Libre de decirlo todo
Fue fundadora de L´Express , amiga de Mitterrand y ministra de Valéry Giscard d´Estaing. Ahora ha escrito un libro de memorias, No se puede ser feliz siempre (Gedisa), del que se brinda un anticipo. En sus recuerdos se permite evocar la intimidad de varias celebridades y mostrar los engranajes del poder
Cuando tenía veinte años, pensaba que nunca llegaría a los cincuenta, nunca. Cincuenta años era la luna, otro planeta; a esa edad, ¡estaría muerta! Por lo demás, parece que nadie sea capaz de integrar la dimensión de la edad cuando se trata de aprehender el propio futuro. La idea de que la edad vendrá, primero con paso sigiloso y luego a sacudidas, tras una enfermedad, una pena o un accidente, hasta que cada cual haya terminado su trayectoria, simplemente no es de recibo. Esta feliz impotencia de la imaginación está probablemente programada en nuestras células, para nuestra salvaguarda.
Por mi parte, fue a los setenta años cuando tomé por primera vez conciencia de mi edad. Hasta aquel entonces, era una cuestión que no me había venido a la mente. Había olvidado incluso el momento de hacer valer mis derechos de jubilación. En principio, hay que justificar treinta y siete años de actividad. ¡Yo ya llevaba cincuenta! Trabajaba mucho, era amada, agasajada: no tenía edad.
Una prueba me destrozó: la muerte de A., cuyas circunstancias he explicado en otro lugar. Y una depresión.
En un informe de la Organización Mundial de la Salud leí que la depresión era el mal del siglo. Que esta honorable organización me perdone: ¡eso es idiota! La depresión es de todos los tiempos, sobre todo si llenamos esa palabra con todas las dificultades que la gente encuentra para vivir. "Están mal incluso cuando todo va bien", decía Freud al hablar de los que en aquella época se llamaban "melancólicos". Los romanos, por su parte, ya observaron que, entre las aguas termales, había una que tenía un efecto benéfico en su malestar. Actualmente, se sabe que aquel agua contenía litio, un metal cuyas sales forman parte del tratamiento contra la depresión.
Una depresión no es una mera bajada del régimen, ni una neurosis, ni una angustia con algunas lágrimas en los ojos. Es una enfermedad. Empezamos por perder el sueño, y luego ya no queremos nada. Ni levantarnos de la cama, ni lavarnos los dientes, ni alimentarnos, ni hacer lo mínimo que nos exige lo cotidiano de la vida: nada. Y rumiamos.
He conservado un recuerdo preciso de la manera en que viví los inicios de una depresión endiablada. Dejé de dormir, me arrastraba miserablemente, y me costaba escribir. Me costaba tanto que, a la mitad de mi artículo semanal para el Nouvel Observateur , sentada frente a mi ordenador, tuve que admitir que era incapaz de continuar.
Se trataba -cómo olvidarlo- de cinco folios sobre Marguerite Duras...
No poder escribir siempre ha formado parte de mis angustias. ¿Por qué sabemos escribir? No es natural. ¿Y por qué eso no habría de cesar de repente? Pues bien: me ocurrió. ¡Estaba horrorizada!
El psiquiatra que vi aquella misma noche me dijo: "No puedo hacer nada de inmediato... Pero, ¿qué día de la semana que viene ha de entregar su artículo?, ¿el martes...? Le prometo que lo conseguirá".
Me dio una receta, con qué dormir, con qué sobrevivir... Pasó más de un año antes de que saliera realmente del marasmo en que había caído. Entretanto, como resultado de un tratamiento químico ligero, tuve dos pequeñas recaídas. El psiquiatra modificó el tratamiento y me recomendó que lo mantuviera rigurosamente. Y lo hice.
Cualquiera que haya atravesado una verdadera depresión tiene siempre miedo de verla despuntar de nuevo. Pero, después de algunos años, lo que despuntó fue una intoxicación por uno de esos malditos medicamentos... Mis pies pesaban una tonelada cada uno, mis manos temblaban, ya no podía sostener un bolígrafo, ni una aguja. Nadie comprendía por qué. Yo me decía: "Es la edad". Un médico más sagaz que los otros, una mujer neuróloga, me sacó en un mes de aquella pesadilla suspendiendo toda medicación.
Volví a encontrar manos, piernas y escritura. Me había curado milagrosamente.
Aquella mañana, con ochenta y tres años, ¡incluso fui capaz de correr para alcanzar un autobús! ¿Acaso no es bello? Aquella resurrección me puso de muy buen humor.
Hoy también estoy de muy buen humor, porque he escrito un artículo provocador en el que he ido hasta el final de mi libertad. Esto es lo bello de la edad, ¡el ejercicio de la libertad!
* * *
Los estudios de Billancourt
Desde los quince años, había trabajado en el medio más alejado de las normas de la sociedad, el cine.
Sus gentes no están más corrompidas ni más pervertidas ni más obsesionadas por el sexo y el dinero que en otros lugares, pero no lo ocultan. Yo, que desembarcaba de un medio estricto en sus maneras, me quedé asombrada.
(Les recuerdo que esto sucede a principios de los años treinta; el medio cinematográfico de aquel entonces no tenía nada que ver con lo que es hoy, trivializado y constituido por pequeño-burgueses no más disipados que los otros en sus costumbres.) De esa época tengo, entre mis fotos, un documento rarísimo: el equipo de La gran ilusión al completo reunido en torno a Jean Renoir y Jacques Becker en el decorado de Stroheim. Se me ve, muy pequeña, sosteniendo el clap .
