La pasión de nombrar
Uno de los innumerables intentos de definir la poesía afirma que ésta se consagra a la pasión de nombrar. Pero, si la poesía puede consumarse a través de esa consagración, no lo hace a la manera de un afán taxonómico que designa y clasifica para apropiarse de cada ser u objeto nombrado sino con la resignada certeza de que aquello que se nombra es, al mismo tiempo, confirmado en su ausencia: la poesía, podría decirse, es el rastro hecho de palabras que dejan los seres y las cosas al retirarse desde su plenitud hacia la disolución o el olvido.
La excelencia de Diana Bellessi (Zavalla, Santa Fe, 1946) puede insinuarse modestamente en una imagen de esa clase: alguien que se dedica, con extremada cautela y una intensidad rigurosa, a colorear las huellas que, en la arena del mundo, va imprimiendo lo que existe. La estela o aura de lo que es y va dejando de ser, de lo que ha sido y se empeña en persistir en la espuma de un recuerdo es, en su obra, altamente significante sólo porque la pasión de nombrar cobra en Bellessi la estatura de la poesía.
Esa calidad poética vuelve a manifestarse en un nuevo capítulo de un único y hermoso libro que esta autora viene escribiendo desde, por lo menos, Crucero ecuatorial (1981) y que ahora da en llamarse nada menos que La edad dorada .
Es necesario decir, ante todo, que Bellessi vuelve a prestar su voz a lo que ha sido acallado no sólo por el fluir del tiempo sino también por los más diversos caminos de la injusticia. Lo que no está, en los poemas de este libro, se ha ausentado o bien porque ha cedido a la carcoma sorda de los días o bien porque fue objeto de alguna forma de marginación: víctimas de la desgracia del devenir o de la acción aviesa de un poder inicuo pueden ser un afecto perdido, la brisa nocturna sobre el río, el hombre de Neandertal, una mujer discriminada o los chicos de la calle.
Si, para algunos poetas, ese acto de nombrar esconde la melancólica o airada constatación de lo irreparable, para Bellessi, esa invocación no es un mero recuento de bajas; esta poesía nombra aquello que no está señalando su ausencia como un despojo, como un bien que ha sido sustraído a la armonía del mundo y que la voz poética debe ser capaz de redimir. La poesía de Bellessi intenta siempre tender un puente a través del cual lo que ha sido desgraciado pueda reencontrarse con la gracia que le es debida.
Por eso es que el modo en que esta necesidad se realiza es una rara síntesis de una actitud política y otra religiosa, como bien ilustra Jorge Monteleone en su inspirado prólogo a este libro, al rescatar esta cita de Pier Paolo Pasolini: "el mundo de la historia que, en su exceso de presencia y urgencia, tiende a huir hacia el misterio, hacia lo abstracto, hacia la pura imaginación, y el mundo de lo divino, que en su religiosa inmaterialidad, por el contrario, desciende entre los hombres, se hace concreto y operante".
El modo singular en que Bellessi logra nombrar -a veces en un mismo poema e, incluso, en un mismo verso- lo inefable de los hechos históricos y la palpable pero imprecisa acción de lo que se sospecha tocado por la divinidad adopta la forma del canto. Tal vez porque, como decía W. H. Auden, el ser humano recurre al canto cuando el mero decir resulta insuficiente, la voz poética de Bellessi es una voz decidida y desgarradamente lírica.
Este canto religioso y a la vez profano, atento a los misterios del Cielo y de la Tierra, se ubica en un lugar equidistante de la poesía mística y de la poesía social, de la cultura y de la Naturaleza. Se prescribe una y otra vez epifanías posibles en el vuelo de un mirlo y en el saludo casual de una vecina; en la muerte del padre convertido en cordero pascual y en la lucha de los piqueteros; en "los detalles de la fe" que encuentra lo divino en cada cosa y en el ejercicio de un cristianismo sincrético, de raíz inequívocamente popular y amerindia.
Este canto se canta con el cuerpo, un cuerpo presente, que a veces desespera de ser alma y siempre o casi siempre se encabalga: porque el presente de las cosas es demasiado fugaz como para pensarlo verso a verso y sólo el viboreo de una respiración continua puede intentar nombrarlo antes de que se haga desgracia.
Agujereada por esta voz potente y generosa, la terca opacidad de la ausencia deja pasar, de tanto en tanto, un rayo de luz; o, para decirlo mejor, con las palabras de Bellessi: "la mueca del detalle mutilado que halla en el silencio su rumor".