La prosa musical de un vanguardista secreto
Inéditos. Admirado entre otros por Cortázar, Néstor Sánchez, el autor de Siberia Blues volvió a ser reeditado y merecidamente valorado en los últimos años. En Solos de Remington (La Comarca), que incluye su primer libro de cuentos y otros textos, figura "Hawthorne", relato olvidado que aquí se anticipa Por Néstor Sánchez
Hawthorne
Acaso nada pueda justificar la conciliación de los tiempos a saber el tiempo lineal (o continuidad de ciertos contrastes visuales) con el tiempo una esfera, exaltación doméstica de la esfera conjurando su tendencia a rotar, moverse por toda la casa y hasta esconderse debajo de los muebles.
De cualquier modo algo debió esperar en los hilos telefónicos o en la humedad del aire ese choque perfecto o casi roce perfecto: algo lo vendría sabiendo en la tierra del fondo de la casa o a lo sumo prefirió organizarse en la tierra recién regada porque a partir de cualquiera de las escasas alternativas perfeccionó, alentó la proximidad que poco más tarde se volviera ruptura o en todo caso el choque capaz de restablecer la distancia entre los dos tiempos.
Un único golpe de gracia desbarató la duración ininterrumpida, esa cierta complicidad sin la cual nada (ni el desengaño o las caries) puede dar a la presencia muy en primer plano de por ejemplo una contralto que fuera precoz y es sorprendida mucho después de sucedido todo, cuando la orquesta en este caso de cámara se silencia por completo y ella sigue allí algo enceguecida por los reflectores, con los brazos abrumadoramente abiertos.
Por supuesto nuestra contralto no se creería a punto de cantar, en todo caso, el momento considerado celeste de la locura dando a esa dificultad sin atenuantes del viejo tiempo lineal de cada almuerzo dando por su cuenta a una mano libre demasiado imprecisa con la cara un instante en la otra cara con apenas un mes desde la escena idéntica con también el ramo en la otra mano. En cuanto al jarrón en sí, resulta poco menos que indescriptible: ella le pondrá agua hasta la mitad poco antes de desatar las rosas; en parte porque debería considerarse inefable, en parte por la singularidad de la esfera, toda la secuencia se relaciona con mi padre muerto una punta de años atrás, durante los mismos vapores repentinos que irán a brotar de cada olla, o sea, cuando debimos pactar (secretamente) eso de que en cada almuerzo más o menos mensual no iríamos ni siquiera a insinuarnos por qué mierda murió él en particular o en todo caso por qué justo en ese día (ni podría aludirse a aquella hora inerte de la madrugada), por qué entonces ella no se desató el pelo ni se pintó sombra celeste en las pestañas ni buscó hasta encontrar aros enormes de opalina, por qué no roció y enseguida incendió la casa para entonces meterse en la única cucheta de un barco con el único propósito de parir doce hijos más en una isla calcinada del trópico entre el alboroto de mujeres desnudas y negras que cocinaran para los catorce, o en todo caso quince suponiendo que yo hubiese sobrevivido a la expansión intolerable de las llamas y los desmoronamientos.
Ella había regado esa tierra por la mañana, palmo a palmo y enteramente sola en el olor a especias: ella sin lugar a dudas lo quiso a su manera hasta el límite de no desalentar su propensión al insomnio y al decaimiento dominical aunque a pesar de todo con la sospecha cada vez menos vaga de que en el momento menos pensado optaría por irse. Y el hecho de que no se iría a la manera del señor Wakefield (a quien ella no conoce) debió motivar, en última instancia, aquel estado permanente de alerta, aquella deferencia de cámara. Incluso es posible que él, durante las noches despierto, se ocupara con la esfera -su rumor emputeciente por toda la casa- o, mejor todavía, con una de las tantas posibilidades de transformación que se supone (mi padre supondría) restan todavía en el universo: transformarse en ella -la esfera- para abandonar rodando o a saltitos simétricos la casa; o transformarse en espacio abierto sin la menor alternativa de límites precisables; o en las cincuenta y pico de mímicas posibles que por lo tanto quedarían hasta el final en ella -mi madre-.
Por eso no dejaba de ser poco probable que cuando tenían la casilla sobre troncos del Delta, durante algún almuerzo bajo los ciruelos o los sauces, hayan relacionado de común acuerdo la esfera o la rectitud del agua en creciente con la sospecha de encontrarse metidos en un juego incomprensible para nadie, los dos en un juego indescifrable y hasta por ratos extensísimos si se quiere atroz; incluso cabe que él no le dijera un juego atroz las millones de veces el acto de destapar cada olla y ella tampoco agregara: más todos los nombres de pila más cada incendio diferido; ni él: cierta locura celeste diferida y hasta cada tormenta arrancando en la movilidad súbita de los árboles.
