Los sonidos cuando se juntan
El suelo empieza a temblar suave, parece que tirita por algo, no es frío, pero sé que no es problema así que estoy bien, calmada. Las luces siguen prendidas, tenues, y la gente entra desde todas las puertas de este estadio ubicado cerca del río, que son varias y están numeradas. El techo está tan alto, podría no existir. No hay más ruido que el de los pasos y las voces y sin embargo cada vez más seguido, aunque con una distancia lenta, se oye un bum de los parlantes. El zumbido de un instante. Cuando comience la música será sin piedad, no tengo dudas.
Estoy sentada cerca del pasillo en el lugar que me asignó el acomodador, y hace tanto que no voy a un recital, hace tanto que no veo un acomodador, que me da alivio. Es un gesto del tiempo que se apiada de sí, de mí.
Hay un centro. No debe corresponder de forma exacta con lo que diría la física, los metros cuadrados, pero el centro está y es un grupo de personas sino un hombre, alto, con gorra, que alza los brazos en mangas cortas y arenga a los cientos que ya están en el lugar. Quiere cantar aunque no sepa, abre la boca cual fiera. Es también un hombre pasado, o del pasado, como el joven que me trajo a sentar a esta butaca azul de plástico que en breve me provocará una molestia en la cintura porque el cuerpo, Dolores, el cuerpo. El alto quiere más, grita y no se escucha y pide lo mismo, que griten, que digan bien fuerte que se trata de la aplanadora del rock, que ya llega, que se quede para siempre.
Minutos después las luces se apagan y al fin se ve mejor. El humo, las ganas. La banda sale al escenario y el espacio cobra sentido y entiendo también por qué estoy yo acá o por qué no los vi antes. Hace tanto que no voy a un recital, pero de acá en adelante voy a asistir a un montón porque con Ezequiel dijimos de ir a ver a todos los que sepamos que valen la pena, quién sabe lo que serán los años por venir. Así que acá estamos, rodeados de este aire.
En el escenario ya están los tres pero yo oigo la batería y me doy cuenta de que nunca escuché algo así. Las luces parecen lanzas cuando la atraviesan. En el banquillo, el que toca es el más joven, lleva los brazos al aire en una musculosa y creo que no es casual cómo se mueve, eso que consigue, lo que hacen los sonidos cuando se juntan. A ritmo y con la precisión de lo dulce, pienso que no busca solo eso, que pretende más, que quiere romper el suelo para llevar su música a la tierra y desde ese punto destruirlo todo. No es artista, es aniquilador. A metros quien toca la guitarra se luce, la levanta como a un estandarte, y a su lado está el cantante, con la voz, los rulos y ese tono rasgado como una media elegante que se engancha y se corre en un lugar que queda a la vista. El hecho suena tan bien que yo consigo agarrarlo con las manos, lo toco, cierro las palmas, las cruzo y ahí dentro me quedo con esto. Que vibra. Estoy aquí, ahora, es el presente.
Pero de pronto algo sucede. Tengo 9 o 10 años, estoy vestida con un jumper gris, medias a la rodilla, camisa blanca, corbata bordó y zapatos con hebilla. Estoy sentada en una mesa más larga que la de mi casa, en la punta. Es la cocina de mi madrina. Mi padre acaba de dejarme allí para que me lleven a la escuela. Aún es temprano y mis amigas, las mellizas, las hijas de mi madrina que van al mismo colegio que yo, se están vistiendo. Miro alrededor y me detengo en los azulejos, en tono beige. Están los lisos y están los otros, los que muestran la figura de un caballero, de galera y bastón, pintado en marrón. El hombre da un paso, avanza. Yo no, estoy quieta. Hay una radio sobre la mesada, allí, la misma voz de antes suena, grabada, y dice: “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves?”. Estoy en tercer grado. Es 1993. Lo que hacen los sonidos cuando se juntan.