Los que nos dejamos engañar alegremente
Por Ariel Magnus
Jorge Luis Borges es para mí lo que para él era Buenos Aires: eterno. Se me hace cuento que tuvo una fecha de nacimiento y de muerte, que vivió en un contexto histórico determinado y que hubo una literatura contemporánea a la suya. Por eso creo que su vigencia es incuestionable, como la hora en el meridiano de Greenwich. La precisión inigualable de sus frases, la exquisitez de su vocabulario, la erudición de sus citas (especialmente la de las falsas), la trascendencia de los temas que siempre lo obsesionaron, ese humor finísimo que parece inmune al desgaste, incluso sus momentos de patetismo poético y sus anacronías porteñas (las muchas deliberadas y las pocas que se generaron por sí solas luego), todo sigue a mi parecer completamente vigente. Incluso para muchos de los escritores actuales, que rumbean en otras direcciones, Borges sigue siendo el autor del que distanciarse, el camino que se decidió no seguir.
Hay autores que uno deja de leer porque lo aburrieron o porque siente precisamente que ya no están vigentes, que ya no interpelan. En cambio, Borges es de esos autores que uno en algún momento tiene que dejar de leer, pero para poder leer a otros autores, a la vez que para alejarse, en el caso de los que también escriben, de la tentación necesaria y fatal de imitarlo.
No creo que bodoques como el diario de Bioy u otros libros prescindibles sobre su persona logren jamás bajar su prosa del estrato atemporal en el que él buscó colocarla deliberadamente desde ya muy joven. Él supo como pocos concebir cuentos y poemas que parecen haber estado escritos desde siempre y que, si ahora llevan su firma, es por azar o hasta por equivocación. En provocar ese engaño megalómano trabajó Borges toda su vida, y sería necio negar que realmente lo logró.
Al menos yo soy de los que se han dejado engañar alegremente, y lo juzgo tan eterno como el agua y como el aire.
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