Y sin embargo repentinamente, después de tanto y al escuchar que me llamaba, esas ganas de ir a confesarle que allí cerca de las hortensias acababa de sucederme lo mismo: cada nueva vez en que alguien pronuncia mi nombre de pila vuelve a producirse la misma chispa de desconcierto; y en caso de haberlo confesado, mientras me acercaba, la sospecha de cómo ella relacionaría hortensias con hortensias alrededor de la casilla para terminar diciéndome eso de la chispa siempre ha tenido relación con el viejo asunto lineal de la vergüenza y de la gratitud de existir para el otro.
Sólo la excusa del verano repentino en el aire y en la humedad de la piel porque cuando ella reaparece en el comedor diario con el vapor de la fuente contra la cara también puede prever la escena íntegra en el caso de haberme adelantado con algo por el estilo de ¿sobre qué río tenían, hacia el principio, la casilla del Delta?: se habría detenido allí mismo en la palabra Delta y habría abierto por completo los brazos para enseguida trotar en su sitio sobre los pedazos de vidrio y el rojo de la salsa: ya con los brazos en escuadra y las reflexiones habría iniciado su carrerita primero a lo largo de la pared del retrato a fin de seguir a cielorraso limpio donde la lámpara central (vista boca abajo y según sus propias palabras) se parecería tanto a uno de aquellos arbustos de la costa: algo fatigada terminaría por fin su carrerita acurrucándose arriba, en el rincón del cielorraso para mirarme desgarrar un pan sentado abajo y decirme: conozco perfectamente al señor Wakefield, su mujer se cruzó una vez con él por la calle y no fue capaz de reconocerlo; yo en cambio lo seguí una tarde durante más de veinte cuadras y cuando por fin lo agarré desde atrás por un brazo era un señor alemán que me secó con su pañuelo y desesperó por un taxi.
Pero a partir del postre ya no hubiera existido la menor diferencia si pensaba lo contrario o si cuando empezamos a referirnos al calor digo la palabra junco en lugar de la palabra hortensia porque ella se limitaría a exclamar con los brazos abiertos la casilla sobre el Paraná de las Palmas. Y volvería al rato con la cafetera a fin de retomar lo del riacho interno donde aquel codo del riacho tal cosa, donde seguía mintiéndose más allá de la casilla para servir muy despacio las tazas y precisar sábado por la tarde, que una media hora antes habían discutido aquellos de los dos todavía solos en la isla con sauces, algo pozo ciego exasperándola y cierta inutilidad de los gritos.
Y sólo después de acercarme los fósforos es cuando dice el bote en la tormenta imprevista de la mediatarde, sin hijos todavía: mi nombre de pila más la contralto sumándose a esa punta de años dan a la sensación de estar moviendo la lengua para preguntarle desde dónde había observado la escena íntegra: entonces se produce el tono impersonal sobre la mujer de mi padre desesperada en la costa.
Ella joven entre los arbustos de la costa con el sombrero de paja de la cinta violeta gritando hacia el Paraná revuelto de las Palmas o sea hacia donde el bote había naufragado, dice de una manera textual naufragado y él era incapaz de nadar y un rato antes me habían discutido y ella no sólo recordaba las dos cosas sino que era la única a todo lo largo de la costa cuando empezaba a llover de esa forma.
Por eso debimos aceptar como absolutamente justa la reintegración: la lancha (no los tripulantes, no la gente tostada que iba en la lancha) la lancha nada más veía su sombrero enorme de paja entre los arbustos y bebe tres sorbos donde experimentamos que sin ninguna alternativa la lancha se quedaba con el sombrero, la lancha no vería nunca el antebrazo sobre el bote dado vuelta: esa especie de incertidumbre mientras empiezo a compadecerme de la mujer joven empapada en la costa, en la oscuridad de repente y el golpe a ciruelas contra la tierra. Entonces explicita cómo alguien curtido y ágil cae al agua desde la baranda, cómo la lancha empezaba a repetir círculos concéntricos en relación con la espuma o con algo parecido a lucha en el agua.
Dice que nunca llegaría a comprender de qué forma le fue posible abalanzarse sobre la cubierta en cuanto tocaron la costa, y dice saltar así la baranda aunque enseguida agrega saltar nada menos yo de esa forma a cubierta pero es él quien debió sentirla casi de inmediato con una mano en su nuca dado que reabre poco a poco los párpados: papá morado vomitando agua con barro sobre la falda empapada de su mujer que lo alienta. Entonces ruedan esos pocos segundos en alguna parte (la persiana entornada a causa de la claridad) con él ya de pie en dirección a la casilla apoyado en el hombro de ella mientras se aleja el motor de la lancha y los dos experimentamos esa sensación si se quiere infinita de alivio.
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