En el cine se podía encontrar de todo: grandes saltimbanquis creativos -Renoir, Jacques Feyder, René Clair...-, refugiados rusos desempeñando todo tipo de funciones, enormes estrellas que el cine ya no produce en Europa, a bordo de enormes automóviles, productores casi todos extranjeros, a veces judíos emigrados de países de los que habían tenido que huir, haciendo malabarismos con las ideas que tenían en abundancia y con las letras que un gran usurero les descontaba. [...] Apenas empezaba a orientarme, protegida por Marc Allégret y Pierre Prévert, cuando me fueron administradas unas "lecciones de vida".
Fanny estaba terminándose y yo tenía que proseguir con Les aventures du roi Pausole , adaptadas por Paul Morand, cuando el productor, un grueso ruso repugnante que circulaba en un Packard, me acorraló en un pasillo del estudio de Billancourt y decidió hacerme saber que formaba parte de mis atribuciones subirme a aquel Packard para ir a Deauville a pasar el fin de semana con él.
Tardé en comprender: falta de entrenamiento. Se enfadó, y yo me rebelé. Cayó el castigo: estaba despedida del equipo de Pausole .
Sin embargo, como joven extraviada en una selva, mi problema no era tanto defenderme de ella como capturar al príncipe encantado del que me había enamorado a la edad de nueve años.
A esa edad el amor es violento. En verdad, nunca he amado a nadie tanto como a Marc Allégret, y eso durante años.
El me quería mucho ; todo el mundo captará el matiz.
Era guapo -algo a lo que soy excesivamente sensible-, refinado, encantador, solícito, y era embriagador mecanografiar para él los diálogos que me dictaba Gide para Sous les yeux d´Occident , por ejemplo... Por otra parte, Marc nunca hacía filmes vulgares o tontos. Con él, trabajar era un placer. Al mismo tiempo que una tortura, ya que estaba enamorado de una joven actriz llamada Simone Simon, a la que telefoneaba diez veces al día...
Marc había sido literalmente raptado por André Gide en su adolescencia. Le llamaba "Tío André", pero no tenía ningún vínculo familiar con él. Era un amigo de su padre, el pastor Allégret. ¿Comprendió este último o supo alguna vez -lo que se llama saber- por qué Gide se había encaprichado locamente de aquel joven muchacho, y la naturaleza exacta de sus relaciones? En cualquier caso, le confió a su hijo. Gide se lo llevó en 1925 en su famoso "Viaje al Congo", donde el escritor criticaba duramente el poder colonizador, mientras que Marc daba sus primeros pasos como cineasta. A principios de los años treinta, el muchacho se había aficionado a las mujeres, pero seguía compartiendo con Gide un inmenso piso en donde se le había acondicionado un "estudio", como se decía entonces, espacioso y ultramoderno. Una puerta lo separaba de la vasta biblioteca con piano de cola en la que Gide permanecía muy gustosamente cuando estaba en París. El vaivén entre las dos habitaciones era permanente. [...] En aquella época, se empezaba a saber que era homosexual. Le habían pescado Henri Massis, salvo error, y Claudel, después de Corydon . Pero todo esto era silencioso, estaba confinado en un medio estrecho. Yo no sabía nada, y creía que el "Tío André" era realmente el tío de los hermanos Allégret.
En cuanto a Marc, no presentaba ninguno de los signos exteriores que permitían identificar a los invertidos de aquellos tiempos. En cualquier caso, nunca pensé en ello.
Le amaba, eso es todo. [...] Digamos que, también en ese caso, tomé una famosa "lección de vida": la del amor no correspondido, la de los celos contenidos por orgullo, hasta que un día explotan con tal fuerza que, mortificada, nunca más en la vida he dejado ver a nadie su menor manifestación. Nunca. [...] Pasó un siglo, quiero decir quince años tal vez, con la guerra que cuenta doble... No volví a ver a Marc. Rodó mucho, en particular un buen filme, Entrée des artistes . Pero salió por completo de mi mente.
Una mañana recibo una llamada de Pierre Braunberger, el productor más popular del cine francés, porque tiene el genio para detectar a los nuevos talentos; Jean Renoir rodó muy pronto para él Une partie de campagne . Braunberger, como decía, quiere saber si yo aceptaría escribir una adaptación y el diálogo de Julietta , la novela de Louise de Vilmorin. Tengo mucho trabajo en L´Express , y poco tiempo. Le contesto: -Depende del realizador. ¿Quién será?
-Marc Allégret. Atraviesa un mal momento... Es mi más viejo amigo y quiero ayudarle. Julietta es un buen tema para él...
¿Y yo, quiero ayudarle? Sí, por supuesto. Pero es necesario que hablemos un poco de lo que quiere hacer.
Nos citamos para cenar en el restaurante "La Méditerranée", en la plaza del Odeón. El patrón me conoce bien y al sentarme le pido que me guarde la cuenta.
Llega Marc, guapo como siempre... Pero estoy desensibilizada. Intercambiamos algunas trivialidades, luego pongo a Julietta sobre la mesa y mantenemos una buena conversación constructiva.
El tiempo pasa. Propongo que nos vayamos. Pide la cuenta.
-No hay cuenta, señor -dice el maître d´hôtel .
-¿Cómo? ¿Y quién ha pagado?
Marc me mira furioso, y palidece: -¿Has sido tú? ¿Crees que he llegado a tal extremo?
Está claro que he herido a este protestante hiperfrágil. ¿Cómo reparar el daño?
Me salva el patrón del restaurante. Nos ha observado y se acerca: -La casa invita, señor Allégret. Esperando volver a verle.
¡Este sí que sabe su oficio!
Julietta se rodó, con Jean Marais. Fue un bello filme.
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