Crítica de libros / Narrativa Latinoamericana. Lujuriosa casa de citas
La ninfa inconstante , novela póstuma del cubano Guillermo Cabrera Infante, narra la melancólica historia de un crítico cinematográfico y una adolescente en La Habana de los años cincuenta con el lúdico y proliferante estilo verbal de un autor inimitable
La Ninfa Inconstante
Guillermo Cabrera Infante (Gibara, 1929-Londres, 2005) es el único de los escritores del así llamado boom latinoamericano que parece no haberse propuesto la construcción de un monumental edificio literario que decline la historia de una nación o las tribulaciones de un cómodo territorio mítico. Marcado por el desarraigo (fue precoz objetor del régimen castrista, en unos años, los sesenta, en que esas críticas eran anatema), el cubano fue haciendo su obra de modo inevitablemente episódico. La parodia, el pastiche, la prosa incontenible sembrada de juegos de palabras frenéticos y alusiones intertextuales dan forma a sus dos novelas magnas ( Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto ), pero también a sus ensayos y artículos para la prensa, donde anidan algunos de sus mejores hallazgos. Son pocos los autores -pertenezcan a la lengua que fuera- que han vuelto a tal punto tautológicas palabras como hombre y estilo.
A partir del exilio, la literatura de Cabrera se abocó a una original anatomía de la melancolía en que el humor, la ironía, el virtuosismo ofician de antídoto, pero también, en ocasiones, de catalizador, de la nostalgia ("Esa puta del recuerdo", como la definió alguna vez). En La ninfa inconstante , novela póstuma y brevísima si se la compara con sus hermanas mayores, el autor dedica varias páginas a reflexionar sobre la memoria y su aliada más díscola, la literatura, esa "máquina del tiempo" que permite espacializar el pasado y recobrar lo que uno fue durante apenas un momento. No puede citarse cada frase, pero sí destacar esta definición sobre la fugacidad de los días: "La vida es un prêt- à -porter si pret es una abreviatura de pretérito".
La anécdota es sencilla. El narrador, crítico cinematográfico, trabaja en la revista Carteles . De poder ver su imagen en el espejo de alguna de las tantas piezas en que transcurre parcialmente la novela, nos encontraríamos con el escorzo del propio Cabrera Infante, con anteojos de sol, en los años en que firmaba sus crónicas como Caín. La bohemia del oficio permite ágiles pinceladas de las redacciones habaneras, la introducción de personajes estrafalarios (el amigo Branly, el jefe Wangüemert) y recrear el ajetreo de una ciudad que representa la propia juventud.
Durante una jornada soleada y fantasmal, a finales del régimen de Batista, el crítico se topa con una muchacha que busca las oficinas de un canal televisivo. "Su melena corta, rubia, suelta, se movía con el aire o tal vez seguía sus movimientos de cabeza, ladeados, vivaces, ella se veía como una mujer muy joven que se veía muy vieja o una muchacha que acababa de hacerse mujer": así describe ese primer encuentro, sin temer la cursilería, la primera persona que narra. El encuentro carece de la aparente fatalidad que experimenta Humbert Humbert cuando descubre a Lolita en el jardín de la casa suburbana de Charlotte Haze. Cabrera Infante, que supo escribir de modo ejemplar sobre la nínfula de Nabokov, aprovecha esa referencia como contrapunto, nunca como guía. Estela Morris -en diminutivo, Estelita- ya tiene dieciséis años, y, codiciada por muchos, el protagonista llega tarde para entrenarla en el arte del nihilismo, fundamental para sus fines. El crítico deja a su mujer y emprende con ella la huida. Estela le reclama, como en un mal film noir , que el amante mate a la madre. La infatuación amorosa poco a poco se disgrega, aunque -pasados tantos años, desde el presente de la escritura- Cabrera o su álter ego se las ingenian para mostrar el destino que el futuro les depararía a los diversos actores del drama.
No hay en La ninfa inconstante -como no suele haber en sus textos de ficción- diatribas de tenor político. La historia principal parece signada, sin embargo, por una claustrofobia que recuerda la maldita circunstancia del agua por todas partes (que desesperaba a Virgilio Piñera), aunque ese agobio apenas se sintetiza en la pasajera visión de Cuba como una "Creta rodeada de cretinos".
Lo que domina y reluce, como siempre, es la impenitente lujuria verbal del autor de O . Los juegos de palabras, alusiones literarias y cinéfilas alcanzan por página una densidad tal que parecen proliferar ex profeso para provocar a los malthusianos minimalistas de la literatura. El escritor cubano parodia, con genio y fluidez, el comienzo de Anna Karenina ("Todos los crímenes con éxito son iguales. Sólo los crímenes que fallan se diferencian entre sí"), describe el cielo de La Habana (similar a un paciente eterizado sobre la mesa) con versos tomados de T. S. Eliot o profetiza que todo autor perecerá (en referencia a Todo verdor perecerá , la novela de Eduardo Mallea, muy leída en los tiempos en que transcurre la acción), pero ninguno de estos malabares forma el núcleo duro de la obra. Esta "consolación por la prosopopeya", como la denomina el autor, ese enciclopedismo a veces críptico, funciona como canto maníaco dirigido a Estelita, dueña de una ignorancia supina sin complejos. "Estás lleno de citas", le dice en un momento ella, siempre distante y desapasionada, cansada de tanta pulla, a punto de iniciar su rebelión de las musas. "Ahora que lo dices, reflexiono que estamos, de hecho, en una casa de citas", le responde el implicado al darse cuenta de que están en un hotel de paso (casi, casi un motel nabokoviano).
El procedimiento termina por estancarse. Esto acaso se deba a que La ninfa inconstante es una novela acabada pero inconclusa, o, tal vez, al simple engolosinamiento. Es imposible sustraerse, contra todo, al encanto de esas frases filosas que terminan dañando la cordura del propio narrador. Ese derroche, que compromete la estructura, no alcanza a velar el verdadero trasfondo de la historia. La protagonista femenina tiene puntos de contacto con Dolores Haze (alias Lolita), pero más se asemeja a una suerte de Daisy Miller caribeña, condenada a la frustración y la anomia. A Estela Morris no hace falta corromperla porque algo, profundo e indeleble, ya la corrompió. Cabrera Infante, que tanto amaba la literatura inglesa, bien podría haber iniciado su relato con la variación desolada de otro principio, aquella frase de El buen soldado que decía: "Esta es la historia más triste que escuché en mi vida".
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