Lo que los años arrastran
La última novela de Anne Tyler, El hombre que dijo adiós, encuentra a su autora en buen estado para seguir enriqueciendo su constelación de universos de clase media
Pocas experiencias literarias más gratificantes y asequibles que leer una novela de Anne Tyler (Minneapolis, 1941). John Updike y Nick Hornby han declarado que les gustaría ser "la versión masculina de Anne Tyler". El realizador cinematográfico John Waters, amigo de la escritora, afirmó: "Ella capta muy bien a la gente común que no está tratando de llamar la atención. Ella escribe sobre la vida real". Tyler ha ganado el Pulitzer en 1989 por Ejercicios respiratorios, quizás su mejor novela. El turista accidental fue llevada al cine por Lawrence Kasdan y Cuesta abajo, por Toni Kalem. Desde Reunión en el restaurante Nostalgia hasta Propios y extraños, pasando por El matrimonio amateur, su obra, poblada de personajes de clase media algo esperpénticos y vulnerables que habitan mansos vecindarios arbolados de una Baltimore desprovista de fantasías metropolitanas (algo de lo que los personajes son bien conscientes cuando van en auto al trabajo o acuden al hospital público), ha evolucionado a fuerza de perseverancia en la creación de mundos realistas ligeramente anticuados. No obstante, de una manera invisible para el lector, sus personajes asimilan los cambios que los años arrastran.
El título original de su decimonovena novela no guarda ninguna alusión chestertoniana; más bien, como pasa siempre en los libros de Tyler, desempeña una función: The Beginner’s Goodbye, "Adiós para principiantes", evoca la colección de libros que publica el protagonista. En El hombre que dijo adiós, Aaron, un editor con hemiplejía y tartamudo en momentos de tensión, atravesará las etapas del duelo de una manera singular. Ha enviudado luego de que el derrumbe de un roble sobre el techo de su casa produjo la muerte de Dorothy –su esposa, una médica oncóloga ocho años mayor que él–, minutos después de una insignificante discusión conyugal que, sin embargo, lo atormentará por un tiempo.
Presentada sin ambigüedad como una historia de fantasmas –la novela comienza cuando Aaron vuelve a ver a Dorothy a su lado meses después de la muerte de la mujer en una sala de cuidados intensivos–, esta fábula sobre la edad madura, el proceso del duelo y las nuevas oportunidades adquiere, desde el punto de vista del editor viudo, visos tragicómicos. Menos ambiciosa que otras de sus novelas, como si la autora hubiera optado por un camino de simplificación para conmover y entretener a los lectores (ésas parecen ser las premisas básicas, invariables de su obra, cada vez más cercana a la de su admirada Eudora Welty), El hombre que dijo adiós conserva la estructura híbrida, reflexiva y coloquial que brinda el contrapunto entre el personaje principal (que en este caso es, además, el narrador) y su propia conciencia. Así razona acerca de su mujer fallecida: "Su tendencia a insistir demasiado en su cargo médico cuando le presentaban a alguien. ‘Soy la doctora Rosales’, decía, en lugar de ‘Soy Dorothy’, de modo que casi te la imaginabas con la bata blanca aunque no la llevara puesta. (Aunque no es que conociera a gente nueva tan a menudo. Dorothy nunca había entendido para qué servía socializar.)". Parte del programa tyleriano consiste en mostrar cómo sus personajes, para seguir viviendo más o menos felizmente, desmitifican etapas, metas, situaciones y personas.
Aaron trabaja con Nandina, su hermana mayor, solterona y maternal, que parece rendir homenaje a las agrias heroínas de Dickens, en la editorial que perteneció a su padre. En Wolcoot Publishing edita libros pagados por los propios autores aunque, ante el avance de la edición por demanda en tiempos de Internet (curiosamente, la única concesión al contexto social que hace Tyler en esta novela además de un sueño –una pesadilla– con la invasión a Irak y la campaña demócrata de Hillary Clinton), decide hacerle caso a su contador y lanzar una colección llamada Para Principiantes. "Algunas veces iban en la línea de los famosos libros ‘para tontos’ de la colección Dummies, pero sin ese tonito de animadora del equipo; eran más dignos. Y estaban diseñados con mucha más clase, con páginas de canto rugoso y cubiertas uniformes de tapa dura protegidas por caras sobrecubiertas de papel satinado." El ambiente de la editorial y la red de vecinos y amigos refuerzan el aspecto cómico de esta historia sobre la pérdida y la recuperación: un elenco de personajes de mediana edad, simpáticos y caricaturescos, acompaña a su manera al narrador tartamudo, quien, a su vez, guarda distancia de las gentiles y excesivas muestras de piedad (la mayoría bajo la forma de tributos domésticos, otro recurso de la novelista para captar la empatía de los lectores, ya que ¿quién no le alcanzó una vianda o le dio una mano a un amigo en circunstancias difíciles?).
En El hombre que dijo adiós, el acento paródico –rasgo que ha ido creciendo en las últimas novelas de Tyler, como si ella pensara que no hay humor suficiente para compensar las desgracias cotidianas– plantea, finalmente, un problema (o una tesis) sobre la relación entre narrativa y moral. ¿Hasta qué punto sus universos de ficción, así "editados" y concebidos, pueden volverse autónomos de los valores que alientan y no, en cierto sentido, adulterados por esas mismas intenciones nobles? Su novela más reciente ensaya una respuesta a este interrogante.
El hombre que dijo adiós
Anne Tyler
Lumen
Trad.: Ana Mata Buil
224 páginas
$ 135
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