Las miradas que crean al hombre
¿Qué distingue al ser humano del animal? A propósito de dos textos de Tzvetan Todorov, el autor de esta nota reflexiona sobre la importancia de la intersubjetividad en la definición de nuestra especie. Desde los primeros meses de vida, la sonrisa y los ojos del otro contribuyen de modo fundamental para formarnos como individuos e introducirnos en la cultura
Johannes Urzidil, el escritor praguense de lengua alemana que fue amigo de Kafka y, siendo jovencísimo, pronunció el discurso en el funeral del autor de El proceso, recordaba que, cuando él era chico, un diario de su ciudad natal, al dar la noticia del derrumbe de un puente sobre el Moldava, había escrito que, por fortuna, en el incidente no había muerto nadie, salvo un aprendiz de panadero. Este último, por lo tanto, para el cronista, y para la mentalidad corriente, que aquella afirmación inconscientemente reflejaba, no era de verdad un hombre.
Muchas veces, en todas las épocas y bajo todos los cielos, no se ha querido o sabido reconocer el rostro del hombre, desfigurado por el sufrimiento, por el embrutecimiento, la enfermedad, la miseria, la marginación, las condiciones de vida; se negó la dignidad humana a toda una clase social, a gente de distinto color, a los desheredados y a los discapacitados, al individuo que se encontraba en las primerísimas y débiles fases de su existencia (infantil o prenatal) o en aquellas, igualmente débiles, de la vejez decrépita.
Il Piccolo de Trieste, en su primer número, publicado el 29 de diciembre de 1881, anunciaba exultante que aquel era un día fausto porque en la ciudad no se había registrado ninguna muerte y, dos líneas después, se agregaba que había fallecido un niño. Pueblos enteros murieron y mueren en matanzas inhumanas o en condiciones infames, sin estremecer la conciencia del mundo; muchas almas, que han llorado indecentemente por la muerte de Lady Diana, no han llorado por la de los menores atrozmente mutilados por los traficantes de órganos.
A veces, frente a monstruosos abismos de dolor, ni siquiera nos preguntamos "si esto es un hombre".
En un espléndido artículo aparecido hace algunas semanas en La Repubblica, que retoma la comunicación pronunciada en el Festival de Filosofía de Cosenza, Tzvetan Todorov se pregunta cuándo comienza la existencia específicamente humana de un individuo, cuándo se distingue de un animal. Todorov es uno de los más profundos, polifacéticos y grandes ensayistas del mundo, al que se deben estudios hoy ya clásicos que van de la crítica literaria a la semiología, de la narratología a la lingüística, de la historiografía a la antropología. Irónico y apasionado defensor del ser humano, espíritu independiente y liberal, Todorov siente la fascinación del pluralismo y de la diversidad entendidas como formas solidarias de la condición humana y rechaza el modelo opresivo de una única civilización que impone sus valores, pero también el particularismo salvaje que impide todo juicio de valor. El respeto de la diversidad cultural debe estar acompañado, a su parecer, por un núcleo irrenunciable de universalismo ético, sin el cual no se podría condenar Auschwitz.
El reconocimiento de la dignidad del ser humano es uno de estos problemas de ética universal. Al nacer, dice Todorov, el infante no se distingue de los animales superiores; busca ser confortado, calentado, nutrido, pero lo mismo hacen los neonatos de los monos. Pero entre la séptima y la octava semana de vida, continúa Todorov, el lactante "hace un gesto que no tiene igual en el mundo animal": ya no se contenta -como antes y como los cachorros de otras especies- con mirar a la madre, sino que trata de capturar su mirada, para ser mirado; "quiere contemplar la mirada que lo contempla: éste es el acontecimiento gracias al cual el niño entra en un mundo inequívocamente humano". La existencia específicamente humana, insiste Todorov, comienza con el reconocimiento de nosotros mismos por parte de otro ser humano.
