador popular, sobre todo, porque puede escribir a la vez para los especialistas y para el público culto no especializado, y mostrar siempre, de manera vital y cautivante, la compleja conexión entre la materia del pasado y los problemas del presente.
Hobsbawm perteneció al partido Comunista inglés, hasta su desaparición. Conoció en Viena y Berlín a muchos revolucionarios de 1917; desde su adolescencia fue un militante activo y hasta que cumplió los cuarenta años el Partido llenó su vida. Mientras estudiaba en Cambridge, en la edad en que otros consolidan su currículo, desempeñó todo tipo de tareas partidarias, tan absorbentes como grises; por entonces, en los años 30, el Frente Popular conformó su manera de entender la política y la historia. En 1952 sus dos vocaciones confluyeron: con Christopher Hill y otros colegas constituyó la Agrupación de Historiadores del partido Comunista. En 1956, luego de la denuncia de los crímenes de Stalin y la represión en Hungría, muchos de ellos se alejaron, pero Hobsbawm permaneció en el Partido, ya sin militar, y, al final de su vida, se pregunta por qué. Pesaron -nos dice- la fuerza de los ideales de 1917, tan diferentes de los de la posterior URSS, el temor a perder un ámbito que encuadraba sus preocupaciones de historiador militante y, también, el espectáculo, a su juicio lamentable, de antiguos comunistas devenidos en profesionales del anticomunismo. Encontró una solución intermedia: adherir al partido Comunista italiano, pues encontró en el "eurocomunismo" y en Antonio Gramsci una perspectiva y una referencia intelectual más adecuadas, que le permitieron mantener una práctica militante independiente y una presencia activa en las discusiones del marxismo.
Aunque es un marxista convencido, como historiador, Hobsbawm no abruma al lector con la jerga convencional ni recurre a ningún tipo de "ley histórica" que evite el análisis concreto y la explicación. El marxismo le da una herramienta, y también una interpretación general del proceso histórico, cuyo sentido coincide con sus propios valores. También vienen del marxismo algunas fobias y esquematismos. Como Marx, está convencido de que los campesinos son una clase con pocas perspectivas progresistas, inclusive en la China de Mao. Simpatiza poco con las ideas ajenas a la Ilustración, la Revolución francesa y el socialismo, y se ocupa poco de ellas. La política, con excepción de los momentos revolucionarios, resulta ser poco más que la expresión superestructural de los fenómenos sociales y económicos, y la democracia, sólo una farsa. Tales ideas, que parecen provenir de las versiones más esquemáticas del "marxismo vulgar", afloran en sus textos aquí y allá en frases tan contundentes como esporádicas. Pero cumplida la obligación del militante infatigable, el historiador de estirpe retoma su trabajo: sus análisis, complejos y sutiles, superan ampliamente las consignas iniciales.
Su experiencia personal, muy variada, le ha permitido balancear y matizar lo que la tradición comunista tiende a esquematizar. Hobsbawm fue un inglés atípico, de familia judía y madre austríaca, que pasó su infancia en Viena y su juventud en Berlín. La cultura de la Europa central y las experiencias de la Alemania de Weimar se encuentran a cada paso en sus complejos cuadros históricos, donde nunca faltan las referencias a Moravia, Hungría o la Renania. Residente habitual en Francia, se empapó de los "ecos de la Marsellesa", que informan su idea de las revoluciones. En Italia encontró su comunismo de adopción y en los Estados Unidos, el jazz -su otra pasíón- y un fascinante mundo de intelectuales disidentes. En América Latina, encontró, en los setenta, a los campesinos y la otra revolución. Reacio a encerrarse en un campus universitario, vivió en grandes ciudades, recorrió el mundo y conoció a infinidad de gente del ambiente comunista, del académico o de otros, como el del jazz, a los que lo llevaba su curiosidad. De todos aprendió algo. Hobsbawm parece tener siempre las antenas alertas y estar permanentemente reuniendo información para dar forma, revisar y ampliar sus esquemas. Una verdadera máquina de aprender, capaz de atrapar a cada paso la multiforme vida histórica.
Por mucho tiempo prefirió no ocuparse del siglo XX, para evitar confrontar con la versión oficial acuñada por el partido Comunista. Luego de la caída del Muro de Berlín encaró finalmente la historia de lo que llamó "la era de los extremos" en esta autobiografía. No es su mejor libro, pero quizás sea el más útil, pues logra dar una forma a esa masa aún indómita de la historia mundial contemporánea. Al final de su vida, Hobsbawm está despegado de lo más pesado de la ortodoxia. Puede examinar críticamente el "socialismo real" y la Unión Soviética y listar los errores. Pero si revisa posiciones, no renuncia a sus convicciones: cree en el progreso de la humanidad así como en la existencia tangible de las fuerzas de la reacción, que luego del derrumbe comunista están llevando al mundo a la barbarie.
Estas no son las mismas que protagonizaron sus libros anteriores, escritos de los años 70. La "clase capitalista" se ha convertido en un capitalismo impersonal y desatado, que se expande destrozándolo todo, y en primer lugar a los estados nacionales, que a su juicio son los últimos garantes de los derechos individuales. Las identidades nacionales han derivado en nacionalismos excluyentes, duros y militantes, fundados en supuestas identidades étnicas o lingüísticas, a menudo inventadas por los historiadores. La política actual le permite mostrar la fuerza disgregadora y destructiva de estas y otras "historias de identidad", capaces de destruir los ámbitos de convivencia largamente elaborados por la cultura occidental. Su condena se extiende a cualquier otra historia de identidad excluyente: las de género; el fundamentalismo religioso, el sionismo o el renovado nacional imperialismo estadounidense. Ya en el final de sus días, sin renunciar a sus convicciones socialistas, Hobsbawm se identifica con uno de los argumentos más prístinos de la tradición liberal: la exclusión o negación del otro conduce al desastre, a la barbarie. Esta reconciliación con el liberalismo no contradice sino, por el contrario, fortalece su ideal socialista, entendido precisamente como la extensión universal de los principios de libertad, igualdad y fraternidad.