Las fotos en las redes
Ya habíamos terminado de cenar esas pizzas de barrio bien ricas, que habían quedado en cajas de cartón abiertas sobre la mesa. Casi secas. Yo era una de las pocas que habían pedido plato y cubiertos para comer. Estábamos esperando que se entibie apenas la torta recién sacada de la heladera. Crema batida, galletitas negras trituradas y dulce de leche. Éramos ellas tres y yo las que más hablábamos. El resto estaba también. Cuando vamos a la casa de la familia de mi novio, en la zona sur del conurbano bonaerense, siempre somos muchos. Ellos son muchos. Él tiene tres hermanas y verlas y estar allí me gusta porque es distinto a lo que estoy acostumbrada. Puede ser un montón. Risas, bromas, gritos. Son como niños cuando se juntan y es lindo. Incluso a veces la madre los reta. Eso es más lindo.
Aquella noche éramos ellas tres y yo y estábamos hablando de las redes sociales. Nuestras conversaciones suelen ser un buen recorte de miradas porque cada una vive en su década y piensa de ese modo. La más joven tiene 19 y estudia en la facultad; la del medio tiene 30 y un bebé que nació en abril pasado; la más grande este año cumple 39 y le encanta la moda y yo suelo decirle que haga algo con eso porque a mí me gusta su gusto, pero no sé si sé. Tampoco recuerdo cómo arrancó la charla. El tema era algo así: ¿por qué seguimos en Instagram a quienes seguimos? ¿Por qué subimos lo que subimos? Esa noche yo estaba confundida por una foto que había visto temprano de una niña hermosa, con el cabello como castañas atado en una trenza cosida adornada por cintas azules y amarillas, en honor a la bandera de Ucrania. Estaba sentada al borde de una ventana, como si posara, en medio de la guerra con Rusia allí, en Europa, y sostenía en sus manos un arma que le quedaba grande, con la mirada puesta en un punto fijo que no se ve pero que seguro ella conoce.
¿Por qué esa foto había sido posteada? ¿Quién la sacó? ¿Qué quiso decir? Me quedé enredada en eso y quise desenredarme con ellas porque a veces es más fácil. Existe una libertad muy marcada entre mis cuñadas y yo; una especie de pacto que nunca sellamos de ningún modo, pero que nos funciona porque no somos amigas y por eso hablamos de esos temas de los que a veces no podemos hablar con nuestras amigas.
Y empezamos a pensar. La del medio, fresca, dijo que seguía a la gente que muestra cosas que le gustan: modas, lugares, lo que sea. La más grande, como comprometida, apuntó a una cuestión de deseo: queremos ver lo que queremos tener para ser felices, como en esas fotos. La más chica, apenas irreverente, acotó que igual se sabe que lo que muestran esas imágenes no es la realidad sino un montaje y en ese momento todo se complicó más porque es difícil de explicar lo que pasa, pero pasa y es más o menos esto: hoy para muchas personas compartir una foto es una verdad de vida. A veces disfrutar de las vacaciones no es solo ir de vacaciones, sino publicar en redes fotos de las vacaciones y que la gente diga que le gusta. Hay algo ahí, este es el punto.
No sé si llegamos a una conclusión. Yo me quedé pensando en la foto de la niña, campera de abrigo azul, jeans, botas altas, rifle delicado sobre el pecho y un chupetín en la boca, que poco después me enteré de que había tomado su padre, fotógrafo. Pensé que era terrible porque la guerra no tiene sentido y menos tiene que en ellas participen niñas y niños. Pensé que era terrible porque no era real, porque no había sido tomada de forma espontánea. Después pensé que era tremenda porque aunque no fuera cierta cuenta algo que es cierto, niñas y niños forman parte de esta guerra. Y entonces pensé que la verdad hoy es otra cosa. Ya no rige aquello de que lo que aparece en redes es falso. Es la realidad. Una nueva realidad.