No sé si se puede excluir que también un pequeño chimpancé busque cruzarse con los ojos de la madre. Es indudable que este intercambio de miradas, y por lo tanto de amor, constituye un enriquecimiento fundamental del neonato, que contribuye a formar su individualidad, así como la sangre que afluye a su cerebro es necesaria para el desarrollo de su inteligencia, para que pueda entender y también amar. La falta de este intercambio de miradas puede por cierto disminuir su personalidad, como, por otra parte, pueden hacerlo una grave enfermedad o una lesión cerebral. ¿Pero es lícito decir por eso, como Todorov, que "sin reconocimiento, sin intersubjetividad, sin sociedad no hay humanidad"?
Si un niño ha tenido la desventura de ser abandonado y rechazado hasta por su madre, que le ha negado esa mirada de amor (como sucede a veces, cuando un recién nacido es arrojado a la basura), es probable que se resienta y sufra mucho por ello, quizá que tenga consecuencias negativas duraderas, pero ¿se le puede negar por eso la dignidad de ser humano? Ha padecido sin culpa una injusticia y una desgracia, ¿pero debemos por eso considerarlo nadie, como el anónimo cronista de Praga consideraba a la víctima de la caída del puente porque era un aprendiz de panadero y no un consejero imperial?
El mismo Todorov corrige y desmiente, quizá inadvertidamente, aquel rechazo, que sería inhumano. Hablando con entusiasmo en el artículo de una obra maestra de la escritora sueca Selma Lagerlöf, la novela El emperador de Portugal, él recusa una frase, según la cual quien no ama, quien no conoce el amor, no puede considerarse un verdadero ser humano. Aquellos que viven sin amor, objeta justamente Todorov, "son por cierto seres desafortunados, pero son indiscutiblemente seres humanos". Pero también el lactante privado de aquella mirada materna es un ser desafortunado, como cualquiera que al que le amputen sin su culpa el amor, el afecto, la atención, el respeto que le es debido, la felicidad a la cual tiene derecho por el hecho de nacer, como dice la Constitución de los Estados Unidos. Aunque resulte devastado en su personalidad, como tantos hombres golpeados por injustas desventuras, sigue siendo en pleno un ser humano que, más aún, tiene mayor derecho a nuestra cercanía.
Hay un modo falso, con el cual Todorov no tiene nada en común, de hablar de la calidad de la vida. Por cierto, un hombre, privado de una decente calidad de vida, puede ser reducido a una condición embrutecida; los esclavos tratados como bestias, los torturados, los hambrientos vencidos por la desnutrición, los enfermos atacados por males horribles y destructivos son menos agradables, menos seductores, algunas veces -deformados por los sufrimientos, por las sevicias, por la enfermedad- también menos inteligentes, menos civilizados, pero esta carencia de una aceptable calidad de vida debe inducir a tratar de dársela, de mitigar el daño que han sufrido, no a considerarlos indignos de vivir, no humanos, cantidad despreciable que puede ser ignorada, excluida de la humanidad, eliminada.
Algunas personas (como las "mujeres que cambian el mundo", de las que ha escrito Mariapia Bonanate, por dar sólo un ejemplo, afortunadamente, entre muchos) bajan a los infiernos más cenagosos para ayudar a los últimos, a los condenados de la tierra, a los hombres reducidos a basura, a recuperar la dignidad. Quizá sólo la religión sabe enfrentarse a fondo con la extrema miseria física, moral y espiritual humana: "de la piedra rechazada por los constructores -dice el Señor en la Biblia- haré la piedra angular de mi casa".
Nosotros, seres mediocres, no estamos llamados a esas empresas heroicas, pero siempre podemos, de todos modos, proporcionar algún alivio modesto, aunque no inútil. Deber y placer se titula el fascinante libro-entrevista de Todorov y Catherine Portevin; nosotros, que precisamente amamos no los sacrificios y las promesas, sino los placeres, tenemos el deber de procurar estos últimos, en los límites de lo posible, a los seres humanos que han sido más defraudados.
Traducción de Hugo Beccacece
Corriere della Sera - LA NACION
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