Testimonio. La lengua materna de la patria
Marina Tsvetáieva, mi madre es un retrato íntimo y personal de la genial y malograda poeta rusa que, al mismo tiempo, cifra el complejo cuadro de los primeros años soviéticos, de la vida de los círculos del exilio y la tragedia familiar
"Rusia es el tema, los poetas rusos", dice un verso del poeta argentino Daniel Samoilovich. ¿Y no es así acaso? En la vida de los muchos y célebres poetas que dio Rusia a comienzos del siglo XX parece contenido el sino trágico de todo un pueblo. Basta ordenar en una serie imaginaria los nombres de Vladimir Maiakovski, Alexander Blok, Sergei Esenin, Anna Ajmátova, Ossip Mandelstam y, por supuesto, el de Marina Tsvetáieva (1892-1941) para constatar lo irrelevante de la posición adoptada por cada uno de esos poetas ante el acontecimiento que significó la Revolución de Octubre: ninguno salió indemne, todos pagaron tributo por ser contemporáneos del hiato en la historia -no sólo rusa- que marcó el año 1917.
Maiakovski representó hasta el final, con su suicidio, el papel elegido de poeta en la revolución: Mandelstam, en el otro extremo, con su desdén por los asuntos urgentes de la política (sería una simplificación decir que fue el cáustico poema sobre Stalin el que selló su suerte), acabó sus días a manos del Estado soviético. Tsvetáieva, en cambio, en cualquier punto de la línea donde se fije la mirada, comprende la serie completa de pesares a los que pudieron verse sometidos los habitantes del antiguo imperio de los zares: la separación de su marido por la guerra civil, la miseria material soportada junto con sus pequeñas hijas en los primeros años de la revolución -Irina, una de ellas, moriría de hambre en 1920-, el exilio prolongado, el retorno al país en pleno estalinismo, la muerte por mano propia.
Algunas cosas seguían siendo como un siglo atrás. Como escribió Viktor Shklovski: "El Estado no responde de la muerte violenta de las personas. En los tiempos de Cristo no comprendía el arameo y en general no comprende nunca la lengua humana."
Marina Tsvetáieva, mi madre , publicado originalmente en 1988, en pleno fervor por la apertura política puesta en marcha en la URSS por Mikhail Gorbachov, y más de diez años después de la muerte de su autora, es un libro notable en varios aspectos. Ariadna Efron (1912-1975), hija de la poeta y de Sergei Efron, concibió algo más que una memoria personal sobre la vida de su madre. A lo largo de sus páginas, es posible acercarse al retrato íntimo de la autora del "Poema del fin" y apreciar a la vez el complejo cuadro de la sociedad rusa en los años que siguieron a la revolución bolchevique, dentro y fuera del país. Tras un par de capítulos en los que describe la genealogía familiar, por el libro desfilan las figuras más relevantes de la vida intelectual rusa, tanto en la época en que madre e hija permanecieron en el joven Estado (hasta 1922) como en los largos años del exilio que comenzaron en Berlín, donde se produjo el reencuentro con Efron, ya exiliado, siguieron en Checoslovaquia y continuaron en París. Desde la primera página, predomina un aire de novela rusa: en la descripción de un personaje confluyen el aspecto físico y el carácter que éste revela. Ariadna Efron hace gala de una prosa rica en matices, con giros y expresiones propios de quien domina el arte de escribir, una prosa no exenta de lirismo y con un agudo poder de observación. Los materiales de que se vale son, entre otros, sus diarios de infancia, escritos a instancias de su madre, la correspondencia que perteneció al archivo Tsvetáieva y que pudieron salvarse del estrago del exilio, los apuntes tomados a lo largo de una vida. Reelaborados, el resultado excede el género biográfico y lo aproxima al terreno de la crítica.
"Mi madre es muy extraña. Mi madre no se parece en nada a una madre", escribe Ariadna, y marca un poco el tono de lo que, de niña, vivió junto a la poeta. El rechazo de las convenciones, el trabajo poético como única ambición son detalles que dan vida a una personalidad arrolladora y caprichosa. Marina Tsvetáieva siguió escribiendo en las condiciones más difíciles, y siempre que pudo, publicó sus trabajos en revistas de los círculos de exiliados, con quienes mantenía una relación compleja debido a su intransigencia respecto de las disputas de tipo político que solían surgir entre los grupos rivales. En ese sentido, lo que Tsvetáieva reprueba del bolchevismo no difiere de su crítica a los valores burgueses, como prueba este pasaje: "Pero ¿qué es Weimar sin Goethe? Una ciudad alemana para... digamos, simples habitantes, pequeñoburgueses. [...] Una ciudad que merece el estilo de vida práctico, carente de toda espiritualidad, que es el suyo, una ciudad que proclama que la vida pequeñoburguesa es el único modo de vida posible, el único racional".
Hay un capítulo entero dedicado a la relación de Tsvetáieva con Boris Pasternak, el autor de Doctor Zhivago . Fragmentos de cartas, citas de poemas, los propios recuerdos de Ariadna reconstruyen los dilemas de un vínculo cuyo centro fue la poesía, la devoción mutua que se prodigaban como poetas, pero del que no puede excluirse lo amoroso, según la definición de la propia Marina en su libro Indicios terrestres : "El amante es aquel que ama, aquel a través de quien el amor se manifiesta, el conductor del elemento Amor. Tal vez en el mismo lecho, pero tal vez a mil verstas. El Amor, no como una ?relación´, sino como elemento".
Marina Tsvetáieva, mi madre no es un libro ejemplar sobre una vida ejemplar. Más allá de sus virtudes, recoge en sí las contradicciones de un tiempo y las personas que por él pasaron, con sus grandezas y sus miserias. No deben sorprender entonces las reiteradas menciones que la autora hace de Ilia Ehrenburg ("corazón de oro", lo llama, por la ayuda que prestó a su familia), un intelectual siempre vinculado al aparato cultural del Partido comunista, o el relato de la emotiva despedida entre Marina y Maiakovski.
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